Una monarquía hija de una dictadura
Una monarquía hija de una dictadura:
Sira Rego


Reconozcámoslo: nos la colaron con la Constitución del 78. Lo que en su momento pudo considerarse un texto aceptable para abordar los retos de un país que salía de una dictadura atroz y que incorporaba demandas fruto de la lucha de la resistencia antifranquista y el movimiento obrero, finalmente se manifestó como una vía segura para consagrar privilegios que blindaban a los de siempre. Un texto útil para que las elites franquistas mantuvieran su statu quo, cuyo desarrollo además ha dejado en “papel mojado” artículos que podrían haber tenido un alcance social más amplio, como los que recogen aspectos como el derecho a la vivienda, el trabajo, la distribución de renta, el régimen tributario justo, etc. Pero no solo eso, sino que además sirvió como envoltorio de un regalo especial a cuenta del dictador: la monarquía.

Heredamos la monarquía no como quien hereda una casa en la playa o una colección de libros, sino como una carga hipotecaria infinita, pesada e impagable que pesa sobre nuestras espaldas. Un lastre propio de Constitución del 78, votada por nuestros padres y madres, pero que nadie menor de 58 años ha podido votar. Y esto se agrava, aún más, por el hecho de que ha permanecido prácticamente inalterada y que sus dos únicas reformas no han sido sometidas a referéndum ciudadano. Ni la primera, la del artículo 13.2 realizada en 1992 para ajustarla al Tratado de Maastrich; ni la segunda, la reforma exprés del artículo 135 del verano de 2011, acordada por PSOE y PP al dictado de Bruselas, y que ha servido para llenar los bolsillos de la banca a costa de los derechos de las familias trabajadoras.

Y es que la monarquía no es cualquier cosa. Desde luego es una institución profundamente anacrónica. De hecho, es sencillo llegar a la conclusión de que en pleno siglo XXI es una entidad sin sentido, sobre todo si asumimos que la democracia –como forma de gobierno en la que el poder político es ejercido por los y las ciudadanas– debe incluir también la prerrogativa de elegir quién debe ser nuestra jefa o jefe del estado. No parece sensato que en la era de la tecnología y del progreso debamos fiarlo todo a la arbitrariedad genética.

Pero además tiene sus particularidades. Directamente impuesta por un dictador fascista (recuérdese que la legitimidad de Juan Carlos de Borbón como sucesor de Franco provenía de sus leyes fundamentales, las cuales llegó a jurar hasta en dos ocasiones), la figura del rey ha representado y representa ese delicado punto de equilibrio sobre el que se asientan las relaciones del poder político y económico de nuestro país. Garante del equilibrio de fuerzas de las elites de régimen en su expresión política, económica, judicial e institucional. O lo que es lo mismo: garante de que quienes siempre han mandado lo sigan haciendo mucho tiempo después de la muerte del dictador. Atado y bien atado.


Así, no es extraño ver al monarca con señores del Ibex 35 abrazados fraternalmente a dictadores, como el saudí, o disfrutando de sus palacios, modelitos y veleros a costa de los casi 8 millones de euros anuales que nos cuesta Casa Real a todas y todos los ciudadanos de este país. Sin embargo, nunca le vemos en desahucios, apoyando una reivindicación laboral de trabajadoras y trabajadores, o con las perdedoras de la crisis. A fin de cuentas, ¿qué tiene que ver la familia real con cualquier familia trabajadora de este país? No conocen nuestros barrios, no saben qué es comprar a plazos, ni tampoco sufrir en su piel las consecuencias de los recortes en sanidad y educación. Nunca les afectó ninguna reforma laboral.


Por todo esto, a pesar del intento desesperado por dar un papel central a la figura del Rey al calor del 40º aniversario de la Constitución, no deja de ser sintomático que organismos como el CIS lleven casi tres años consecutivos sin incluir valoración acerca de la monarquía. O que cada vez sean más las voces que señalan la erosión que sufre Casa Real como fruto de los casos de corrupción y su papel en la sociedad. Pero, sin duda, la verdadera ola impugnatoria está llegando desde abajo, desde los espacios populares y por tanto legitimados para poner el acento en una institución caduca que rechazan. Y ante el blindaje de una Constitución y unas fuerzas parlamentarias empeñadas en desoír lo que sucede en la calle, impidiendo que la agenda política contemple un debate sincero y abierto sobre el modelo de Estado y la figura de la monarquía, se están impulsando consultas populares para que sea el pueblo auto organizado quien lidere el debate y quien decida.

Así sucederá a partir de este 29 de noviembre en la consulta que han impulsado colectivos de estudiantes en una veintena de universidades de todo el país, como la Universidad Autónoma de Madrid, la de Zaragoza, la Carlos III de Madrid, la Laguna, Vigo, Asturias, León o A Coruña, entre otras. Además, esta experiencia se repetirá también en ciudades y barrios el día 2 de diciembre. Hasta en 7 distritos de la ciudad de Madrid y en al menos 7 municipios más.

Un proceso que viene de abajo y que es alentador, puesto que es el movimiento estudiantil –la generación post 15M atravesada por la crisis de régimen y por el desborde del feminismo– quien está liderando este nuevo sentido común republicano. Quizá sea la generación que venga a ponerlo todo patas arriba. Quizá esto sea un principio para fundar la III República.

En esta partida de ajedrez, cada pieza que el pueblo se coma será un pasito menos, para llegar a ver esa corona rodando por el tablero.

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