Las sombras de la memoria


Las sombras de la memoria: La oscuridad tiene el poder de hacer nada del todo, de hacer creer a quien mira a su alrededor, sin poder ver nada, que realmente nada hay. Y sin embargo, ocultar algo de la vista, para desdicha de algunos, no significa que desaparezca, que se haya borrado de la realidad. No mientras, al menos aún quede alguien que lo viviese, que lo supiese, y tenga la capacidad de contarlo.

Mucho se ha hablado de la Guerra Civil, y mucho se ha contado de esos años, y de los que les siguieron, pero a veces me da la sensación, quizá sólo sea eso, una sensación, de que son pequeños focos de luz que iluminan partes concretas de una estancia muy muy oscura. Haces de luz que muestran verdades que permanecían ocultas entre las sombras, algunas de ellas inimaginables cuando al fin se muestran al descubierto, descarnadas, dolorosas y sangrantes aún a pesar del tiempo pasado.

A mí nunca me ha gustado la frase: Hay cosas  que es mejor no saberlas. Siempre he preferido conocer todas las variables posibles de la ecuación, para bien o para mal. Quizá sea porque, como enfermera, sé a ciencia cierta que cuando una herida cierra en falso, tarde o temprano acaba por abrirse de nuevo y es mucho más difícil de sanar. Además, prefiero otra frase, una de mi abuelo que dice: Lo que no se conoce, no se teme, y lo  que no se teme corre el riesgo de volver a repetirse.

Y hay una historia que me tocó el corazón cuando supe de ella, sobre todo porque no lo hice a través de los libros, sino del relato vivo de alguien que estuvo allí y la vio con sus propios ojos. La historia de un joven casaviejeño que, por azares de la vida, llegó como soldado a Los Merinales, uno de los campos de concentración del franquismo.

En el margen izquierdo de la antigua autovía entre Bellavista y La Motilla, en el lugar en el que hoy en día tan sólo hay un descampado en el que crece la maleza silvestre, se erigió el campo de concentración más grande de toda Sevilla y el último en cerrarse, llamado Los Merinales.

Cuando la Guerra Civil terminó Franco mandó construir una red de colonias penitenciarias a lo largo y ancho de toda España. Colonias penitenciarias… Un nombre suave, casi con aires de campamento, nada más lejos de la realidad, con el que denominar a los campos de trabajos forzados en los que hacinaron a miles de presos republicanos. Aquellos quienes sufrirían en carne propia una frase que popularizó el infame Hitler, modelándola incluso en hierro y sangre, en cada una de las ergástulas genocidas de la Alemania nazi. Arbeit Match Frei, El trabajo os hará libres. Una proclama tan dolorosa como falaz que pude leer con mis propios ojos en el campo de concentración de Dachau en la cancela que daba entrada al infierno. Y que aún me estremece sólo de recordarlo.


Campo de concentración de Dachau – M.J.Tirado

Mucho sabemos de los campos de concentración alemanes, pero muy poco de los españoles, en los que los perdedores fueron represaliados durante décadas sobreviviendo en condiciones infrahumanas. Con ellos acabaron compartiendo espacio presos comunes y también civiles que fueron apartados de las calles por el régimen por considerar que debían ser reeducados, mentalmente por supuesto, antes de reincorporarse a la Grande  y Gloriosa Nueva España.

Un total de 55 campos se extendieron por toda Andalucía, por los que pasaron 100.000 presos políticos. En la provincia de Sevilla se ubicaron once, una quinta parte.

En torno a ellos, poco a poco, sin medios y sin posibles, se fueron estableciendo en condiciones muy precarias las familias de muchos de aquellos presos. Produciendo núcleos espontáneos y asentamientos, muchos de los cuales aún se mantienen como Valdezorras, Torreblanca, Fuente del Rey o Bellavista. Núcleos en los que niños y niñas sin escuela, ni juguetes, ni juegos vivían en covachas y chozas al abrigo de sus madres, quienes trataban de contener el frío que se colaba por cada rincón de sus precarios hogares con el único abrigo de su cariño. En los que esas mujeres, madres, esposas e hijas, suspiraban y se tragaban las lágrimas con la esperanza de que sus maridos, padres o hermanos expiasen sus condenas de esclavos y, como en la antigua Roma pasasen a convertirse en liberatus. Si es que la neumonía, el agotamiento o el hambre no acababa con ellos primero. Eran familias a las que no les quedaba otra que conformarse con las migajas de poder ver a sus seres queridos al otro lado de las alambradas de espinos una vez por semana después de la Misa de Campaña. Madres, esposas, hijos e hijas que estiraban los brazos para intentar tocar las yemas de sus dedos, aún a pesar de herirse las manos. Mujeres que se sabían afortunadas en la desgracia, porque al menos ellas sí conocían dónde estaban sus maridos, muchas de sus amigas, hermanas o conocidas no, les habían perdido en las cunetas de la agonía.

Habitantes del poblado del Cerro, donde habitaban familiares de los presos.

Los Merinales fue inaugurado en 1940 y no fue clausurado hasta febrero de 1962, 23 años después del fin de la Guerra Civil española. Allí cumplirían condena unos 10.000 hombres, mano de obra esclava que construyó sin ninguna maquinaria, a base de brazos, picos y palas, un canal de 160 km. Un canal que convirtió en regadíos 80.000 hectáreas de secano y permitió enriquecerse aún más a las grandes familias de terratenientes andaluces. Un canal llamado Canal del Bajo Guadalquivir, que en 2006 en un acto de restitución pasó a llamarse El Canal de los Presos.

En diciembre de 1945, con un frío que se colaba hasta el tuétano, un casaviejeño arribó como soldado a aquel lugar para hacerse cargo con su compañía de la vigilancia exterior del campamento (la interior estaba a cargo de los porristas, que eran funcionarios de prisiones). Era mi abuelo, Francisco García Parra, que aún hoy a sus casi noventa y siete años, lo recuerda como si fuese ayer.

Me cuenta que él era muy joven, apenas llevaba ocho meses en el servicio militar y jamás había cogido con anterioridad un arma  que no fuese de caza. Que por la mañana, a los soldados un superior les asignaba un documento en el que había el nombre de varios presos, en ocasiones dos o tres, otras cuatro o cinco, y les decían la tarea que estos debían realizar ese día. Su cometido era vigilarles en su camino, a pie, al tajo designado y hacerse cargo de que cumpliesen con su cometido.

Recuerda que una vez le encomendaron llevar a cuatro de aquellos hombres a arreglar los baches de una carretera. Uno de ellos llevaba un pico, otro una pala y otros dos iban cargados con espuertas para transportar la arena. Mientras caminaban por el carril uno de ellos le dijo con cierta guasa: Soldado, somos cuatro. Si los cuatro echamos a correr, alguno se escaparía, ¿verdad? Y a él, a sus dieciocho años, se le removieron las entrañas con sólo pensarlo, las órdenes recibidas eran muy claras: Si vas con dos y uno intenta escapar, disparas al que está quiero y corres tras el fugado. Siempre cetme al hombro, en su interior rogaba que ninguno lo intentase.

Poco a poco fue ganando confianza en que ninguno lo haría, porque un día de trabajo esclavo les conmutaba por dos de condena y un intento de fuga les supondría la muerte por fusilamiento. Lo sabían muy bien en otro campo cercano, en La Corchuela, donde dos hombres fueron fusilados por su intento de fuga e hicieron desfilar al resto antes sus cadáveres como advertencia.  

Mi abuelo me cuenta que, a pesar de las circunstancias, en aquella época había cierta camaradería entre los presos y los soldados, tanto unos como otros sabían que estaban allí porque no les quedaba otra.

Francisco en el servicio militar – M.J.Tirado

Los presos eran conocedores de que los soldados pasaban un hambre atroz, porque quien debía proveerles el alimento se gastaba sus dietas en otros menesteres más oportunos, y en ocasiones su menú consistía en acelgas a medio hervir, con caracoles incrustados en las hojas. Por ello en más de una y de diez ocasiones compartieron, con quienes debían vigilarles, la mitad de su ración, volcando sus platos sobre los de los soldados a través de la doble alambrada. Siempre protegidos por el velo de la noche, porque si su superior tenía conocimiento de ello serían arrestados pues era mucho más honorable pasar hambre que recibir comida del enemigo. Así comió mi abuelo lentejas y patatas guisadas con las que acallar el hambre que le hundía el estómago y le trepaba por la garganta en un cuerpo de piel y huesos bajo el uniforme militar.

Me cuenta que allí había recluidos maestros, médicos, barberos… Que en otra ocasión le encomendaron llevar a un recluso, mecánico, a arreglar una hormigonera averiada. Que se dirigieron al lugar caminando más de un kilómetro, y al pasar junto a una venta, este, que le debió de ver joven y poco peligroso, le confesó que tenía escondida una pequeña cantimplora de metal bajo la ropa ajada y le dijo que le agradecería en el alma que se la llenase con aguardiente, pues, al estar recluido, hacía demasiado tiempo que no la probaba.

Mi abuelo se negó, ¿cómo podía pedirle algo así? Le respondió preguntándole que, si él marchaba a comprarle el aguardiente, ¿quién le vigilaría? El mecánico le dio su palabra de que no escaparía. No iba a arriesgarse a que le fusilasen, en un par de años acabaría su condena y podría volver a casa con su familia. Me dice que algo se le removió por dentro ante la súplica de aquel hombre y no fue capaz de negárselo. Le pidió que se escondiese tras la alta cuneta del camino y cumplió con su encargo caminando hasta la venta cercana, guardando la cantimplora en su macuto militar.

Aún hoy cuando lo piensa se repite lo temerario que fue hacer algo así. En su camino de regreso el miedo le atenazó, si el mecánico no se encontraba junto al camión podía ser él quien se enfrentase al pelotón de fusilamiento. ¿Cómo podría explicar que se le hubiese escapado si debía acompañarlo en todo momento? Pero al llegar, vio que estaba esperándole agazapado y cómo sus ojos se iluminaban al verle arribar con su secreta carga. Un fugaz soplo de felicidad nacida de la cosa más sencilla, pero a la vez inalcanzable.

A todos los presos les registraban a la entrada al campo, así que no fue hasta aquella noche cuando pudo devolverle la cantimplora. Se citaron en torno a la garita en la que a Francisco le tocaba guardia siempre, cada noche. Nunca más, le dijo. No volveré a hacerlo nunca  más, le advirtió. Y el preso asintió, agradecido.

Tiempo después, me relata, la compañía de soldados que les relevó fue sustituida por la Guardia Civil. Él fue destinado al servicio de un joven Álferez, en Sevilla capital, realizando labores de mozo de compras y servicio personal de la adinerada familia de este, pero esa ya es otra historia…

Y esta es sólo una de las mil batallas que vivió en aquel lugar en el que, incluso habría casaviejeños recluidos entre aquellas alambradas a lo largo de los años en los que estuvo funcionando, con los que mi abuelo no coincidiría en el tiempo, estos fueron; Domingo Vidal Durán y Francisco Ortiz del Río (podéis saber más de ellos en este fantástico post de Salus (historiacasasviejas.blogspot.com)

En cuanto tuve conocimiento de su publicación le regalé el libro El Canal de los Presos, fue un regalo que le emocionó, que hizo brillar en sus ojos el recuerdo de todo lo vivido allí, que leyó con devoción durante meses y guarda en un sitio de honor en su pequeña biblioteca. 

Me encanta oírle hablar, imaginarme al joven Francisco recién salido del pueblo, vestido con un uniforme militar que había pertenecido a otros muchas soldados, enfrentando lo que le había tocado vivir, sobreviviendo al hambre y a la tristeza de lo que veían sus ojos cada día, ayudando en la medida de lo que estaba en su mano, y escuchar sus relatos, porque forman parte de la memoria viva de nuestra historia. Porque ofrecen pequeños haces de luz con los que desterrar las sombras de la memoria. Porque sus palabras son historia viva de nuestra tierra, de nuestro pasado, de nosotros, y lo que él, lo que ellos vivieron, de uno u otro modo nos ha traído hasta aquí, hasta hoy, hasta nuestro presente.

María José y Francisco

Ahora que parece que, en estos tiempos que vivimos, a algunos les incomoda que haya quienes queramos conocer cada pequeño fragmento de esa historia yo me quedo con su frase: Lo que no se conoce no se teme, y lo que no se teme corre el riesgo de volver a repetirse.

Te quiero abuelo.


Presos construyendo la cimentación de los barracones de Los Merinales

“…los 22 kilómetros del que va de Los Palacios al Aeropuerto de San Pablo lo hicieron a pico y pala los presos políticos. Dos mil hombres con turnos de día y turnos de noche de la Colonia Penitenciaria Militarizada —contesta Alfonso—. Recuerdo haberlos visto trabajar cubiertos sólo con taparrabos y custodiados por la Guardia Civil. Son cosas que no se olvidan. Era cuando iba a veranear a Málaga, tendría poco más de diez años. Al pasar el tren por Los Merinales mis hermanos y yo nos asomábamos a las ventanillas del tren para mirarles. Una vez, un hombre que iba en el departamento dijo: Miren cómo trabajan los rojillos. Así aprenderán a no insultar a los señores. Alfonso calla, Armando también”. (Por el río abajo, Albia Literaria, Libraire du Globe (Colección Ebro, París, 1966. Armando Salinas, Alfonso Grosso.)

Cuatro metros cúbicos excavados, por persona y día. Mientras el cupo no esté completo, la jornada no termina. Esa era la consigna.


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