Entramos en el laberinto de los secretos de Estado en España
 
  
En España, los secretos de Estado nunca mueren. Una ley franquista de 1968 es la caja fuerte que impide que salgan a la luz. Los sucesivos Gobiernos de la democracia no han hecho nada por cambiarla. Tenían miedo de enfrentarse a ellos. El silencio aún rodea el mundo de los secretos, dónde están, quién los maneja y qué contienen.

Reportaje | Entramos en el laberinto de los secretos de Estado en España: “No se puede. No se sabe lo que hay ni dónde está”.

El veterano político que ha trajinado durante décadas por las cañerías del poder se muestra parco cuando se le pregunta en una cafetería madrileña por qué ningún Gobierno que llega a La Moncloa mueve un dedo por desclasificar ni un solo secreto de nuestro pasado inmediato. Ni siquiera ante la presión de los jueces y el Parlamento. O en nombre de la transparencia. O, al menos, por respeto a la historia.

El Archivo General de la Administración, en Alcalá de Henares, tiene 170 kilómetros de estantes y más de un millón de cajas. James Rajotte

¿Por qué tienen miedo? Insisto. “Porque no saben lo que hay”, reitera. ¿Cuántos secretos hay en España? Repregunto. “Nadie posee esa información”, contesta. “No tienen ni idea de lo que se pueden encontrar. Ni dónde están muchos de esos papeles. Si están en el CNI [Centro Nacional de Inteligencia], depositados en el Estado Mayor de la Defensa [heredero del Alto Estado Mayor de Franco] o en La Zarzuela; perdidos en un archivo colapsado o, por el contrario, si alguien se los llevó a su casa”.

Nadie parece saberlo. Quizá prefieran no saberlo. El silencio es la respuesta de la Administración cuando se la consulta. Nadie parece disponer de todas las piezas del rompecabezas. Según distintas fuentes, continúan en España bajo llave asuntos candentes de la represión franquista; de la descolonización de Marruecos, Ifni y Guinea; de la lucha sucia contra ETA; de la salida del Sáhara; de los prolegómenos y el desarrollo del 23-F; de los ficheros de los servicios secretos de Carrero Blanco; de un embrión de bomba atómica; de los planes para ocupar militarmente Madrid, Barcelona o Bilbao… “No saben lo que hay, ni tienen ganas de meterse en líos con otros países, ni disponen de medios —ni ganas— para abrir ese melón: bucear en los archivos, localizar los asuntos más importantes, crear una comisión que analice papel por papel [la gran mayoría están en ese formato] y decidir qué se puede saber. Y después, desclasificar. A unos y a otros, a los socialistas y a los populares, les da miedo ponerlo todo patas arriba”, concluye el viejo político.

Es un paradigma que el archivero y activista por la memoria histórica Antonio González Quintana define como “transición amnésica”. Algo en lo que coincide Henar Alonso, jefa del Área de Descripción del Archivo General Militar de Ávila: “Es el fruto de una paranoia secretista generada por una dictadura emparedada entre una guerra civil, una mundial y una fría, que hemos heredado”. O quizá el simple trasvase a la política de una filosofía que los anglosajones resumen en pocas palabras, “Let sleeping dogs lie”: deja a los perros que duerman. O, lo que es lo mismo, conviene dejar las cosas como están.

Un legajo del Ministerio de Asuntos Exteriores. James Rajotte

La conclusión de este reportaje es que nadie en España parece disponer del mapa completo de los secretos de Estado. De su contenido y localización. De los infinitos documentos oficiales marcados irregularmente con ese sello de hermetismo a lo largo de 80 años, que brotan como setas a poco que se arañe en los archivos de la Administración. Y que los archiveros no saben cómo tratar ni custodiar. Tampoco nadie dispone del listado oficial de los graves peligros que contienen esos documentos y que podrían dañar la seguridad nacional si se hicieran públicos. Y que “deberían ser identificables, describibles y evidentes, y no puras conjeturas”, según Mikel Legarda, diputado del PNV, una formación muy combativa contra la actual legislación sobre secretos oficiales, que fue redactada durante el franquismo y carece de un mecanismo de desclasificación automático.

Casi nunca se ha desclasificado nada en España. Apenas algún papel huérfano del caso Villarejo
Es un territorio pantanoso en el que ningún Gobierno se ha adentrado desde la muerte del general Franco. La socialista Carme Chacón, ministra de Defensa entre 2008 y 2011, intentó sin éxito sacar a la luz decenas de miles de legajos militares anteriores a 1968. Era la primera vez. No la apoyaron ni el PP ni sus propios compañeros de partido. Ocho años más tarde por fin lo ha logrado la actual ministra, Margarita Robles, avezada jurista, con una finta legal muy propia de esta juez número uno de su promoción. Esos papeles serán públicos. Los ha desclasificado de un plumazo en su calidad de “jefe del departamento encargado de la custodia del Archivo”. Contienen asuntos relacionados con los campos de concentración del franquismo; arrestos, denuncias, deserciones, sospechosos y sabotajes; hay boletines de información interior y exterior y de fronteras; expedientes de operaciones; documentación de la campaña Ifni-Sáhara y documentos de inteligencia del Estado Mayor de la Guardia Civil. La letra pequeña es que esos asuntos anteriores a 1968 están, en gran parte, sin inventariar, identificar, describir, clasificar ni digitalizar. Y no hay presupuesto. Ni infraestructura. Y escasean los profesionales. En el entorno de Defensa confirman que pasarán al menos cinco años hasta que empiece a verse la totalidad de ese material (¡de hace medio siglo!) recién desclasificado por Robles. Será un festín para los historiadores.

Los archivos militares se mantienen al margen del sistema archivístico del Estado. Y sus responsables son altos oficiales en el final de su carrera. Aunque su disposición hacia la apertura parece estar cambiando. Como confirma el coronel Alberto Cutanda, jefe del Archivo Histórico de Defensa, en Madrid: “Los papeles militares siempre fueron para dentro, para nosotros, no para que se vieran fuera. Eran de uso interno. Ahora comienzan a ser accesibles. Pero necesitamos medios y, sobre todo, tecnología”.

Informes de inteligencia del general Rojo depositados en el Archivo Histórico. James Rajotte

“En cuanto llegas a La Moncloa cambias de opinión y no le hincas el diente a los secretos de Estado. Pasa como con la Constitución; cuando gobiernas, no te metes a reformarla; esperas a que se moje otro”, explica un antiguo miembro de un Ejecutivo del PP. No exagera. En ese sentido, jamás se ha desclasificado nada en España. Con la excepción de algún papel huérfano relacionado con el affaire Villarejo y el empleo de fondos reservados por parte del Ministerio del Interior. Y a petición de los jueces del caso.

Nunca se ha dado el paso. Desde el inicio de la democracia, las minorías parlamentarias han presionado sin éxito para transformar el férreo marco legal de los secretos de Estado, que omite en su articulado la desclasificación automática de los papeles a partir de unos plazos determinados de tiempo (normalmente, 25 años prorrogables otros 10, unos periodos generalizados en la mayoría de los países desarrollados). Tampoco los diputados lo tienen fácil para saber lo que hay. Cualquier petición para ver material clasificado tiene que estar promovida por, al menos, la cuarta parte de los miembros del Congreso. Es decir, un mínimo de 88 diputados. Lo que supone que los dos grandes partidos tienen que formar parte de la ecuación. Y aparte del control de los documentos sensibles a los diputados con carácter individual y a los grupos parlamentarios minoritarios. Un antiguo responsable de la seguridad del Estado afirma que esa Resolución de 2004 fue una forma de evitar que “Herri Batasuna y ahora Bildu y los independentistas catalanes tuvieran acceso a cosas delicadas de la seguridad del Estado”.

El mundo de los secretos es un monstruo que se retroalimenta con cada nueva Administración
Con mayor o menor convicción, intentaron cambiar ese vetusto sistema legal de los secretos oficiales Felipe González, Aznar, Zapatero y Pedro Sánchez. (A Rajoy, fiel a su estilo de no crearse líos, ni se le pasó por la imaginación meter la mano en ese avispero, porque no era “una prioridad”). Los cuatro presidentes, llegado el momento, pisaron el freno. Y el sistema continuó entre penumbras.

En julio de 2011, cuando gobernaba, el PSOE pretendió camuflar su reforma de los secretos dentro de una nueva ley de transparencia que nunca vio la luz, ante la negativa del propio ministro socialista Alfredo Pérez Rubalcaba de dar el mínimo oxígeno a ETA. Durante la última legislatura de Rajoy (2016-2018), el PP bloqueó durante más de un año, junto a Ciudadanos, la tramitación en el Congreso de la iniciativa de cambio de la ley auspiciada por el PNV. Y no quiso asumir ninguno de los cambios sobre secretos que le propuso el Grupo Socialista para que incorporara en su nueva Ley de Transparencia de 2013, que se ha demostrado un tapón para el conocimiento de las materias reservadas, a través de 12 limitaciones de acceso a los documentos públicos. Una barrera que intenta sortear como puede con sus resoluciones el olvidado Consejo de Transparencia, escaso de medios y que lleva dos años arrumbado y sin presidente.

Uno de los pasillos del Archivo Histórico Nacional, en Madrid, creado en 1866, que tiene 45 kilómetros de estantes. James Rajotte

El problema para los distintos Gobiernos ha sido siempre el mismo: qué periodo transitorio debería fijarse para aplicar la desclasificación automática de los documentos. Por ejemplo, en Estados Unidos, en casos muy excepcionales, el presidente puede prorrogar su apertura hasta los 80 años. En la mayoría de los países la clasificación dura entre 25 años y 50 si se trata de asuntos extraordinarios. Para un antiguo responsable de la seguridad del Estado, “hay que tener plazos especiales para ciertos casos, como la lucha antiterrorista. No puedes dar el nombre de los confidentes aunque hayan pasado 50 años porque todavía les pueden pegar un tiro. Tiene que haber un sistema de prórrogas para ETA, yihadismo o mafias, incluso para ciertos asuntos diplomáticos. Y después de haber analizado caso por caso. Quizá no se deberían saber nunca”.

El mundo de los secretos de Estado, del material clasificado que solo unos pocos pueden ver únicamente si tienen absoluta necesidad de ver (y están habilitados por el CNI a través de su apéndice, la Oficina Nacional de Seguridad), es un monstruo con vida propia que se retroalimenta con una sobreclasificación de asuntos decidida por la Presidencia del Gobierno, los servicios de información e inteligencia, y los Ministerios de Asuntos Exteriores, Defensa, Interior y Presidencia. Más el refuerzo de Justicia, Energía e Industria, con especial énfasis en la seguridad de las centrales nucleares, las infraestructuras críticas, las patentes y la tecnología de doble uso civil y militar. Sin olvidar la información confidencial que se recibe a diario de la OTAN, la Unión Europea, la Agencia Espacial Europea, y de las relaciones bilaterales con medio centenar de países con los que se han suscrito acuerdos de protección de la información que comparten.

Son toneladas de material (informes, gráficos, agendas, notas, cartas, tratados, planes, grabaciones, planos, fotografías, aplicaciones, sistemas de comunicaciones, notas de embajadores e informes de los agregados militares) sellado en la parte superior e inferior de su cubierta con el cuño “Secreto” (o sus hermanos menores, “Reservado”, “Confidencial” y “Difusión limitada”) en azul o en rojo. Nacen, se desarrollan y cumplen su función, pero jamás se desactivan en España bajo el paraguas “de una de las poquísimas leyes del franquismo que continúan vigentes: la de Secretos Oficiales de 1968”, explica el catedrático y exsubsecretario Javier García Fernández; una ley apenas maquillada en 1978, dos meses antes de que se promulgara la Constitución, para que no cantara en exceso su espíritu de caja fuerte de las sombras del Estado de la que nadie parece conocer la combinación.

Información clasificada de seguimientos de la Guardia Civil de los años sesenta, setenta y ochenta. James Rajotte

La legislación de secretos oficiales de 1968 tiene cuatro problemas de origen, según José Enrique Serrano, director del gabinete de los presidentes González y Zapatero: “Habla de la clasificación de los documentos, pero no dice nada de la desclasificación ni de cómo se efectúa; no menciona los plazos de vigencia de los secretos y tampoco su desclasificación automática; da a los ministros la libertad para elevar al Consejo lo que creen en su opinión que es secreto, e incluye entre las autoridades que pueden clasificar a la Junta de Jefes de Estado Mayor, la Jujem, que ya no existe ni tiene poder político”.

El Gobierno siempre remolonea a la hora de informar de los secretos decididos por el Consejo de Ministros
Esta última es una prerrogativa que el general de cuatro estrellas Julio Rodríguez, que como Jemad (jefe del Estado Mayor de la Defensa) entre 2008 y 2011 fue heredero de esa Jujem tardofranquista, afirma tajante que ya no tienen los militares: “El Jemad depende de la ministra y del presidente, y no puede considerarse sucesor de la Jujem para ese tipo de asuntos clasificatorios. El Gobierno es el único que por ley clasifica y desclasifica. Otra cosa es que el sello de secreto circule con más facilidad de la deseada en algunas de las principales unidades de los tres ejércitos en nombre de la seguridad nacional”. Para otro militar, el analista y coronel del Estado Mayor Pedro Baños, que ha trabajado durante años con material confidencial de Defensa, Exteriores, la OTAN y la UE, “la ley a la que aspiramos no puede ser de secretos oficiales, sino de clasificación de la información; debería ser una norma sobre qué y cómo se clasifica, cómo se almacena y por cuánto tiempo. La de 1968 es un simple cerrojo”.

Dentro de ese laberinto en el que se impide que los ciudadanos, parlamentarios, periodistas, jueces e historiadores sepan ciertas cosas para que no se dañe una etérea “seguridad nacional”, no solo es secreto un documento, sino que es secreto decir que ha sido clasificado como secreto. En ese escenario, el Gobierno siempre remolonea a la hora de informar de las clasificaciones que adopta en los Consejos de Ministros de los viernes (y no hay que olvidar que las mismas deliberaciones del Consejo son secretas por ley; no se levanta acta, no se graban, no se permiten las notas ni los teléfonos móviles, y se realiza un barrido contra las escuchas ilegales antes de cada reunión). Y tampoco aparecen en el orden del día de la reunión preparatoria de los miércoles, la Comisión General de Secretarios de Estado y Subsecretarios (que representa el sistema circulatorio del Gobierno y cuyo contenido también es secreto). Ni, por supuesto, figura en la Intranet de esta, la confidencial Comisión Virtual, a la que tienen acceso menos de 200 personas. Los secretos que se adoptan en el Consejo quedan entre el presidente y sus miembros. Y, mientras les sea posible, no se hacen públicos. Suelen pasar un mínimo de 2 años y hasta 10. Y no siempre se llegan a saber.

Ese listado de asuntos clasificados en cada Consejo de Ministros se almacena en armarios acorazados con cerraduras de combinación que se cambia periódicamente en el neoplateresco edificio del Ministerio de la Presidencia, en el complejo de La Moncloa. Allí están también depositadas las actas de las deliberaciones de los Consejos de Franco y de los primeros años de la Transición. Todas son secretas. En cuanto a los papeles de cada presidente, que se archivan en su gabinete del edificio de Semillas, se los lleva cuando abandona La Moncloa. “Son suyos, son políticos, no administrativos”, afirma un ex alto cargo de la Presidencia. Lo que suelen dejar los presidentes a sus sucesores son los informes del CNI ya sin vigencia y que normalmente destruye el equipo entrante.

Un telegrama clasificado sobre ETA en Argelia en los años setenta. James Rajotte

El sistema es complicado incluso para los miembros de la Administración. Aún se puede rizar más el rizo. No solo es secreto el documento, sino también el proceso con el que se ha elaborado y clasificado como secreto. Y también es secreto saber quién puede hacerlo (hay en torno a 100.000 personas habilitadas en España por el CNI para manejar material clasificado en el ámbito de su “necesidad de saber”). Y no solo es secreto el documento, también el sistema por el que se transmite, ya sea humano (la inmensa mayoría de los secretos son entregados a sus destinatarios en mano, bajo escolta y dentro de dos sobres opacos y sellados) o tecnológico (el ordenador, fax y sistemas de cifra empleados, ya que los móviles están proscritos por seguridad). Y también es secreto el registro de los secretos. Y las zonas de acceso restringido donde se les puede manejar. Sin dejar de lado que todo lo que se deriva de un documento clasificado, los papeles que brotan de él, también lo es. Una forma de cubrirse las espaldas que conduce a la sobreclasificación. Revelar secretos de Estado es un grave delito, pero no es delito clasificar como secreto lo que no lo es. “Y que lo convierte en algo más apetecible para los espías”, recalca el coronel Baños.

Y no solo es que sea secreto ese documento final, también toda la documentación que ha sido necesaria para elaborarlo, preparar una disposición, cumbre, tratado o plan de operaciones. Por lo que, en puridad, no se puede transportar, fotocopiar ni destruir si no es a través de un complejo protocolo detallado por el CNI a imagen y semejanza de la CIA y la OTAN. Una biblia de la seguridad que en la Administración no todos cumplen.

Por cada informe que recibe el presidente del Gobierno (unos 2.000 al año) se pueden generar en su elaboración otros 10 de carácter confidencial. Son principalmente notas con consideraciones y juicios personales. En el caso de los informes clasificados de prospectiva del CNI que llegan a diario a los ministerios e instituciones, todos son distintos y varían de contenido según su destinatario, que se tiene que hacer responsable de su uso y protección (según se puede leer en una advertencia que el servicio de inteligencia le hace a pie de página). Solo el presidente del Gobierno, su cliente más destacado, recibe toda la información. Lo ve todo. Lo sabe todo. Solo para sus ojos. El resto, según lo decida el CNI.

Las deliberaciones del Consejo de Ministros son secretas. No se graban ni se permiten móviles
A partir de su entrega, no se explica en ningún sitio de forma oficial por cuánto tiempo ni en qué lugar debe permanecer ese material. No se sabe exactamente quién lo puede crear y quién lo puede ver y a quién se le puede contar, y si se pueden hacer copias y cómo se puede transmitir, y si se puede hacer desde una cuenta de e-mail privada o solo desde un sistema de comunicación clasificado. Y la gran cuestión es cuándo deja de ser secreto. Cuándo pasa de ser un documento confidencial a convertirse en uno histórico y ser trasladado al Archivo General de la Administración (en Alcalá de Henares) o al Archivo Histórico Nacional (en Madrid); cuándo pasa de tener una vigencia crítica para la seguridad nacional a sufrir un proceso de degradación y convertirse en un mero pedazo de la historia que hoy se niega con carácter general a los investigadores y a la ciudadanía al no estar oficialmente desclasificado.

El subdirector general de Archivos, Severiano Hernández, habla del “ciclo de vida de los documentos”. Es decir, el tiempo que (oficialmente) están en vigor desde que se originan en una unidad administrativa y se almacenan en torno a 5 años en un archivo de oficina; después, 15 años en el Central del propio ministerio; más tarde, 30 años en el General de la Administración; para terminar su vida en el Histórico, una vez que han perdido su condición administrativa, cuando cumplen 50. Ese proceso evolutivo no se cumple. El atasco de los archivos es inmenso, y la falta de medios, sonrojante, como explican Jesús Espinosa y Juan Ramón Romero, responsables de ambos sobrepasados archivos públicos. Nadie sabe qué ocurrirá cuando no quede ni un metro de estantería libre. Mientras, los grandes secretos terminan durmiendo en los sótanos de los ministerios, de los grandes centros de decisión militar, de la Guardia Civil y del Cuerpo Nacional de Policía. Lugares donde su custodia es férrea. “El problema es que si no lo desclasificas, ese documento se queda en el limbo, en vida latente. Y eso está pasando con los secretos oficiales. En España nunca mueren”, concluye Severiano Hernández. Para Antonio M. Díaz, profesor de Ciencia Política y uno de los máximos expertos en inteligencia, “la finalidad del secreto no es la opacidad, sino alcanzar un bien que se considera superior y para el que se necesita, temporalmente, que no se conozca. Pero una vez que las causas que motivaron que algo fuera secreto han pasado, el secreto no puede mantenerse por sí solo porque no es un fin, sino un medio. El secreto solo existe en un contexto de necesidad. No puede tener vida propia en un régimen abierto y democrático”.

El Archivo Histórico de la Defensa, con los expedientes de los represaliados por Franco. James Rajotte

El Gobierno español maneja tres métodos para clasificar. El primero es documento por documento. Y por su carácter prolijo y repetitivo rara vez se usa. “Si no, el Ejecutivo no se dedicaría a otra cosa”, esgrime un exministro. Esa función la delega —aunque la ley no lo prevé— en los ministerios de Estado, que (en principio) solo podrían clasificar un asunto con los grados de “confidencial” o de “difusión limitada”, pero que se exceden habitualmente con el uso del sello de “reservado” y “secreto”, que suponen el máximo nivel de impenetrabilidad, según aseguran a este periodista miembros de los Ministerios de Defensa, Interior y Exteriores.

El segundo sistema de clasificación es a través de una ley específica. Por ejemplo, sobre el Catálogo de Infraestructuras Críticas o el Centro Nacional de Inteligencia, donde, desde 2002, todo es secreto, desde sus actividades, organización, estructura interna, medios y procedimientos hasta su personal, centros de datos e instalaciones. Y, por supuesto, sus notas e informes.

En el CNI todo está clasificado. Hasta la cafetería. Y ofrece la paradoja de que, al tiempo que es el máximo productor y emisor de secretos en España (más del 90% de los que se crean), es el organismo encargado de “velar por el cumplimiento de la normativa relativa a la protección de la información” en toda la Administración. Se encarga de la redacción de las normas de emisión, protección y uso de los secretos de Estado; de la investigación y la habilitación de los que los manejan (incluidos los contratistas); del registro de los que hay; de la recepción y salvaguarda de los que llegan del exterior; de la comprobación y homologación de los sistemas de transmisión, y de la inspección de las instalaciones donde se custodian, tanto dentro como fuera de España. Cuentan los afectados por las visitas de los hombres de negro de la Oficina Nacional de Seguridad que son unos inspectores puntillosos, normalmente militares, y que no se casan con nadie. Son probablemente los únicos que saben lo que hay.

En el CNI todo está clasificado. Hasta la cafetería. Es el máximo productor y emisor de secretos en España
Porque el CNI atesora en los sótanos de su sede en la Cuesta de las Perdices de Madrid (a mitad de camino de La Moncloa y La Zarzuela) el mayor catálogo de secretos de Estado (en papel y en microfichas), como heredero de los fondos documentales del último servicio de información de la dictadura (el Seced, 1972-1977) y el primero de la democracia (el Cesid, 1977-2002). Por si había duda por parte de los historiadores de dónde se encontraban algunos de los grandes enigmas de nuestro pasado reciente (el sumario del 23-F está blindado en el búnker del Tribunal Supremo y no se podrá ver hasta 2031), el exdirector del Centro Alberto Saiz resolvió esa duda durante la Comisión de Investigación de los atentados del 11 de marzo de 2004: “El Centro Nacional de Inteligencia tiene un servicio de documentación que almacena ordenadamente toda la información que genera y que ha generado el centro con sus antecedentes. La información está allí y está al alcance de las personas que la manejan, está toda almacenada ordenadamente. Esa información solo se escapa cuando deja de ser propietario de su custodia en exclusiva el Centro Nacional de Inteligencia”.

El tercer sistema de clasificación del que dispone el Gobierno (y el más utilizado) es la definición de grandes áreas por las que queda declarado secreto cualquier documento originado bajo esa coraza de “seguridad nacional”, sin necesidad de ninguna justificación. Es una clasificación exprés. Según los sucesivos acuerdos del Consejo de Ministros de 1986, 1995, 1996, 2010, 2014 y 2015, quedarían protegidos por ese velo de opacidad la inmensa mayoría de los documentos relacionados con los asuntos militares, las relaciones diplomáticas, la lucha antiterrorista y contra el crimen organizado, y los gastos reservados; cualquier dato sobre los servicios de información civiles y militares, y los contratos del sector público relacionados con la defensa y la seguridad entre otros muchos.

De esa clasificación de alta velocidad y de la dificultad para desclasificar surge la saturación de secretos. Clasificar es sencillo. Aunque es secreto saber cómo se hace. La realidad no es tan complicada. Por ejemplo, un analista del Ministerio de Defensa produce un documento y decide que es confidencial porque incluye información sensible sobre terceros países o alude a fuentes cerradas. Con la autorización de su superior (normalmente un general), que daría el visto bueno a la versión final del documento, ese papel quedaría de inmediato clasificado. Pregunto a un alto mando militar: “¿Sin ningún acto administrativo formal? ¿Sin consultar al Gobierno?”. Responde: “No. Solo hay que hacer el registro y encargarse de su control y custodia, y de la de sus copias. Y ya está. El problema es si luego se maneja adecuadamente, o se fotocopia, se lleva a casa o se menciona en un e-mail o un whatsapp, o se destruye. Y ahí está en realidad el punto débil de los secretos de Estado: el factor humano”.

Aún resulta más sencillo el proceso en el Ministerio de Exteriores, donde históricamente y de manera generalizada cada comunicación de sus embajadas con Madrid ha sido cifrada y clasificada fuera cual fuera su naturaleza. Y también en el Ministerio del Interior, donde prima el carácter operativo de la información sobre los precisos protocolos de manejo de los secretos oficiales ideados por el CNI.

Según un alto mando de la lucha antiterrorista de la Guardia Civil, “tanto nosotros en el ámbito de terrorismo como en las unidades dedicadas a la lucha contra la delincuencia organizada, contamos con la declaración genérica de secreto sobre nuestra estructura, organización, técnicas, procedimientos y fuentes de información, así como de las propias informaciones que producimos, por lo que no se requiere ningún procedimiento ad hoc del Gobierno. Está clasificado de antemano. Todo lo que se produce en esta casa es secreto; no hay que someterlo a una continua clasificación. Ni hay que comunicárselo a nadie. Otra cosa es que en este tipo de unidades no vayamos al extremo de rigor en su manejo, porque para la práctica policial hay que ser más flexible; si no va contra tu eficacia, te entorpece. Y además hay que contar con recursos. Necesitamos registros seguros y comunicaciones cifradas. Y no siempre se tienen en el día a día. Pero, sí, ante la duda, la tendencia es poner el sello de secreto”.

El Archivo General de la Administración tiene 170 kilómetros de estantes distribuidos en las ocho plantas de un edificio anónimo y sin ventanas en Alcalá de Henares. Más de un millón de cajas repletas de legajos. El soporte del 80% de los documentos públicos sigue siendo el papel. Y el de la práctica totalidad de los documentos secretos del Estado. Sin embargo, las nuevas tecnologías de la información van a transformar en poco tiempo la forma en que esos secretos se creen, clasifiquen, almacenen, transmitan y se acceda a ellos. Y posiblemente, según los expertos, sean más sencillos de piratear que con los archivos físicos. Como se demostró con las filtraciones de WikiLeaks. En cualquier caso, los secretos están. Y rara vez se destruyen. Es cuestión de afrontarlos. Y decidir qué se hace con ellos. Porque en España son eternos. 


Fuente → elpais.com

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