Millán Astray: “Lo de estar enamorado de la muerte se me fue de las manos”

[Las entrevistas de esta serie han sido realizadas por la persona conocida como El Figa. Mi labor es ejercer de mero transcriptor. Esa fue su condición: no puedo tocar frases ni datos. Cualquier parecido estilístico será una pura coincidencia]

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Llevaba muchísimo tiempo sin usar ese par de zapatos. Eran la momia de lo que fueron: los cogí para limpiarlos y se desmembraron. Mal asunto. Iba a tener que entrevistar a José Millán Astray, muñidor del Tercio de Extranjeros, en Converses. Me daba miedo, o respeto. Mi padre me contó que la legión era un sitio donde se fumaban porros y, no obstante, te rompían las cejas. Corrían los años ochenta. Ahora, para los milenials, los legionarios son una especie de grupito de majorettes que desfilan muy rápido y tienen pelo hasta en la palma de la mano. Yo no sé si siguen haciendo la guerra o solo se dedican a exaltar señoras de más de 50.

Pero con Astray, febrilidad patria, era otro cantar. Era, más bien, un no cantar. Una amiga, maestra de educación especial, me contó que a uno de sus chiquillos le encantaba que la gente abriera cajones para ir corriendo a cerrarlos. A veces, los sacaban todos a la vez para darle gusto a la criatura. Así vivimos en este país durante 40 años, bajo una especie de autismo de Estado (metáfora alert: no se ofenda nadie).

Quizá me notéis, amigo Ordóñez [El Figa no me había llamado así en su vida, pero bueno, va. NdelT], amigo lector, menos frívolo; el encuentro con Pepe me dejó tocado.

Rebobinemos… Quedamos cerca de la calle Atocha. Yo, ya digo, tenía miedo, pero la gente del pasado, traída al presente, siempre decepciona. De cerca, Astray era a un hombre lo que una loncha de cecina a una vaca viva. Así que me crecí y empecé provocando. No lo puedo evitar, soy como Oriana Fallaci. Fingí ser zurdo y fui a darle la mano con la izquierda. “Ni teniendo izquierda cometería esa atrocidad”. Dio un zarpazo con su diestra y capturó mi mano. Tenía una fuerza siderúrgica: mis huesos y mis tendones sonaron como si removiera una bolsa de fichas de dominó.

Le comenté que había reservado un escenario para la entrevista. “Quien elige el campo de batalla tiene la guerra medio ganada. Pero no se confíe, don Figa. Me he batido en peores tierras, en tierras infaustas JE-JE”, si rio así, con un guion en medio. Al novio de la muerte le entusiasmó la incógnita y la tomó como un juego. Alargó las zancadas de pura excitación: las piernas, siempre tiesas, sin doblar. “Pensará usted que no me sobran extremidades como para, encima, ir despreciando las pocas articulaciones que tengo. Pero, ah, la entereza y la rectitud, amigo: siempre la Rectitud”. “Claro, claro”, respondí, irguiéndome.

-      Bueno, ¿y qué tal la muerte, imagino que le gustará, no?

-      Oh, la muerte, la mort… Perdón por el francés, me sale a veces, cuando se exalta el intelecto. No sé si sabe que mi padre leía cosas...

-      Sí, sí, lo oí en un programa de Intereconomía, que dicen que era usted un intelectual.

-      No tanto, ¿eh? ¡No tanto!—se cuadró, me fulminó con su ojo y, al notarme en la mirada la flojera del esfínter, se relajó. Hacía mucho eso: daba volantazos emocionales y cuando te veía temblar, se ponía, de nuevo, amistoso— Sí aceptaré, no obstante, que hubo un detalle, un guiño en aquel suceso del paraninfo que nadie advirtió. Yo dije: “Muera la intelijencia”, con jota, como Juan Ramón Jiménez.

-      Brillante, brillante—reconocí—. Cuénteme, cuénteme, ¿qué tal ese idilio con la muerte?

-      Oh, la muerte—repitió, estiró las cervicales, guardó silencio y cambió de tema—. ¿Es que nadie limpia Madrid?

Me daba largas y no insistí por el momento. Habíamos llegado al destino. Gracias a un amigo, conseguí para la entrevista —por aquello de provocar al General— un espacio en una escuela infantil alternativa de cuyo nombre no quiero acordarme. Entramos. La sala principal olía a pegamento de barra y celofán. Él sospechó de los libritos de colores esparcidos por el suelo y husmeó en el ambiente tratando de descifrar los grititos que procedían de la habitación contigua. Levantó del suelo una silla minúscula, se la puso a la altura de la cara: “¿Qué museo es este?”, inquirió. “Aquí todos los muebles están hechos a la medida de los niños. Los padres se matan por traer a los hijos a guarderías como esta”.

Prefirió apoyarse en la pared. Sentarse en una silla o sobre una mesa, le habría obligado a doblar las rodillas. “La rectitud, amigo”, recordé. Parecíamos dos gigantes en aquel entorno de miniatura. Por una esquina, apareció un niño refunfuñando y detrás, siguiéndolo, en cuclillas, una profesora. Debatían, y el criaturo iba ganando pese a que sus argumentos consistían en balbuceos y pompas de mocos.

            -¿Por qué anda así, está tullida?—susurró, compadecido.

            - No, no—lo calmé—. Es que es asertiva.

Astray no comprendió. “Le traigo aquí”, precisé, “porque de usted se dice que fue un redentor de hombres perdidos y que”.

            - Esa fue mi misión—me interrumpió—. Recoger escorias y crear hombres. Sin importar si eran morenos o cristianos. ¡Esculpir servidores del honor!   

            - Y eso, ¿cómo lo lograba?

            - Estimado, Figa. Con el amor de la fuerza y la obediencia.

            - ¿Les arreaba usted?

            - ¡Creaba hombres! ¡Yo amaba a los hombres!

            - Pero cuentan que una vez le reventó la boca a un negro porque no le habló de acuerdo a su posición de mando.

            - Ah, sí, aquel moreno—se embriagó—. No reconoció mi graduación. Lo recuerdo bien, fue al alba y con tiempo duro de Levante. Lo tomé de la camisa y lo levanté, febril. Era un bello ejemplar. Lo lancé a tierra y descendí sobre él y lo ungí con la delicia de la disciplina. Acabó glorificado de sangre y tierra. Era duro, y lo ablandé para que regresara más rígido, como el bambú… Le aseguro que amé a ese moreno cuando se levantó hecho un terrón de polvo y se cuadró, le… mmm… perdón, perdóneme— Millán Astray se había emocionado.

Le di unos segundos. Lloraba raro. No echaba lágrima; echaba rictus: se le abrió la boca como si riera y le doliera reír, se le encalló así la mandíbula y empezó a vibrarle el cráneo. No sabía si ofrecerle un pañuelo o lubricante de bisagras.

Yo lo había llevado a la escuela aquella para crear conflicto y ver cómo reaccionaba ante los nuevos métodos educativos: los niños saltando, gritando, las manos llenas de pintura o barro, comiéndose las macetas, no sé, esas cosas que pasan en las guarderías new age. Pero tras comprobar la pasión con que lo educativo-disciplinario le secuestraba el alma y el nivel al que había llegado a poetizar sus arranques de violencia, temí que se liara a crujir niños como si fueran alitas de pollo.

Le supliqué que no se moviera mientras iba al baño: “Vuelvo y nos marchamos”, le aseguré. Fue difícil cagar en una taza que no daba ni para servir un café con leche. Eso (y otra cosa que contaré después) me demoró un poco. Al salir encontré a Millán Astray hablando con una maestra y contemplando el aula desde la ventana. Los churumbeles retozaban por las alfombras; uno meaba desde lo alto de una mesa como Ramoncín. Pero el novio de la muerte sonreía. Le gustaba lo que le había relatado la maestra.

Lo saqué enseguida, no quise arriesgarme.

Ya en la calle, se giró y saludó marcialmente al letrero de la escuela. “Sus métodos, don Figa, son heterodoxos, pero lo han comprendido”, explicó. “Me ha comentado la señorita el objetivo de esta jauría, el destino de estos pupilos. No se imagina qué orgullo siento. ¡Orgullo patrio!”, se cariaconteció.

            - No, hombre, pero no llore usted otra vez. ¿Se puede saber qué le han dicho?

            - De aquí, don Figa—inspiró—, saldrán hombres totales. Están creando al superhombre. Tengo fe. Inasequible al desaliento, don Figa. ¡Inasequible!

Marchó, pletórico y jugoso, a golpe de tacón legionario. Al verlo, recordé lo que me había ocurrido en el baño. Sentado en la tacita, busqué más información en el móvil por si se me escapaba algo, y efectivamente: encontré que el General también fue cojo. Pero ahora andaba con total normalidad...

Entramos a una cafetería y esperé a que nos sirvieran para ponerlo contra las cuerdas.

            - Usted mintió. Nos ha mentido a todos—fui a saco.

            - La mentira es cosa de la calaña roja. No le consiento…

            - Según los datos históricos—le interrumpí pero con los huevos de corbata—, además de tuerto y manco, era cojo, y lleva todo el día trotando como un cervatillo.

Enmudeció. Empezó a jugar con la cucharilla, boqueando, sin mirarme: “Ehhuaheahehh”. Me acordé de Alfonso XIII y pensé, Dios mío, qué rotos se quedan los muertos. Soy como la Fallaci, pero no del todo: quiero decir, que me ganó la piedad. “Bueno, háblame, por fin, de su novia la mort. ¿Cómo va el idilio?”, reconduje haciéndome el simpático.

Le costó arrancar. Habló con mansedumbre: “La muerte… Amaba la muerte mientras vivía, un amor cortés próximo a consumarse en el campo de batalla pero nunca consumado. La muerte me miraba, tierna y dura, sumisa y correctiva. Pero una vez muerto, todo se desinfla. Me he dado cuenta de que me enamoraba la frontera. No la extensión de la muerte sino su estación previa. Fui un empedernido seductor de la parca. A veces pienso que era más vicio que amor. Cortejarla era mi razón de vivir, y uno llega a cometer auténticas necedades”, reflexionó hondamente.

            - ¿A qué necedades se refiere?

            - Engaños, fingimientos— buscó comprensión—. Se me fue de las manos.

            - Dirá de la mano—corregí.

            - No, estimado Figa, sé lo que le digo.

Su camisa empezó a moverse como si hubiera un animal vivo debajo. Casi me caigo de la silla. Por el intersticio entre dos botones apareció: un dedo, luego dos, tres, y después el puño entero y el brazo. Ahí estaba: la extremidad más famosa del franquismo –después de la mano incorrupta de Santa Teresa. Y no se detuvo. Dirigió aquellos dedos recién revelados hacia su cara y levantó el parche. Sinceramente, no sé si me impresionó más descubrir que tampoco era tuerto o la belleza de aquel ojo. Se lo reconocí: “Eligió usted mal, se tapó el ojo más bonito. Qué barbaridad. Pero bonito de verdad…”. Me lo agradeció…

Después de eso, hablamos poco. No era necesario. Me pidió que lo dejara disfrutar a solas las horas que le quedaban en el más acá. “Hágase cargo de los lustros que llevo sin ver Madrid con sentido de la profundidad”. Acepté y nos despedimos. Me senté en un banco, y empecé a preparar este manuscrito mientras el General se alejaba mirando a un lado y otro, recordando que las cosas no eran planas.    

Fuente → ctxt.es/

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