La construcción histórica de los conceptos de ‘preso político’ y ‘preso social’ en la España contemporánea


“La sopa llegaba puntual. Puntualmente le despertaban y le sacaban de paseo. Todo se sucedía en la celda con puntualidad, con rigor e inflexibilidad. A veces le parecía increíble. Debido a una extraña inversión, pensaba como si aquel orden procediera de sí mismo, aunque sabía que le era impuesto” 

(Moosbrugger, pobre, trastornado y encarcelado como asesino confeso y condenado a muerte, personaje de El hombre sin atributos, de Robert Musil). 

“Por terribles y absurdos que fueran los sufrimientos a que estaban sometidos los llamados presos comunes, sus torturas antes y después del juicio tenían por lo menos una apariencia legal; en cambio, en lo que se refería a los políticos, no existía ni siquiera esa legalidad”
(Nejliúdov tras conocer a presos políticos, personaje de Resurrección, de Tolstoi).

El preso con atributos

El hombre sin atributos se adaptaba a sí mismo y al caos y al absurdo de la realidad de aquel país decadente que Musil llamó Kakania, trasunto del imperio austro-húngaro que se daría de bruces con el fallo civilizatorio de 1914. Y en esa otra Kakania igualmente real e imaginaria, la del universo penitenciario contemporáneo, el preso sin atributos ha de ser adaptado a la fuerza. Desindentificado y despersonalizado, logra institucionalizar su conducta y su personalidad. La “prisionización” triunfa fatalmente sobre la naturaleza de un preso cuando él y la prisión parecen una misma cosa. Reconocer, pues, las cualidades de las personas encarceladas es un imperativo moral. Pero también es una necesidad metodológica. Hay atributos de los presos –políticos, sociales, comunes– que, con ser demasiado genéricos, son imprescindibles para conocer la experiencia vital, las circunstancias y las motivaciones que llevaron a las personas encarceladas ante los tribunales de justicia. Ineludibles para la historia social y las ciencias sociales, también deberían ser considerados por el derecho penal y penitenciario.

Si aceptamos que los conceptos “preso político” y “preso social” tienen una historia que se entiende por su relación contradictoria con la noción de “preso común”, admitamos también que esa historicidad sólo puede hacerse inteligible observando su discurrir a través del tiempo y a lo largo de los regímenes políticos, incluyendo los democráticos. La construcción histórica de los conceptos “presos políticos” y “presos sociales” nos habla de experiencias de creación y reafirmación de identidades en disputa con el sistema de control político y punitivo, por un lado, y con la cultura punitiva del momento, por otro. Han sido y siguen siendo formas de autoidentificarse como presos con adjetivos apreciables, frente a la práctica penal-penitenciaria que estigmatizaba al preso sin cualidades. El preso común. El criminal. El que no puede evitar una criminalización total.

La construcción histórica de los conceptos “presos políticos” y “presos sociales” nos habla de experiencias de creación y reafirmación de identidades en disputa con el sistema de control político y punitivo

En España esta discusión estuvo a la orden del día y fue un lenguaje común del movimiento libertario y de cierta izquierda radical durante la transición, al calor de los motines carcelarios que impulsaron los presos integrados en la COPEL. Sin embargo, se diría que acaba de descubrirse a propósito de los presos políticos independentistas. Difícilmente podríamos encontrar estudios que pusieran en tela de juicio que los presos antifranquistas fueran presos políticos de un régimen que, mientras no admitía esa tipificación penal, conculcaba de manera sistemática los derechos humanos. No obstante, y tomando la propia experiencia de los presos antifranquistas como argumento de peso, la disputa se ha reabierto cada vez que se ha denunciado la existencia de presos políticos en el actual régimen democrático, e incluso cada vez que alguien se ha limitado a describir el carácter político de determinados colectivos de presos cuyas motivaciones eran manifiestamente políticas (los penados por delitos relacionados con la lucha armada y el terrorismo, los militares golpistas del 23-F, distintos grupos de activistas cuyas protestas se enjuiciaron como actos vandálicos, estragos o sabotajes, etcétera). Son muestras de un enfrentamiento que, por un lado y no sin controversia interna, intenta minimizarse y hasta amordazarse en el campo del penalismo, invocando la literalidad de las tipologías de los códigos penales; mientras que por otro, se llena de matices en el terreno de las ciencias sociales, donde, por cierto, esta problemática tampoco puede quedar reducida a porfiar sobre los presos políticos en general y los independentistas catalanes en particular.

Además de añadirse una acepción más, la que representarían los “presos de conciencia” (así categorizados por organizaciones defensoras de los derechos humanos como Amnistía Internacional), en el seno de las asociaciones de apoyo a las personas encarceladas se ha debatido y escrito mucho acerca de la naturaleza “social” de esa delincuencia que convencionalmente suele denominarse “común”, una conceptualización vulgar y grosera que escamotea la cualidad de las personas presas y la realidad de sus penalidades, y que debe ser deconstruida echando mano de enfoques críticos que contemplen categorías como las de clase, etnia y género. Por último, y para cerrar este elenco de atribuciones, recuérdese que también se habla de la infrarrepresentación (no casual) en las prisiones de los llamados delincuentes de “cuello blanco”, una manera de representar a penados provenientes de las elites políticas, funcionariales y económicas, por casos de corrupción o por distintas tropelías de índole financiera o empresarial.

¿Presos políticos en un sistema democrático?

Puede parecer que las legislaciones de los países democráticos, y con ellos España, han despachado este asunto con meridiana claridad. Pero no es así. En cualquier democracia esta cuestión se sitúa siempre en un terreno de confrontación y subjetividad. En España la polémica estalló con una virulencia sin parangón en el otoño de 2017, cuando la respuesta judicial al conflicto catalán confrontó a instituciones y agencias de poder (mediáticas, políticas, académicas y judiciales) que afirmaban o negaban la calificación de “presos políticos” a los cargos políticos y a los activistas que habían promovido el proceso independentista en Cataluña. La controversia, con tribunales europeos de por medio y ríos de tinta que también han llegado a los estudios académicos, se ha centrado en el campo de los déficits garantistas de los procedimientos y sobre todo en la tipificación de los delitos, pues destacan sobremanera la rebelión y la sedición, delitos que históricamente han sido considerados de naturaleza eminentemente política. La prisión preventiva y las órdenes de extradición de acusados que huyeron de España también ha colocado en un lugar central del conflicto la controversia en torno a si los encarcelados del procés han de ser considerados “presos políticos”, pero esto último ha discurrido por sus caminos más naturales (las distintas opciones ideológicas, el enconamiento de los posicionamientos públicos y el recurso a la denuncia y la movilización política). En un país en el que las agencias políticas y mediáticas usan con desparpajo las expresiones “derechas” e “izquierdas” judiciales, ha sido en el ámbito judicial donde más atronadoramente ha sonado la negación del atributo “político” a estos presos.  

La codificación penal de una democracia no suele hacer distingos. No existen “presos políticos” como tampoco existen “presos sociales”. Ni tan siquiera existen “presos comunes”

La codificación penal de una democracia no suele hacer distingos. No existen “presos políticos” como tampoco existen “presos sociales”. Ni tan siquiera existen “presos comunes”. En las prisiones actuales hay “internos” e “internas”, como en la segunda mitad del siglo XIX había “corrigendos” y “corrigendas”. Legalmente hay, en todo caso, presos y presas con todas las garantías de un Estado democrático y de derecho, obviando que el garantismo tiene niveles máximos propositivos (Ferrajoli dixit) y niveles mínimos tan restrictivos que pueden chocar con los propios principios garantistas. El silogismo de la legalidad formal puede despachar como impropio cualquier otro tipo de lectura. Si no existen delitos políticos, no cabe hablar de presos políticos. Eso está fuera de la acción de la justicia. Y, siguiendo con el peso de la lógica, no cabe admitir que la justicia dicte órdenes extrajudiciales.

Semejante justificación se ofrece más como un pronunciamiento que como un razonamiento que contemple la posibilidad real de que el discurso de la legalidad democrática riña con la práctica de esa misma legalidad democrática. Salvaguardar esa idea y asumir esta contradicción requiere algún ingrediente más que la lealtad a los principios constitucionales y al consuelo que puede brindar la posibilidad de los recursos y las apelaciones que el ordenamiento jurídico español ofrece a los justiciables. Obviando lo que va de suyo –el peso sobre la voluntad de todos los actores (incluyendo los jueces) de las ideologías que se hacen hegemónicas en un clima de opinión azuzado por un conflicto político–, ha de sustentarse en los efectos culturales de determinadas “ideologías penales”, por ejemplo, las que podíamos denominar como neo-retribucionistas (trasversales a eso que llaman “izquierdas” y “derechas” judiciales), posicionamientos penológicos que se inclinan por un punitivismo más o menos atemperado, más o menos desproporcionado, y que obviamente no conciben el Derecho como herramienta de resolución de conflictos sociales y políticos.

Admitamos que una definición del delito político, por cabal que resulte, no puede ser asumida por la ideología penal de quien la entiende como mera retórica de agitación. Pero no es menos cierto que transigir con ese postulado puramente legalista nunca puede ser neutral respecto de un conflicto de tipo político que está siendo derivado hacia la instancia judicial, una sensación desasosegante que en el pasado hubo de afectar a muchos juristas. Tal y como se detallará más adelante, en España, al igual que otros países europeos, la literalidad de los códigos penales siempre estuvo mediatizada por lo que otras normativas reglamentaban (las leyes penitenciarias y las regulaciones de las medidas de gracia).

Primeras controversias: “delitos políticos”, no. “Presos políticos”, sí 

El sintagma “delito político” no aparece como tal en ningún código penal de la España contemporánea. Dentro del campo semántico de las tipologías delictivas es en todo caso una categorización metajurídica, que suele presentarse expandido y matizado (verbigracia, “delitos de índole política”, como la rebelión, la sedición, contra la forma de Estado, contra la Constitución, etcétera). Sobre todo es una manera de agregar y calificar con criterios políticos conductas transgresoras que se han realizado apelando a razones políticas. Hablar, pues, de “delitos políticos” pertenece al campo de lo político, es un concepto político. Literalmente no aparece en el articulado del Código penal de 1995, el de la actual democracia. Pero tampoco en el del franquismo, ni en ningún otro código penal anterior (desde el liberal de 1822 al republicano de 1932 pasando por los de 1848, 1870 y 1928). Sin embargo, nadie que conozca la historia de España podrá deducir por ello que no hubiera “presos políticos” y que no fueran nombrados de esa manera literal en cada una de las épocas, después de haber sido acusados de protagonizar actos delictivos con motivaciones manifiestamente políticas.

El entramado legal en su conjunto no ha podido sustraerse a esas evidencias desde el siglo XIX. Por eso, el hueco del articulado penal fue rellenado con otras normativas, leyes o reglamentaciones, o con decisiones gubernativas en materia penal (amnistías, indultos y diferentes medidas de gracia). Los poderes del Estado, incluyendo la propia justicia, tuvieron que admitir implícita o explícitamente la existencia de “presos políticos” (e incluso “presos sociales”). Esto mismo ya había ocurrido antes en la Francia revolucionaria, cuando en el Código penal de 1791 los delitos políticos quedaron soterrados como “lèse majesté” y poco después se dictaron normas para procurar un trato más benigno a los presos políticos. No era algo que dejara de preocupar en cualquier país europeo, aunque siempre hubo problemas de desenfoque dependiendo de si los presos por razones políticas eran del propio país o venían de fuera, huyendo, lo que animó a regular el derecho de asilo (Inglaterra, 1815) y a no permitir la extradición (Bélgica, 1833). El inglés reformista Jeremy Bentham, más conocido por su famoso panóptico, preocupado por el funcionamiento de las cárceles y por los criterios de separación de los reos, no dudó en identificar a los presos por delitos contra el Estado como presos políticos.

Para explicar la genealogía de esos conceptos en la historia de España, obviando que ya estuvo latente en algunas obras de ilustrados del siglo XVIII, vayamos por fases: en la primera podrá verse que, desde mediados del siglo XIX, aparecerá la noción de “preso político” al socaire de los conflictos carlistas y con el impulso legislador del liberalismo progresista; y en la segunda comprobaremos que, en las primeras décadas del siglo XX, con el empuje del anarquismo y el movimiento obrero, surgirá la idea de “preso social” (y la de “preso político-social”), hasta su colofón durante el gobierno del Frente Popular.

La noción de “preso político” en el siglo XIX

Al no aparecer definido el “delito político” en el primer Código Penal liberal, el de 1822, se sobreentiende que estaba subsumido en la tipología de “delitos contra el estado”. En los siguientes códigos penales ocurrirá lo mismo, pero en el ínterin habría ido construyéndose la noción de “preso político”, en dos sentidos:

1) Por un lado, se fue creando esa identidad en la práctica de la gestión carcelaria, cuando empezaron a ser identificados como “presos políticos” los encarcelados por decisión gubernativa, fundamentalmente los insurgentes carlistas. Una mirada a los fondos de archivo de las cárceles del Estado liberal ofrece resultados documentales sobre la construcción de esa identidad. La investigación que yo mismo realicé sobre Navarra indicaba claramente que a la altura de 1837 las cárceles públicas recibían cantidades importantes de “presos políticos” (los de otras jurisdicciones, las del Jefe Político de la nueva provincia después de la ley de modificación de fueros, y las de las autoridades militares). En aquellos años de la primera guerra carlista los jueces visitadores de los presos escucharon muchas peticiones de los “presos políticos”. Los a veces denominados “quejosos” se encontraron con muchas trabas y dilaciones por estar en unas cárceles judiciales y sin embargo depender de otras jurisdicciones, militares o políticas. Situaciones parecidas se vivirán a la altura de 1847. Y más tarde, ya en 1869, la documentación carcelaria indicará que los presos políticos demostraban tener una mayor preparación y más capacidad de defensa. Los problemas crecían cuando, aunque políticos, eran presos pobres. Y a veces también por aplicación de medidas disciplinarias internas. Esto quedó patente cuando los jueces navarros acudieron a ver a tres presos por conspiración para la rebelión y escucharon a José Muzquiz protestar en nombre de todos por “la dureza y rigor con que se les trataba, pues que no se les permitía recibir visitas de sus parientes y amigos, y aun se les había prohibido asomarse a la ventana del cuarto donde se encuentran, siendo así que los procesados por delitos políticos siempre habían sido tratados con alguna consideración, no pudiendo atinar en qué disposición pueda fundarse ese rigor, á menos que no sea en un Reglamento… que ignora si está vigente, pero sabe que no se observa pues no ha sido puesto en práctica en ninguna de las cárceles que ha visitado”.

2) Y por otro lado, fue apareciendo la calificación “preso político” en los debates políticos y parlamentarios, hasta que el concepto quedó descrito y fijado en la legislación. La necesidad de separar a los “políticos” de los “comunes” animó al liberalismo progresista, que había arribado al gobierno tras la revolución de 1840, a tomar la iniciativa legislativa. En 1841 se abordó la problemática de los “presos políticos” en prisión, a través de una propuesta de Bases para la reforma penitenciaria que, por encargo del Gobierno, redactó la Sociedad Filantrópica. Un nuevo intento de reglamentación vería la luz en 1844. Pero la verdadera consumación legal llegaría con la Ley de Prisiones de 1849 (vigente hasta 1913). En los artículos 11 y 25.1 puede leerse que se ordena la total separación de los “presos por causas políticas” (o de los “sentenciados por motivos políticos”), que ocuparán “un local enteramente separado” del resto de presos. ¿Se llevó esto a la práctica? Tímidamente tal vez, puntualmente quizás. Pero normalmente el problema de los presos políticos, que a veces hubo de hacerse escandaloso, no se resolvió creando un tipo de encierro “especial”. El sistema liberal de prisiones se desarrolló de manera precaria hasta principios del siglo XX. La solución real fue la deportación a las colonias.

En otra coyuntura progresista, la del Sexenio revolucionario, en principio triunfará el ideal penitenciario del correccionalismo y los tratamientos individualizados. Nicolás María Rivero, Ministro de la Gobernación del gabinete Prim, habló de la “ociosidad corruptora” de las cárceles, en las que había una “confusión” de edades y de “todos los delitos”. Ese espíritu crítico alentó otra reforma de la legislación penitenciaria que, en realidad, no iba a llegar a practicarse: la Base 18 (de Ley de Bases para la reforma penitenciaria de 1869) ordenaba la separación de los “presos políticos” en las prisiones, “para que en ningún caso puedan ser confundidos con los detenidos y presos por delitos comunes, ni lleguen á sufrir otras privaciones y molestias que las consiguientes á los delitos políticos”. Entre 1871 y 1873 se intentó, con proposiciones de ley, que los encausados por delitos políticos y de prensa fueran encerrados en locales especiales, pero tampoco se puso en práctica, aunque es cierto que aquellas propuestas quedaron como referente de futuras reivindicaciones. Por otro lado, en 1871, la Ley de indultos aseguraba que eran “presos políticos” los penados por delitos contra la seguridad exterior del Estado –menos la piratería-, contra la Constitución, por rebelión y sedición, por delitos de orden público –atentados, resistencia, desobediencia- y por delitos electorales.

El concepto “preso político” llegaría al siglo XX plenamente definido, integrado en el discurso del propio sistema prisional. Todos convenían en contraponerlo al de “preso común”. Un penitenciarista tan reputado como Fernando Cadalso señalaba que el “carácter distintivo” de los presos políticos “es que los delincuentes no persigan fines individuales, sino colectivos; que no les impulsen instintos y egoísmos, sino sentimientos e ideales altruistas en favor de la sociedad. En esto se diferencian de los comunes, inspirados por la venganza, la codicia o la concupiscencia”. No obstante, el poder político lanzó muchas veces contra la oposición el estigma de la delincuencia común, aquello que más podía desprestigiar la imagen de un detenido o un preso por motivos políticos, que negaran su identidad y lo definieran como a un preso común. Los presos políticos, por su parte, se fueron dotando de estructuras de movilización y de repertorios de acción, con organizaciones de apoyo y campañas de apoyo que fueron noticia y sirvieron para hacer presión política. Empezó a hacerse corriente la presencia de personalidades en las puertas de las prisiones apoyando a los presos o pidiendo su liberación (sirvan como ejemplo los casos del diputado socialista Pablo Iglesias, con motivo de las movilizaciones de 1909, y de los diputados republicanos por los “sucesos de Cullera” en 1911, entro otros muchos). Peras aquellas escenas hablaban ya de otros cambios en la conceptualización.

La noción de “preso social” en el primer tercio del siglo XX

Al abrigo de los resultados de ese proceso de afirmación de los presos políticos, con el auge de las protestas obreras, desde finales del siglo XIX se fue gestando una nueva noción, la del “delito social” y, por extensión, las del “preso social”. Ese discurso hubo de adquirir tanta importancia que llegaría a ser comúnmente aceptado por el anarquismo y la izquierda. El concepto de “preso por delitos sociales”, engendrado al abrigo del insurreccionalismo anarquista, se generalizó en la cultura política del movimiento obrero, del movimiento socialista y de los partidos republicanos, para solicitar medidas de gracia a favor de los encarcelados por participar en diferentes movilizaciones populares. Y así, en 1914, después de dos décadas largas de agitación  intensa y recrudecimiento de la conflictividad, a lomos de una trayectoria histórica relativamente corta que, sin embargo, había visto a miles de obreros detenidos y encarcelados, el gobierno de Maura, a través de una amnistía por “delitos políticos” y por delitos “cometidos con ocasión de las huelgas de obreros” (eso sí, siempre que no fueran “delitos comunes”), terminó admitiendo política y legalmente la existencia de “los delitos sociales”. De todas formas, ese criterio gubernamental seguiría una senda arbitraria. Con ocasión de otras amnistías por motivos similares, como las de 1916 y 1918, se dejó en libertad a los comités de huelga y en la cárcel a huelguistas acusados de agredir a la policía y la Guardia Civil.

La condición de “preso político” debía quedar especificada en la sentencia, pero quedarían excluidos los presos por motivos de orden público

Sabido es que el pensamiento anarquista extendía mucho el atributo “social” a la hora de aplicarlo a las personas encarceladas, autoras de ilegalismos que estarían desvelando el fondo de conflicto estructural que enfrentaba a las clases populares con el Estado y con las injusticias del sistema capitalista. Pero con el tiempo, el concepto de delito social se iría asociando cada vez más a la huelga y a la acción sindical, incluyendo las violentas. Era, pues, un concepto metajurídico con una clara textura política. Así sería admitido por la prensa, sobre todo en coyunturas revolucionarias. Por ejemplo, en agosto de 1917, con motivo de un motín de presos comunes de la modelo de Madrid por razones ajenas a la agitación huelguística del país, según La Correspondencia de España, ni “un sólo preso por delitos políticos, es decir, de los detenidos en los últimos días, se movió”. Los presos sociales, al igual que los presos políticos, tenían otro repertorio y proyectaban otras formas de protesta, como la que en mayo de 1920 protagonizaron decenas de anarcosindicalistas al iniciar un ayuno inspirado en el que se acaba de realizar en Dublín, probablemente la primera huelga de hambre colectiva en las cárceles españolas.

Mientras tanto, después de la puesta en marcha del Reglamento penitenciario de 1913, en las cárceles iba siendo una realidad el trato especial que podían recibir los presos políticos, tal y como reconocía el diputado Marcelino Domingo al recordar su encarcelamiento en 1917. Esto quedaría aún más garantizado con el Reglamento penitenciario de 1930. La condición de “preso político” debía quedar especificada en la sentencia, pero quedarían excluidos los presos por motivos de orden público (lo que solía afectar a los presos anarquistas, aquellos que, por lo demás, se autoidentificaban como “presos sociales”).

La combinación de los conceptos: “los presos políticos-sociales”

En el campo del discurso político y de la protesta de los movimientos sociales (incluyendo las movilizaciones de los presos políticos, cuya experiencia enseñaría a los presos comunes a politizar sus luchas), hacia finales de la Dictadura de Primo de Rivera se fue creando un concepto híbrido, el de “delitos políticos-sociales” (de esa guisa, la combinación de ambos conceptos tomaría una fuerza descomunal en la gran campaña por la amnistía que siguió a la represión de la insurrección de octubre de 1934).

Durante los primeros años de la Transición se generó un movimiento de solidaridad que recuperó y renovó el concepto de “preso social”. El mismo que hoy en día aún anida en las asociaciones de solidaridad

El colofón de este proceso llegaría a primeros de julio de 1936, cuando el gobierno del Frente Popular publicó un Real Decreto que ordenaba la construcción de un penal para delincuentes políticos en Burgos, en donde obtendrían un trato adecuado a su condición. La prensa destacaba que no serían “estimados como políticos o sociales, a los fines de este decreto, los reclusos que hubiesen sido condenados por delitos comunes” y que el castigo para los intentos de evasión o por continúo mal comportamiento sería “el traslado a una prisión común”. Al mismo tiempo, estaba previsto habilitar un departamento de mujeres, “para la estancia de penadas políticas y sociales, amoldándose su régimen en lo posible a lo establecido para la prisión de hombres”.

Todos somos conscientes de lo que sucedió inmediatamente después. Y sabemos también que buena parte de ese legado se perdió o mutó en los márgenes ideológicos de los partidos de la izquierda que protagonizaron la oposición antifranquista. Ahora bien, la relevancia de los presos políticos durante el franquismo quedó entremezclada con la existencia de los presos por huelgas u otras acciones de protesta. Es decir, que la naturaleza de aquellos presos políticos también era “social”, a lo que se uniría el impacto del discurso de la nueva izquierda posterior a mayo del 68 (incluyendo el efecto que en el pensamiento alternativo ejerció la obra de Foucault). Así se explica mejor que, durante los primeros años de la Transición, en el caldo de cultivo de los motines de los presos comunes, se generara un movimiento de solidaridad que recuperó y renovó el concepto de “preso social”. El mismo que hoy en día aún anida en las asociaciones de solidaridad con los presos sociales y en el ideario del anarquismo y de una parte de la izquierda.

Fuente →  ctxt.es

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