La mano que fundía leones: la estanquera dinamitera

La mano que fundía leones: la estanquera dinamitera: Rosario la «dinamitera» terminó sus días como estanquera en Vallecas. Miguel Hernández le dedicó un poema y Ortega y Gasset se emocionó al conocerla. Perdió la mano derecha al explotarle un artefacto explosivo combatiendo el fascismo

Durante años, en pleno centro de Madrid, en la plaza de Cibeles, vendió tabaco de contrabando y también cajetillas de cerillas. También en el proletario barrio de Vallecas, donde regentó un pequeño estanco en la calle Peña Prieta. Muchos la conocían porque era una mujer lisiada a la que le faltaba una mano. Casi todos desconocían su historia, que había decidido guardar para tiempos mejores, con el final de una dictadura que detestaba. Había logrado salvar su vida, evitando ser fusilada, pero fue condenada a treinta años de prisión. Su nombre viajaba en un verso. La llamaban Rosa, Rosario, y había sido la dinamitera del poema de Miguel Hernández, que la conoció en tiempos de combate y dedicó su poemario Vientos del pueblo (1936-1937): «Rosario, dinamitera, / sobre tu mano bonita / celaba la dinamita / sus atributos de fiera. / Nadie al mirarla creyera / que había en su corazón / una desesperación / de cristales, de metralla / ansiosa de una batalla, / sedienta de una explosión. / Era tu mano derecha, / capaz de fundir leones, / la flor de las municiones / y el anhelo de la mecha / ¡Bien conoció el enemigo / la mano de esta doncella, / que hoy no es mano porque de ella, / que ni un solo dedo agita, / se prendió la dinamita / y la convirtió en estrella!».

«Rosario fue hasta la calle San Bernardino, a su número 10, donde tenía instalada su sede la Juventud Socialista Unificada, y se alistó voluntaria para marchar a la línea del frente sin tener idea de manejar un arma»

Rosario fotografiada por José Díaz Casariego

Rosario la «dinamitera» antes de su accidente

No contaba ni con la mayoría de edad cuando Rosario Sánchez Mora se sumó al levantamiento en armas ciudadano en aquel fatídico sábado del 18 de julio de 1936, cuando el país seguía con el corazón en el puño las noticias de una rebelión armada encabezada por militares facciosos que contaban con apoyo de tropas moras. Al principio, la noticia no parecía resultar posible. Los golpes y asonadas eran frecuentes, pero también las falsas alarmas. Aquella no lo era. Había que vigilar los movimientos de los militares, el Cuartel de la Montaña, defender como fuese el Paseo de Extremadura. Rosario fue hasta la calle San Bernardino, a su número 10, donde tenía instalada su sede la Juventud Socialista Unificada (lo mismo que los anarquistas marchaban en masa hasta la calle de la Luna, donde estaba su sede y, tras romper el candado que la había clausurado, repartieron armas y organizaron los Comités de Defensa). Estaba situado a escasos metros de donde hoy se alza el edificio okupado del neonazi Hogar Social, y se alistó voluntaria para marchar a la línea del frente sin tener idea de manejar un arma. Una vez allí se puso a las órdenes de un miliciano que pronto se convirtió en santo y seña del antifascismo más mortífero, El Campesino, hombre hábil con las armas y la estrategia militar. La guerra, por momentos, era un tanto extraña. El enemigo casi no se veía pero se escuchaba. No sabía ni tan siquiera disparar y, que sepamos, fue a la batalla sola. Días más tarde pasó a formar parte de una brigada que conllevaba evidentes peligros, la de explosivos. El material era precario, a lo sumo botes de leche condensada llenos de clavos con cristales y dinamita. Rosario sabía lo justo, lo que puede aprenderse rápido y corriendo. El 15 de septiembre, mientras manipulaba un cartucho, este explotó reventándole su mano derecha. En el hospital, a punto de perder la vida, fue visitada por sus compañeros y por un filósofo ya famoso, Ortega y Gasset. No sabemos si le dijo eso de «Yo soy yo y mi circunstancia », pero conocerla le dejó impresionado. Rosario no había perdido la sonrisa ni la esperanza.

Rosario, segunda por la derecha, junto a otras milicianas

LA ESTANQUERA DINAMITERA
La operación salvó su vida. Por decisión propia, quiso regresar al combate lo antes posible. Vitoreada por sus compañeros, pasó a formar parte del Comité de Agitación y Propaganda. Más tarde serviría de enlace, llevando la correspondencia y las misivas y comunicaciones entre los mandos republicanos.

Cuando todo se vino abajo, al igual que otras miles de personas, fue al peor lugar posible, a la encerrona de Alicante donde la detuvieron y encarcelaron. Pasó por varias prisiones. Conoció la infame cárcel de mujeres de Ventas. Su encierro duró tres años. Compartió celda, entre muchas otras, con María Purificación Gómez, primera alcaldesa de Galicia en la II República. Tras lograr acceder a los beneficios penitenciarios franquistas, con unas cárceles a rebosar, se le conmutó por la pena de destierro. El escritor Carlos Fonseca le dedicó un libro, Rosario Dinamitera. Una mujer en el frente (Temas de Hoy, Madrid, 2006). Murió en abril de 2008 entre banderas republicanas y comunistas, pero antes dejó su propio testimonio de sus días como dinamitera:

Rosario, ya anciana

«La sangre salía y salía, y yo solo tenía sueño, mucho sueño, solo quería dormir»

«Tras presentarme como miliciana voluntaria, el 20 de julio de 1936, me destinaron al frente de Buitrago, y allí me nombraron para trabajar en una rudimentaria fábrica de armas, en mitad de la primera línea de fuego. Esta fábrica se había montado en una casa destruida por las bombas y los morteros. Nos nombraron la sección de dinamiteros, y la misión nuestra, a partir de esos momentos, fue la de fabricar bombas de mano, teniendo como envases los botes de leche condensada. Esta casa estaba entre Buitrago y Gascones. Todo era rotativo: la fabricación de bombas, las guardias, y las pruebas de las bombas. En la madrugada del día 15 de septiembre de 1936, estalló en mi mano derecha un cartucho de dinamita, arrancándola de cuajo. Al parecer la mecha estaba húmeda (había llovido por la noche), pues, aunque todos los materiales estaban en el rincón de la casa que estaba a cubierto, algo había salpicado por los huecos, y había ablandando la mecha. Estábamos intentando hacer una descarga cerrada, colocados en una fila atravesada. Yo estaba en la punta izquierda, de modo que mi brazo derecho rozaba al compañero que estaba a mi lado. Cuando me encendieron la mecha (se iba por orden), la mecha empezó a silbar. Alguien dijo: ¡tírala! Otro gritó ¡No la tires! Yo, con toda rapidez de reflejos, pensé que si la tiraba hacia adelante, podía salpicar la dinamita a los ojos de varios compañeros y a los míos. Como mi brazo derecho, en cuya mano tenía el cartucho, estaba cerca de un compañero, pensé en darme la vuelta, y, aunque lo hice con toda rapidez, no fue lo suficiente, y, antes de que me diera tiempo a soltarla ¡estalló! Recuerdo que no lloré, ni grité. Aún, en esos gravísimos momentos, La Chacha —como así me apodaban— quería dejar muy claro que, la mujer, sabía y podía luchar y morir por defender sus libertades, por todas las que amparaba la Constitución Republicana. Esto ocurrió después de luchar varias semanas con los dinamiteros. Por allí no había ni una camilla, ni sanitarios, y el botiquín más cercano estaba en el pueblo de Buitrago. Con los gritos de los compañeros habían venido luchadores que debían de estar cerca de nosotros, pero que nos eran desconocidos, al menos para mí. Uno de ellos, de unos 30 o 35 años, de mucha estatura y anchas espaldas, se atrancó las cintas de las alpargatas, y me ató fuertemente el brazo por dos sitios, por encima y por debajo del codo, y me cogió en brazos, ya casi sin conocimiento, pues, cuando me veía caer después de la explosión, primero me senté en el suelo, y luego me tumbé. La sangre salía y salía, y yo solo tenía sueño, mucho sueño, solo quería dormir, pero gracias a este compañero (que me salvó la vida) sigo viviendo. Buscó una carretera, se puso en la mitad conmigo en brazos, y paró un coche que pasaba hacia Buitrago. En el botiquín me hicieron la primera cura, y me pusieron la inyección antitetánica y la anticangrenosa, y, rápidamente, avisaron a una ambulancia para que me llevara al pueblo de La Cabrera donde habían instalado un hospital de sangre de la Cruz Roja. Varias personalidades se ocuparon de interesarse por mi salud. Francisco Galán, dos veces al día, pedía al hospital informes de mis heridas. Hubo varias llamadas de jefes y oficiales de aquella zona preguntando a los médicos por mí, y el primer día y el segundo fue a visitarme Ortega y Gasset, y este fue el que se lo comunicó a mi padre, personalmente, en el pueblo. La misma noche del segundo día se presentaron en el hospital en que yo me encontraba, mi padre, mi madre, y tres personas de mi pueblo. Los médicos salieron al encuentro de mi padre para prevenirle de lo grave que estaba, pero que no se asustara, que había alguna esperanza dada la fuerza de mi naturaleza. Mi padre les dijo: “Tengo 5 hijos. Si todos pierden la mano por lo que la ha perdido esta, bien perdida está”».


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