

Escríbeme a la tierra: 26 diciembre, 2018 / Por María Jesús Ruiz
En 2017, con motivo del 75º aniversario de la muerte del Miguel Hernández, el Ministerio de Defensa homenajeó al poeta en la Antártida, concretamente en Isla Decepción, en donde un grupo de soldados españoles cumplían una misión de apoyo a las investigaciones científicas. Allí colocaron un pequeño busto de bronce del escritor y hasta allí hicieron llegar un puñado de sus libros, supuestamente destinados a aliviar con versos el frío de las noches antárticas; también desde allí los soldados destinados pidieron recibir cartas, para así sumar al homenaje a todos aquellos que quisieran recrearse en la labor poético-epistolar del autor de “el palomar de las cartas”.
Me cuesta pensar que Miguel Hernández hubiera aprobado la idea de repartir su poesía entre militares del todo ajenos a la causa republicana. Creo que solo su proverbial bondad y el hecho de que la cosa ocurriera en Isla Decepción habrían animado al poeta a ver este homenaje con buenos ojos. Por lo demás, creo que poco tienen que ver las cartas del esposo soldado escritas por el de Orihuela con esas otras cartas reclamadas por nuestro Ejército de Tierra.
Les supongo a éstas, las de nuestra moderna ingeniería militar, intenciones propagandísticas y patrioteras, voluntades nacionalistas y temores televisivos de nación fragmentada. En el contexto de la Guerra Civil y la posguerra, sin embargo, cuando verdaderamente la grieta de sangre atravesaba este país, las canciones epistolares de Miguel Hernández hablaban de amor, construían abrazos, actualizaban una y otra vez el cuerpo blanco de la carta como paloma herida. En la geografía sin tiempo de la poesía, eran hermanas de lo que Pedro Salinas bien calificó como “la mejor carta de amores de la literatura española”, la que desde su penar en Montesinos envía Don Quijote a la dulcísima Dulcinea: “Soberana y alta señora: el ferido de punta de ausencia y el llagado de las telas del corazón te envía la salud que él no tiene. Si tu fermosura me desprecia, si tu valor no es en mi pro, si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita…”.
Es probable que nuestro declive de las emociones tenga que ver con el declive de las cartas, con la pérdida de la epístola como objeto tangible, consolador al tacto, evocador al olfato, alentador a la vista. La carta se hace género literario cuando la literatura inventa el amor, cuando Petrarca y Garcilaso construyen un código de gestos que va de del amor de oídas al amor de vista, de este al roce, del roce al intercambio de una carta, de la carta a los ojos, de los ojos al cuerpo. Así fueron durante siglos las palabras escritas: no inmediatas.
La carta existía por sí misma, decía ella sola lo que llegaría o no a oírse. Cartas sin rumbo enviadas por las madrinas de guerra al frente (“Si me quieres escribir / ya sabes mi paradero”), esperadas por la soltera Doña Rosita (“una carta de un novio no es un devocionario”), dictadas torpemente por los enamorados a los escribidores mexicanos de la Plaza de Santo Domingo, cantadas en los corros infantiles como posibilidad amorosa (“Un capitán de un barco / me ha escrito un papel / a ver si quería casarme con él…”), extraviadas en la vida extraviada de una desconocida (“Solo a ti quiero hablarte, decírtelo todo por primera vez…”).
Pero nuestro Ministerio de Defensa juega mal sus cartas, nos pide escribir a la Antártida con versos malversados (“Aunque bajo la tierra / mi amante cuerpo esté, / escríbeme a la tierra, / que yo te escribiré”), burlando la obviedad de que no podemos escribir a la tierra, comunicarnos con los muertos que tenemos en nuestra tierra, en nuestras fosas comunes y en nuestras cunetas, exhumar sus cadáveres anónimos y darles nombre. A quien corresponda: no busquen propaganda poética en la Antártida, por muy poético –y muy real– que resulte el nombre del lugar: Isla Decepción.
Fuente → caocultura.com
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