
Es demasiado tarde ya para recomponer la descomposición de la Corona española. Felipe VI y Juan Carlos I han despreciado las oportunidades que otros monarcas aprovecharon para legitimarse democráticamente
España, según nuestra Constitución, es una monarquía parlamentaria.
Todas las monarquías que subsisten dentro de los sistemas democráticos
se legitiman no por el simple hecho de estar incluidas en los textos
constitucionales, sino por el cumplimiento de sus deberes legales: velar
por la dignidad de la institución, preservar su prestigio y observar
una conducta íntegra, honesta y transparente. En los 27 países que, en
estos momentos, integran la Unión Europea existen seis monarquías
parlamentarias: Bélgica, Dinamarca, España, Países Bajos, Suecia y
Luxemburgo. El Reino Unido, que se ha salido de la UE, goza de una
monarquía consolidada por haberse anticipado a sus homólogas en
someterse a reglas emanadas de sus parlamentos en tiempos remotos: la
Carta Magna (1225), otorgada por el rey Enrique III, el Bill of Rights
(1689) y el Acta de Establecimiento (1701) consolidaron definitivamente
la supremacía de la cámaras de los lores y los comunes sobre los
monarcas. Las otras monarquías parlamentarias europeas se asientan sobre
diversos orígenes históricos y legitimidades democráticas que no tiene
la actual monarquía española.
De todas las monarquías que he mencionado, solo la belga se sometió a
un referéndum después de terminada la Segunda Guerra Mundial. El rey
Leopoldo III fue acusado de complicidades y simpatías con el nazismo. En
1950, un referéndum nacional fue convocado para decidir si podría
regresar. El resultado arrojó una victoria escasa para los monárquicos,
pero produjo una fuerte división regional entre Flandes, ampliamente a
favor del regreso del rey, y Bruselas y Valonia, que se opusieron.
Finalmente Leopoldo tuvo que abdicar en su hijo Balduino I.
Otras monarquías se legitimaron por su resistencia y oposición a la
invasión alemana. Haakon VII de Noruega, consciente de la imposibilidad
de resistir, tomó la decisión de luchar contra la invasión de la
Alemania nazi. La reina Guillermina de Holanda se
comprometió, desde Inglaterra, en la lucha contra la ocupación de los
Países Bajos. Desde allí se dirigió a la población holandesa a través de
radio Orange.
Otra monarquía, la griega, fue abolida mediante un referéndum,
convocado por el ejecutivo democrático y celebrado el 8 de diciembre de
1974, que declaró república a Grecia por un 70% de los votos. El rey
Constantino perdió el apoyo de los ciudadanos por no condenar el golpe de los coroneles, perpetrado en 1967.
España ha vivido, a lo largo de su historia reciente, varias
‘restauraciones monárquicas’. Casi todas ellas, a impulso de golpes y
asonadas militares. La monarquía vigente en nuestra Constitución tiene
sus orígenes en las Leyes Fundamentales de la Dictadura. En 1947 el
omnímodo dictador decidió someter a referéndum la Ley de Sucesión a la
Jefatura del Estado en la que se proclamaba solemnemente que España,
como unidad política, es un “Estado católico, social y representativo,
que, de acuerdo con su tradición, se declara constituido en Reino”.
Franco se guardaba el derecho a excluir de la sucesión a “aquellas personas reales que, por su desvío notorio de los Principios Fundamentales del Estado merezcan perder los derechos de sucesión establecidos en esta ley”
Franco se reservó la facultad de proponer a las Cortes la persona que
estimase debía ser llamada “en su día” a sucederle, a título de rey o
de regente, con las condiciones exigidas por esta ley. El 22 de julio de
1969, el caudillo designa a Juan Carlos de Borbón como su sucesor en la
jefatura del Estado, con el título de “príncipe de España”. Pero que
nadie piense que la decisión era definitiva e irrevocable. Se guardaba
el derecho a excluir de la sucesión a “aquellas personas reales
carentes de la capacidad necesaria para gobernar o que, por su desvío
notorio de los Principios Fundamentales del Estado o por sus actos, merezcan perder los derechos de sucesión establecidos en esta ley”.
En estos momentos en los que se habla tanto de herencias, resulta
innegable que Juan Carlos I fue el heredero de Franco, según se
desprende del Discurso de la Corona de 22 de Noviembre de 1975,
en el que asume la jefatura del Estado en su condición de rey: “En
virtud de los títulos que me confiere la tradición histórica, las Leyes
Fundamentales del Reino y el mandato legítimo de los españoles (sic)”.
Admito que, desde el 20 de noviembre de 1975 hasta el 6 de diciembre
de 1978, el rey se encontraba en un contexto político enormemente
inestable y complejo, ante la incógnita del comportamiento de los
partidos de la oposición y del Ejército. Pero a partir del 6 de
diciembre, con la Constitución vigente, ya no había opciones o actitudes
tibias porque había aceptado la jefatura del Estado de un sistema
social y democrático de derecho, absolutamente incompatible con
cualquier complacencia o connivencia con los restos de un Estado
dictatorial.
Una democracia no puede considerarse como tal si no erradica y
condena las prácticas del totalitarismo y decide convivir con los
gérmenes y patologías del pasado. En la Guerra Civil se enfrentaron dos
bandos. Uno que se alzó militarmente para instaurar un régimen inspirado
en la Italia fascista y la Alemania nazi y otro que luchó por defender
la legalidad democrática republicana. Franco dio muestras constantes de
su aversión por la democracia y, mientras las circunstancias
internacionales se lo permitieron, se dedicó a masacrar a los que
perdieron la guerra.
Franco se despidió de este mundo con cinco ejecuciones acordadas en
Consejos de Guerra sumarísimos. El actual rey estuvo en el balcón del
Palacio de Oriente, seguramente forzado, pero nunca manifestó su condena
de este último acto de barbarie.
Ha tenido, durante treinta y seis años, la posibilidad de superar la
infección, con un comportamiento inequívocamente democrático y ejemplar,
pero lamentablemente no ha sido esa la pauta de su reinado. Debe de ser
una enfermedad genética, porque inmediatamente decidió ejercer su
función de acuerdo con los usos y costumbres de los Borbones. No en vano
la politología española acuño el verbo “borbonear”.
Ha tenido, durante treinta y seis años, la posibilidad de superar la infección, con un comportamiento inequívocamente democrático y ejemplar, pero lamentablemente no ha sido esa la pauta de su reinado
No todos los que votamos la Constitución éramos partidarios de la
monarquía. Habíamos luchado por el restablecimiento de las libertades
imprescindibles para estructurar una sociedad democrática. El núcleo
duro de todas las constituciones, los valores superiores y las
libertades cívicas, que los norteamericanos llaman valores republicanos,
estaban en juego. Como aditamento o pack añadido, como se dice
ahora en las ofertas, se nos colaba además la monarquía en la persona
de Juan Carlos I, heredero directo que nunca renunció al testamento de
su antecesor Francisco Franco. Por cierto, nunca juró la Constitución
porque algunas lumbreras jurídicas decidieron que no era posible y que
bastaba que la sancionase con su firma.
Cuando apenas llevaba tres años de reinado constitucional, decidió
poner en marcha un “golpe palaciego” de la mano de los jefes militares
que le pidieron y consiguieron la dimisión del presidente Suárez. Su
discurso de renuncia a la presidencia del gobierno me parece ejemplar y
significativamente revelador: “No quiero que el sistema democrático de
convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la historia de España”.
Sobran comentarios.
Creo que el plan se le fue de las manos, como al aprendiz de brujo, y
lo que iba a ser un clásico golpe militar para formar una especie de
gobierno de salvación nacional, encabezado por el general Armada, fue
desbaratado por la intervención inesperada del teniente coronel Tejero,
con una turba de guardias civiles desarrapados, en pantalones vaqueros,
que irrumpieron en el hemiciclo del Congreso de los Diputados disparando
sus metralletas indiscriminadamente. Aquello, una vez más en nuestra
historia reciente, terminó minando la salud de nuestra democracia como
un virus más de los muchos que ha acumulado su reinado. La respuesta, en
este caso de todo el sistema, fue excesivamente benigna y muchos de los
intervinientes siguieron en sus cargos y han alcanzado altos rangos
militares, mientras que los militares de la Unión Militar Democrática
fueron, en su día, degradados y excluidos de cualquier reconocimiento o
reparación.
No sé si Juan Carlos de Borbón, algún día, tendrá el valor de
explicarnos por qué urdió esa trama palaciega propia de épocas nefandas
de nuestra historia. Esta vez no era necesario el caballo de Pavía,
bastaba con descabalgar a Suárez que era un obstáculo para sus planes.
Tenía preparada una alternativa política con un mando militar, por
supuesto –y que nada menos era el general Armada, jefe de su casa
militar–, para instaurar un gobierno en el que, con la cobertura formal
de la Constitución, tendría un incuestionable protagonismo.
Paradójicamente el fracaso de sus intenciones y el acceso al poder
del Partido Socialista le dio una oportunidad para rectificar. La
desaprovechó, quizá pensando que sus panegiristas y cortesanos podrían
colar el mensaje de que su aceptación de las condiciones impuestas por
el dictador había sido un factor decisivo para la instauración de la
democracia en nuestro país. Convencido de que nadie iba a oponerse a sus
veleidades y caprichos, se dedicó a vivir su vida y aprovechar su
condición de jefe del Estado para amasar una fortuna para él y su
familia. Tenía el precedente de su padre, Juan de Borbón, que había
vendido, en plena vigencia de la Constitución, entre otros bienes, los
Palacios de Miramar en San Sebastián y La Magdalena en Santander, en
lugar de restituirlos al Patrimonio Nacional.
Nada diría sobre los “líos de faldas”, que han afectado, en mayor o
menor medida, a todas la monarquías parlamentarias, si no fuese porque
han contribuido al desprestigio internacional de nuestro país. Parece,
por las informaciones que estamos conociendo, que Corinna Zu Winstenteig
es más amante del dinero que de su majestad. Algunos pensarán que la
única actividad delictiva es la de la comisión del AVE a la Meca, pero
todos los círculos políticos y económicos saben que sus ilícitas
ganancias tienen múltiples fuentes. Por mucho que se empeñen sus
panegiristas en colocar en el mercado político la deteriorada mercancía
que lo presenta como la persona que nos trajo la democracia, ya se ha
agotado su crédito.
No sabemos si el rey emérito, en un último gesto, tendrá la grandeza de espíritu para reintegrar al Patrimonio Nacional todo lo que ha obtenido ilícitamente con conductas que están en el Código Penal, sobre todo contra la Hacienda Pública
En plena pandemia del coronavirus se ha destapado, no sé si
oportunamente o con oportunismo, la extraña operación, que data de más
de un año, en la que el monarca actual, Felipe VI, renuncia ante notario
a la fabulosa herencia que le había otorgado su padre. Alguien tuvo la
obligación de advertirle que el Código Civil impide renunciar a la
condición de heredero antes de que se produzca la muerte de su padre. Su
manifestación de voluntad es clara y terminante pero tendrá que
renovarla en su momento. Debió de ser consciente de la gravedad de los
hechos que se destapaban en esa envenenada y generosa transmisión de
bienes de procedencia inequívocamente delictiva. Si fuera un ciudadano
normal, estaría exento de responsabilidad por haber encubierto a su
padre. Según los fans del Club de la inviolabilidad absoluta, no tiene
nada que temer, por lo menos penalmente.
No sabemos si el rey emérito, en un último gesto, tendrá la grandeza
de espíritu para reintegrar al Patrimonio Nacional todo lo que ha
obtenido ilícitamente con conductas que están en el Código Penal, sobre
todo contra la Hacienda Pública, al blanquear unas ganancias ilícitas
adquiridas prevaliéndose de su condición de rey de España. Me parece que
la respuesta del actual monarca llega tarde. En estos momentos es una
pesada losa sobre la supervivencia democrática de Felipe VI.
Algunos partidos políticos han pedido una comisión de investigación
parlamentaria. Esta se ha rechazado con argumentos, inasumibles en una
sociedad democrática, sobre la inviolabilidad del rey. No obstante,
siempre he pensado que si están en marcha investigaciones judiciales
deberían suspenderse las comisiones de investigación políticas hasta que
estas terminasen, porque se podrían producir interferencias
perturbadoras. A la misma conclusión han llegado los franceses que
prohíben estas comisiones mientras esté actuando la justicia.
Parece que la justicia se ha puesto en marcha, y no solamente el
fiscal suizo tiene datos más que suficientes, abrumadoramente
contundentes, para demostrar la existencia de múltiples y variados
delitos. Esta información ya están en manos de la Fiscalía
Anticorrupción española y esperamos que, cuanto antes, se entreguen a la
Sala Segunda del Tribunal Supremo, competente para conocer de los
delitos imputados al rey emérito.
Muy lejos han quedado sus discursos solemnes en los que proclamaba
que todos éramos iguales ante la ley y se comprometía a velar por la
dignidad de la Corona, preservar su prestigio y observar una conducta
íntegra, honesta y transparente. Creo que ya es demasiado tarde para
recomponer la descomposición de la Corona. Ha despreciado las
oportunidades que otros monarcas han aprovechado para legitimarse
democráticamente ante sus ciudadanos que son los verdaderos titulares de
la soberanía. La monarquía española no ha podido superar los virus de
origen ni librarse de los contagios contraídos durante el ejercicio de
su potestades.
En estos momentos tenemos otras preocupaciones prioritarias y
vivimos una situación dramática que debemos, ante todo, superar con
coraje, solidaridad y civismo. Las urgencias y prioridades del presente
son otras. Concentrar todos los esfuerzos, científicos, económicos,
políticos y ciudadanos para afrontar la gran pandemia del coronavirus.
Es el momento de seguir los lemas de San Ignacio de Loyola que
aconsejaba no hacer mudanzas en tiempos de tribulación. Estoy seguro de
que el pueblo español saldrá más reforzado y consciente de su poder y de
su dignidad democrática; será el momento de pedir y exigir la palabra.
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José Antonio Martín Pallín es abogado. Magistrado emérito del Tribunal Supremo. Comisionado de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra).
Fuente → ctxt.es
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