En uno de los capítulos de su obra “El espectador”, Ortega y Gasset
reflexiona sobre el tema del liderazgo, al que define como “la
excelencia, la superioridad de cierto individuo que produce en otros,
automáticamente, una atracción, un impulso de adhesión, de secuacidad.”
Sin embargo, lo más frecuente en este escenario de posverdad es que frente a la auténtica ejemplaridad exista una ejemplaridad ficticia e inane. Una
y otra se diferencian, por lo pronto, en que el hombre verdaderamente
ejemplar no se propone nunca serlo. En el falso ejemplar la trayectoria
espiritual es de dirección opuesta. Se propone directamente ser
ejemplar; en qué y cómo es cuestión secundaria que luego procurará
resolver. No le interesa labor alguna determinada; no siente en nada
apetito de perfección. Lo que le atrae, lo que ambiciona es ese efecto
social de la perfección, la ejemplaridad. No quiere ser ni bueno, ni
sabio, ni santo. No quiere, en rigor, ser nada en sí mismo. Quiere ser,
para los demás, en los ojos ajenos, algo que en el fondo no es, en una
ceremonia de la inautenticidad.
La pluma shakesperiana que recreó los arquetipos de Ricardo III y Macbeth, hoy hubiera reparado, sin duda, en Juan Carlos I
y esa falsa ejemplaridad que trasluce las poliédricas peripecias nada
modélicas del emérito monarca en el ámbito del bacarrá espurio de los
negocios oscuros, la patrimonialización del país y del Estado siempre
compadecidos a los intereses privados del anterior rey y los lances de
alcoba generosamente costeados con dinero público en una promiscuidad
deshonesta entre el tesoro español y los caudales del rey campechano. El
emérito no solamente heredó la corona de Franco, que en los amenes de los años cuarenta del pasado siglo proclamó que España
era un reino y él caudillo regente por la gracia de Dios, sino la
inviolabilidad de su real persona lo que, como a Franco, lo hacía
intocable hiciera lo que hiciera, un reducto feudal de los señores de
horca y cuchillo poco compatible con la democracia.
La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde se han abolido los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de convivencia pacífica entre las personas
El desinterés de Juan Carlos I por todo lo que no fuera él mismo como bon vivant,
atento únicamente a sus placeres, su avaricia por el dinero, sus
escapadas venéreas llegó a tal enjundia que ya no pudo ser solapada por
unos mass media cortesanos siempre dispuestos al panegírico y
una clase política dinástica sólo atenta a reproducirse en espacios de
poder en el contexto de una oligarquía de partidos ampliada.
Por todo ello, la abdicación del monarca fue un intento de mantener
vigentes todas las anteriores abdicaciones. La de las fuerzas políticas
de izquierdas que en el pacto del llamado consenso abdicaron de
construir una auténtica alternativa ideológica al sistema de la Transición.
La forzosa abdicación de las clases populares a sus derechos laborales y
cívicos. La represiva abdicación de la ciudadanía a la prosperidad y a
una vida digna, sometida a la pobreza, el paro y la exclusión social por
la rapiña de las élites económicas y financieras auténticos
beneficiarios del sistema. Son las múltiples y dolorosas abdicaciones,
con excepción de la del rey, que han derribado el atrezzo para mostrar
los auténticos ijares de ese poder fáctico siempre en el extrarradio del
escrutinio ciudadano.
La falta de ejemplaridad conduce a una sociedad donde se han abolido
los ideales, los sueños de dignidad, de respeto a la vida y de
convivencia pacífica entre las personas, se enfanga en los intereses
individuales y grupales y pierde el sentido del bien vivir en común. Es
la instauración del plebeyismo, volviendo a Ortega, como consecuencia de la democracia morbosa. Plebeyismo
en cuanto a la carencia de altura de miras, de principios, de la
política concebida como un impulso ético encaminado al bienestar
colectivo.
Fuente → nuevatribuna.es
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