Una revolución que no merece el olvido

Una revolución que no merece el olvido
Francisco Carantoña Álvarez
Catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de León

Después de décadas enseñándola, cada vez estoy más convencido de que España es un país reñido con su historia. Sin duda, la larga dictadura del general Franco tuvo un papel decisivo en ello. La redujo a una relación de mitos heroicos, siempre anteriores a una larga decadencia que se habría iniciado en el siglo XVII y, agravada por la nefasta llegada de ideas extranjeras y anticatólicas, se prolongaría hasta el glorioso 18 de julio.

Con escasas y meritorias excepciones, el franquismo fue una época negra para la historiografía española, pero resultó especialmente destructivo para las conmemoraciones. Se multiplicaron las fiestas nacionales, pero, oficiales o plenas, se limitaron a recordar las glorias del dictador: el 18 de julio, fiesta completa, con desfile militar y paga extra; el 1 de abril, día de la victoria y el 1 de octubre, día del caudillo. Se completaban con las religiosas, numerosísimas. Suelo explicarles a mis alumnos que nada mejor que una dictadura de derechas para tener pocas clases: los tres jueves que relucían más que el sol y que entonces caían en jueves; navidad; año nuevo; viernes santo; Santiago apóstol, patrón de España; San José por duplicado, el padre y el obrero de la demostración sindical ante el caudillo; la Inmaculada; la Asunción y, por último, el Pilar, patrona de España y también día de la raza, que marcaba el comienzo del curso escolar. Además, estaban las locales y devociones especiales, como Covadonga. La espada y la cruz definían a España.



Entre misas, procesiones y desfiles militares, nadie cometía el pecado de recordar que el 19 de marzo era el día en que se había aprobado la primera Constitución Española, obra de liberales extranjerizantes y masones. Incluso el 2 de mayo, apreciado en la época en su versión más sesgadamente patriotera, tenía un papel muy secundario. Otros acontecimientos solo se evocaban ocasionalmente para afianzar la idea de lo providencial que había sido el caudillo, único capaz de dirigir a un pueblo ingobernable.

Con la democracia construida a partir de 1977 llegó la etapa más brillante de la historiografía española. Todo, incluso la propia dictadura y sus crímenes, se estudió rigurosa y críticamente. La parte más politizada y/o culta de la sociedad, bastante minoritaria, tuvo la posibilidad de acercarse a la historia a través de los libros, pero el nuevo régimen nació huérfano de referencias. La Segunda República era tabú para no reabrir heridas. Incluso, en el siglo XXI, el socialista José Bono, presidente de las Cortes, perdió notoriamente la compostura porque en un homenaje a ancianos brigadistas internacionales se desplegó una bandera republicana en el hemiciclo.

El siglo XIX era desconocido para unos políticos generalmente poco dados a la lectura, pero también ideológicamente problemático, a veces por radical y disolvente, otras por “jacobino”, o por lo que así se llama en España, es decir, porque recuerda que en aquella centuria, hasta muy al final, los revolucionarios –liberales, demócratas o republicanos– luchaban por la soberanía de la nación española. Se establecieron dos fiestas nacionales, una semilaica, que para la mayoría siguió siendo “el Pilar”, y otra, la de la Constitución, que no pudo imponerse a la Inmaculada y consolidó un muy hispánico puente.

No solo eso, los acontecimientos clave de la historia contemporánea siguieron siendo tratados con poca relevancia en los currículos escolares, o con menos de la que merecían, y sus aniversarios pasan sin pena ni gloria y con cierta controversia presentista. Sucedió en los últimos años con la Guerra de la Independencia, de nuevo con las Cortes de Cádiz y la Constitución –el bicentenario fue poco más que una fiesta local gaditana– y todavía más con los 150 años de la revolución de 1868, que tenía el pecado adicional de haber expulsado por primera vez a los Borbones. Si algún acontecimiento histórico se festeja es a nivel municipal, porque la localidad jugó en él un papel protagonista o lo hizo un personaje nacido en ella.

Lo mismo está sucediendo con la revolución de 1820. Asturias la conmemora, sin grandes alharacas, porque Riego era asturiano, también lo hizo Las Cabezas de San Juan porque allí se levantó y lo hará A Coruña, ni siquiera Galicia, por su decisiva rebelión. Algún artículo en periódicos de provincias, un par de flojos, o erróneos, reportajes en los madrileños, nada más. Se conoce un poco a Riego por el himno que lleva su nombre, pocos serían capaces de decir alguna cosa sobre el personaje, de lo que ocurrió en esos tres años en los que España se convirtió en la vanguardia progresista de Europa nadie parece acordarse. Sin embargo, no merecen caer en el olvido.

La desmemoria de la España oficial no se debe solo a la dictadura, aunque sea la mayor culpable, ni a la prudencia de la transición, hunde sus raíces en el propio siglo XIX. Hubo, eso sí, una memoria democrática, republicana y socialista con la que acabó Franco, pero estuvo casi siempre alejada de la institucional. Hasta 1931, desde el fin del absolutismo, predominó un liberalismo conservador que rechazaba por democrática a la Constitución de Cádiz y por radical y hasta próximo a la anarquía al trienio de 1820-1823, lo mismo sucedería con la revolución de 1868 y la Primera República, incluso el 2 de mayo era sospechoso por popular. A la monarquía borbónica tampoco le gustaba recordar a Fernando VII o, después, a María Cristina e Isabel II, menos a Carlos María Isidro o a Francisco de Paula.

Los periodos progresistas fueron breves y siempre a contracorriente, lo que se impuso fue el constitucionalismo monárquico de Narváez y Cánovas, aristocrático, burgués y beato. Es cierto que en 1912 se conmemoró, sobre todo en Cádiz, el doble centenario de las Cortes y la Constitución -entonces gobernaban los liberales-, pero de forma limitada y, como ha puesto de manifiesto Javier Moreno Luzón, con fuerte oposición conservadora y católica.

Fue la memoria popular alternativa la que convirtió al himno de Riego en himno nacional en 1931, la que recuperó para la bandera el color morado de los comuneros, la que condujo a los redactores de El Socialista a titular a toda página el 15 de abril de ese año “¡Viva España con honra y sin Borbones!”, homenaje a la revolución de 1868, y, siete más tarde, a Mundo Obrero: “En el dos de mayo de 1938. El pueblo español, unido inquebrantablemente, reafirma su fe en la victoria. Como en 1808, la guerra terminará con la derrota de los invasores”, o al Socorro Rojo a dedicarles un cartel a Daoiz y Velarde.

Riego pasó con justicia a esa memoria popular hoy difícilmente recuperable. Su audacia el 1 de enero de 1820 permitió el éxito del levantamiento del ejército de Andalucía, la expedición que comandó por esa región contribuyó a aumentar su popularidad y, sobre todo, animó a los liberales del resto del país, que comenzarían a sublevarse a finales de febrero en Galicia y Asturias, y su fidelidad a los principios de la Constitución de 1812 lo convertiría en el líder más querido y con mayor capacidad de movilización del Trienio.

Aunque se afilió a la masonería –entonces una organización política, casi una especie de partido– y fue elegido diputado en 1821, era un hombre de acción, no un político. Se aproximó a los exaltados porque defendieron en el verano de 1820 el mantenimiento del llamado “ejército de la isla”, una fuerza integrada por las unidades más liberales que se habían sublevado en enero y que hubiera servido para combatir las intentonas absolutistas. También fueron ellos los que lo apoyaron cuando fue destituido e injustamente atacado por los gobiernos moderados en septiembre de 1820 y agosto de 1821, pero solo pretendió ser un militar fiel a la Constitución y difundir sus principios, eso y su popularidad era precisamente lo que disgustaba a quienes se convirtieron en sus adversarios.

Durante el Trienio fue odiado por el rey y por los serviles, los únicos que entonces se atrevían a denigrarlo. El liberalismo conservador veía con temor que se hubiera convertido en un mito para el pueblo, pero no se atrevía a criticar en público al héroe de Las Cabezas. Habrá que esperar a la muerte de Fernando VII para que surja una corriente historiográfica, en la que participarán políticos de la época, que intente atribuir al liberalismo llamado exaltado y al propio Riego el fracaso de la segunda etapa constitucional. Tuvo en ella un papel destacado Antonio Alcalá Galiano, al que se atribuyó una especial objetividad porque había sido exaltado en aquellos años, aunque cuando escribió la mayoría de sus obras era radicalmente conservador. Alcalá Galiano, que influyó incluso en Benito Pérez Galdós, no solo era un reaccionario cuando escribía sobre el Trienio, vanidoso y maledicente con casi todo el mundo, muestra una inquina especial hacia Riego que, además de motivos políticos, escondía la envidia causada porque nunca pudo competir con él en popularidad.

Riego se convertiría, así, en un mito para la izquierda liberal, democrática y republicana, pero también en víctima de una verdadera leyenda negra, que llega hasta nuestros días y que se extiende al propio Trienio. Fue una etapa que recuerda a lo ocurrido con la Segunda República, incluso por la brutal represión que la sucedió. España, precisamente cuando la Restauración había impuesto en Europa el conservadurismo antiilustrado y antiliberal, se dotó del único parlamento del mundo elegido por sufragio universal masculino, el único también de los que existían en Europa –pocos eran en una época en la que, tras la derrota de Napoleón, predominaba el absolutismo monárquico– que no tenía una cámara alta aristocrática. Estableció una libertad de expresión que solo podía compararse con la británica y el derecho de asilo, que le permitió acoger a quienes huían de la represión en sus países de origen. Las Cortes realizaron una ingente labor legislativa, de gran valor, como muestra que muchas de sus leyes se retomasen en épocas posteriores, y que desmanteló jurídicamente el antiguo régimen y los restos de feudalismo. Fue una política radical por la profundidad de los cambios, pero que intentó evitar la violencia contra los privilegiados que se había producido en Francia.

Hubo inestabilidad provocada sobre todo por Fernando VII, que intentó dividir a los liberales, promovió levantamientos y golpes de estado en el interior y conspiró con los monarcas de la Santa Alianza para lograr que interviniesen en España. No puede sobrevivir una monarquía constitucional si el rey no está dispuesto a ejercer lealmente sus funciones. La división del liberalismo en varias corrientes, que iban del conservadurismo constitucional a la democracia, era inevitable en un sistema representativo con libertad de opinión, como bien habían demostrado el Reino Unido, EEUU o la vecina Francia. No fue esa pluralidad, ni una agitación callejera que escandalizó mucho a los reaccionarios, como sucedió con el propio ejercicio de la libertad de imprenta, pero que nunca supuso una amenaza para el orden constitucional, lo que acabó con la experiencia de libertad y reformas del Trienio, fueron el rey y las potencias que organizaron la invasión francesa de 1823. Una invasión que se produjo, entre otras cosas, porque la revolución española se había contagiado a Italia y Portugal, los ejemplares de la Constitución de 1812 se habían traducido a numerosas lenguas y circulaban por todo el continente, el propio Riego era ya un héroe europeo y España no suponía solo una anomalía molesta, se había convertido en un peligro para el orden reaccionario de la Restauración.

No es arbitraria la comparación con la Segunda República, que dio a España una democracia avanzada cuando las dictaduras se imponían en el continente europeo y las potencias fascistas amedrentaban a un Reino Unido con gobiernos conservadores y pusilánimes y a una Francia dividida que, aunque gobernase en ella un Frente Popular en 1936, nada hizo por ayudar a la democracia vecina. Salvando las enormes distancias cronológicas, que implican notables diferencias en los conflictos sociales y políticos, hay una divergencia significativa entre los dos finales: en 1823 la contrarrevolución interna había sido derrotada, sería historia ficción aventurar si hubiera durado más o menos el sistema constitucional, pero solo cayó ante un ejército extranjero; en 1936 quizá Franco no hubiera vencido sin la ayuda de Italia, Alemania y Portugal, pero la contrarrevolución interna fue capaz de provocar una guerra civil y el gobierno constitucional republicano no la habría derrotado con rapidez y facilidad, incluso aunque no hubiera contado con apoyo foráneo.

No es saludable el olvido de la historia, casi siempre debido a malas razones políticas. El día 9 de marzo se cumplieron dos siglos del restablecimiento de la Constitución de 1812 y de la muerte en Requejo de Félix Álvarez Acevedo, el líder de la insurrección gallega, cuando perseguía a las fuerzas absolutistas hasta la frontera con Zamora. Fue el primer mártir de la libertad del Trienio, hoy tan olvidado como los que le precedieron –Porlier, Lacy, Vidal…– y los que le sucederían, como el propio Riego o el Empecinado, todos héroes de la Guerra de la Independencia asesinados por el Borbón al que le habían devuelto el trono con su lucha e incluso su sangre.

Quizá merezcan un recuerdo del país al que contribuyeron a sacar del fanatismo y la tiranía, como Argüelles, Flórez Estrada, Canga Argüelles, San Miguel, García del Busto, Sierra Pambley, Calatrava, Torrijos, Fernández Sardino, María del Carmen Silva, Mariana Pineda y tantos otros hombres y mujeres valiosos que dieron la vida o sufrieron años de cárcel y exilio por la misma causa, independientemente de sus aciertos o errores.


Fuente → cronicapopular.es

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