El centro del terror franquista: la comisaría de la calle sevillana Jesús del Gran Poder

El centro del terror franquista: la comisaría de la calle sevillana Jesús del Gran Poder: Cuando la Compañía de Jesús fue disuelta, el gobierno de la República transformó su residencia en Sevilla en Escuela Normal del Magisterio y una escuela práctica, así como en Inspección Provincial, Consejo Provincial de Educación y una escuela graduada. Destacados y conocidos profesores sevillanos pasaron por sus aulas, como Ramón González-Sicilia y su hermano Andrés, o los hermanos José y Joaquín León Trejo, ambos asesinados tras el golpe militar.

La rebelión de los militares golpistas en Julio del 36 convirtió el edificio en cuartel de milicias cívicas, al mismo tiempo que los jesuitas empezaron a trasladarse a la que fue su residencia. Las instalaciones habilitadas para detención y represión estaban desbordadas con la enorme cantidad de detenidos. El capitán franquista Manuel Díaz Criado se instaló en la Comisaría de Investigación y Vigilancia de Jáuregui, ordenando la ejecución del jefe de la Brigada Político-Social Emilio Sanz. Se habilitaron como cárceles improvisadas la Prisión Provincial, el barco-prisión Cabo Carvoeiro, los cines Jáuregui y Lumbreras, los sótanos de la plaza de España y varios recintos más. Todos los cuarteles y recintos militares de la ciudad atestaban también sus calabozos de detenidos. La Casa del Pueblo sirvió de sede a la Brigadilla Social de Falange.

En agosto de 1936 se ubicó la Delegación de Orden Público en la residencia de los jesuitas de la calle Palmas, que volvió a denominarse Jesús del Gran Poder. Era un edificio espacioso y con suficiente equipamiento, los jesuitas ocupaban los números 46 al 52 de la calle Palmas y 39 al 45 de la calle Trajano. Falange organizó la llamada Brigadilla de Ejecuciones dirigida por Pablo Fernández Gómez e integrada por voluntarios. Ese grupo se encargó hasta mediados de septiembre del asesinato de las personas comprendidas en las listas X-2 (denominación de pena de muerte en clave militar) que recogían del capitán Díaz Criado. Los detenidos eran recogidos de los diferentes lugares en los que estaban recluidos y llevados al sitio que la brigadilla les daba muerte. En septiembre, los falangistas fueron sustituidos por regulares, los asesinatos se concentraron en las tapias del cementerio y la mayoría de las víctimas salieron desde la comisaría de Jesús del Gran Poder.

Díaz Criado se rodeó de un numeroso grupo de colaboradores, y contó con la inestimable ayuda de la Brigadilla Especial que dirigía el alférez de la Guardia Civil José Rebollo, gran conocedor durante años de los izquierdistas sevillanos, y cuyos integrantes destacaron en los interrogatorios y torturas que se llevaron a cabo. También guardias de seguridad se sumaron al grupo, entre ellos el conocido cabo Plaza y algunos soldados como el Soldadito (José Ponce Fernández), que pronto sería muy conocido en ese escenario de terror. Otros destacados militares como el capitán Andrés Portabella, fueron asiduos de la delegación durante meses.

La comisaría del Gran Poder, como solía llamarse, se convirtió en el lugar obligado de visita para todos aquellos familiares que buscaban a los cientos de detenidos que desaparecían continuamente de sus domicilios. Los llantos y gritos pasaron a ser el decorado habitual de la gran checa del fascismo en Sevilla. La comisaría pasó a convertirse en el último lugar desde donde los detenidos partían para morir en las tapias del cementerio de Sevilla. El cuarto de tortura donde interrogaban a los presos, llamado cuarto del piano, era la antigua clase de Fisiología. Había un cencerro muy grande para que no se oyeran los interrogatorios. Las vitrinas, llenas de varas de acebuche y de vergajos.

El siniestro patio n.º 3 era la última morada de los condenados a muerte. Siempre lleno de gente diferente, puesto que los que entraban por la mañana habían de ser fusilados por la noche. De madrugada, entre las 2 y las 3, el tráfico se detenía en la calle para sacar a los que iban a matar esa noche. Algunos, en tal mal estado después de los interrogatorios, eran arrastrados hasta las camionetas. El silencio de la noche era roto por los gritos de los presos, cuando salían regularmente hacia el lugar de ejecución, con el puño en alto y dando gritos y vivas a la Revolución, a la República, al Frente Popular, a Lenin, a Bakunin, etcétera. Y así un día y otro. Centenares de sevillanos se hacinaron en ese edificio de muerte durante varios meses desde mediados de agosto de 1936.

Los jesuitas, que habían recuperado por la fuerza su residencia, dedicaron mucha actividad a la preparación cristiana ante la muerte de los detenidos. Durante años fueron muchos los sevillanos que dejaron de pasar por dicha calle para no tener que contemplar ese templo de la muerte que tantos aciagos recuerdos provocó.


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