
Marzo de 1942: por aquellas fechas al Penal de Alicante
no llegó la proverbial solidaridad norteamericana para rescatar al
pueblo oprimido y machacado. En aquellos días tampoco hubo revuelo
mediático ni olisqueo de negocio audiovisual. No había personas anónimas
con buena estrella, aptas para ser lanzadas al estrellato. Por aquellos
días había otro mundo y el pueblo rayano en la muerte sencillamente se
moría sin haber sido retransmitido y sin bonitos discursos de plató a
pie de desgracia. No primaba la imagen, la virtualidad, la
escenificación; la quijotización de la realidad, pero en malo.
Miguel Hernández
era un muchacho humilde que estudiaba latín y cuidaba versos y cabras
en su Orihuela natal. Se echaba al monte como un ingeniero cósmico, pero
al final le salía la vena agrolírica de la tierra que portaba en un zurrón de espigas junto a un bocata de pastor melancólico. A Miguel Hernández le
faltó que le hicieran una fiesta campeona que hubiera sabido
metabolizar las guerras, el sufrimiento profundo y hediondo y el turbión
de sangre vieja que estalla en el choque de las ideas. Le faltó el regalo de una España erguida celebrando el triunfo de la concordia.
Decidió quedarse muy joven bebiendo del manantial supurante de la
Historia. Solo y desahuciado en la barricada de la inquina. No hay
venganza legal, poética, visceral, que lo contenga.
Era un muchacho humilde que cuidaba versos y cabras en su Orihuela natal, se echaba al monte como un perito galáctico con credo terrenal y al mirar los cielos fragmentados de España le brotaba un remoto aliento agrolírico envuelto con barro originario y sangre profética
Se codeó con los gerifaltes alados y canoros de la Generación del 27
y en las enciclopedias ostenta el título honorífico de genial epígono
de aquella pléyade sin poetas agropecuarios que pudieran lanzar a los
rostros poemas fornidos y con vuelo como piedras del campo.
Miguel Hernández era un cabrero pundonoroso, que se presentó a la
vida con una llaga grandilocuente con nostalgias de luna y de justicia
social y unas cuantas metáforas sustitutivas como manual de
supervivencia y alivio. Lirificó la miseria y el hambre, porque la
poesía fetén es una prestidigitación de la fealdad de las cosas. Si su
sangre hubiera sido leche, su niño habría sido el rey de los
hambrientos. Si sus manos hubieran sido celestes, su niño habría cantado
de alegría por los cuartos oscuros de la pobreza. Si su pecho hubiera
sido un campo de trigo, su niño habría sido el príncipe de la miseria.
Si su rostro hubiera sido una estrella, su niño habría brillado en la
cuna de la noche. Si sus ojos hubieran sido dos onzas de chocolate, su
niño habría sido el rey de los niños.
En las meninges almacenaba desde la infancia la rabia y el viento
revolucionario del pueblo. El dolor abierto en canal por las estrellas
del cielo. El viento del pueblo lo arrastraba, lo engendraba, incluso lo
aniquilaba y decidió parirlo en un libro y darlo como grito vindicativo
a los cuatro vientos. Su viento libro, su viento libre lo encumbró en
plena guerra. Las bombas del odio caían sobre versos coléricos. El
convencimiento no conocía a la derrota. La fe y el compromiso político
no tenían el disfraz de la ambición y la pose ideológica.
Miguel Hernández Gilabert se
quedó encerrado entre el rencor de los otros, la soledad propia y la
tuberculosis, patria infame de su cuerpo. Esas fueron sus batallas y sus
cárceles. La literatura universal no tiene un solo verso redentor para
el bardo oriolano. Generosidad de carne rural y sideral a la intemperie
de la España herida. Los mandatarios no tienen una sola arenga de apoyo
para un pueblo llamado Miguel Hernández, donde no tendrían cabida los
empresarios egoístas y cínicos que se atreven a manifestar que se debe
trabajar más y ganar menos. Su emperramiento combativo no consiguió
demostrar que una trinchera supera a una micra de vida. Porque las
ideologías son efímeras y frágiles y están hechas de retórica y de
condición humana. Abrazó la dictadura del proletariado y el proletario
acabó siendo un burócrata rampante del aparatik y para dictaduras
provechosas, las unipersonales y bajo palio. El futuro ya no es lo que
era. La socialdemocracia de los pueblos se constituye y comporta como
una mentirosa compulsiva y una obsesa normativista. Nadie arriesga.
Nadie ofrece el corazón como una llama, como un poema, como un refugio.
Nadie arriesga. El único riesgo se llama partitocracia. Maldita tiranía abstracta, donde siempre ganan los mismos:
los que mueven la pecunia y los resortes de poder. La cacareada
soberanía nacional y el liberalismo omnipotente no nos están facilitando
lo prometido: vivir con dignidad.
Miguel Hernández era un muchacho humilde que cuidaba versos y cabras en su Orihuela
natal, se echaba al monte como un perito galáctico con credo terrenal y
al mirar los cielos fragmentados de España le brotaba un remoto aliento
agrolírico envuelto con barro originario y sangre profética. Muerto y veinte veces muerto.
El viento del pueblo era y es un solano obstinado y caliente como una
víscera que odia morirse para dejar paso a la paz fría de los paisajes.
Las injusticias que no cesan. Huracán Hernández sopla sobre las
conciencias.
Fuente → nuevatribuna.es
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