Entre Raphael y Benidorm: la cultura pop como poder blando en el franquismo

Los artistas de mayor éxito y el turismo sirvieron en el tardofranquismo como cortina de humo de la verdadera situación social para las clases dominantes. De Benidorm a Raphael, un submundo de galas subvencionadas, artistas inofensivos y dentaduras blanqueadas que fue método eficaz para contrarrestar la puntería de los enemigos al régimen.

En una de sus últimas películas, Mi gran noche, Álex de la Iglesia presenta a un imitador de Raphael que canta ese tema poco antes del final. La actuación, sentida en consecuencia de la rocambolesca trama, tiene como profundidad de campo un discurso de Francisco Franco en los años de hierro. Aunque en la propia película se justifique este error, el plano no es baladí: establece una metáfora adecuada al papel que jugaron los medios y las figuras pop como máscara agradable en la dictadura.



Este sistema de promoción artística, evidente para todos los contemporáneos, no le impidió al cantante jienense declararse “pionero” en la canción protesta con su Digan lo que digan en los años recientes. El periodista musical Diego Manrique, zorro viejo, juzgó con sorna esto en un chat de El País: “Supongo que el próximo año nos enteraremos de que realmente estuvo en el maquis antifranquista en las sierras jienenses”.

El ejemplo paradigmático de esa instrumentalización en la dictadura del artista pop es, sin duda, la victoria de Massiel en Eurovisión el 6 de abril de 1968. Este éxito, que fue en gran parte fruto de las presiones diplomáticas del franquismo, tenía como objeto construir una proyección internacional del régimen.



José María Íñigo, alma musical en esta RTVE franquista a finales de los sesenta –presentador del excelente El último grito, que contaba con la colaboración de Iván Zulueta-, afirmó en el documental 1968: Yo viví el mayo español que “a España le interesaba mucho el ganar el Festival de Eurovisión por tener un cierto renombre en algo. Ya en años anteriores se habían hecho muchas maniobras para tratar de hacerse con los votos de muchos países”. Eurovisión, de creer a los autores del libro A Song for Europe, es desde siempre un ring de combate para puntos diplomáticos, rivalidad étnica, duelos nacionales y presión diplomática”.

La estrategia, en esa diplomacia de doble juego tan propia de Fernando María Castiella, era captar a las emisoras del este, sigue Íñigo, “ofreciendo con las compañías de discos el editar discos de cantantes búlgaros, checos con tal de que nos dieran los votos para tratar de ganar”. Cliff Richards, segundo en este Festival con Congratulations, dio fe a los rumores de compra y afirmó en The Guardian en 2008 que ha “vivido con ese número dos en Eurovisión por muchos años. Sería genial que alguien del concurso oficial me dijera: “Cliff, tú ganaste el maldito concurso después de todo”.



Massiel sería recibida en Barajas, en Madrid, con una calesa, y todos los periódicos dieron portada al suceso, bajo recomendación del Ministerio de Turismo controlado por Manuel Fraga. Tuvo la Gran Cruz de Isabel la Católica, aunque pronto se alejó del franquismo vinculándose a la emergente intelligentsia comunista de Manuel Vázquez Montalbán (el cual definió a la artista zalameramente en Triunfo como “muchacha proletaria”, usando como ardid su versión de la canción de Bertolt Brecht Jenny la de los piratas).

Una intelligentsia  que, a decir del reciente análisis de Jordi Costa sobre la contracultura hispana, sería renuente por clasismo cultural a las formas emergentes y urbanas de los años setenta. Massiel, pronto reciclada en Joan Baez de cortos vuelos, ganaría renombre y galas como musa socialdemócrata gracias a su relación con el político Carlos Zayas, según el trabajo de Abdón Mateos y Guillermo León sobre el PSOE en la Transición. Incluso, la madrileña todavía negaba cualquier “tongo” al diario ABC al poco del estreno del documental citado.

Pero volvemos un poco en el tiempo, a finales de los sesenta, con nuestro dictador de mesa camilla comiendo chocolate con picatostes y siguiendo las últimas noticias del boom del turismo en la costa del sol.

El turismo como alienación

En contra de lo que se podía suponer, el régimen de Franco se adaptó razonablemente bien a estas nuevas modas europeas. Siempre y cuando, tal como se ve en el mundo audiovisual, se celebrara el escapismo. Una de sus armas fundamentales, además de la canción ligera, fue el turismo. Para Justin Crumbaugh en Destination Dictatorship : “El boom del turismo fue tan ubicuo a lo largo de los años sesenta que actuó como una alegoría, ofreciendo cohesión provisional, y unió a las ideas diversas, incluso contradictorias sobre el crecimiento económico, además de cambiar la relación entre el régimen de Franco y la población española”.

El Benidorm de los años 50, anterior al turismo y sus cambios socioculturales

Para la periodista Elisa G. McCausland esta proyección escapista de la dictadura “es una estrategia desactivadora plausible”. Así, películas de tono pop como Los chicos del Preu o El turismo es un gran invento realizadas por Pedro Lazaga a finales de los sesenta ofrecen una visión “amable” de esos fenómenos extranjerizantes; con una respuesta consensual. Las dos están alejadísimas de la violencia generacional y purificadora de la británica If de Lindsay Anderson, la cual ganaría Cannes en 1969. En definición exacta de los historiadores del cine Huerta Floriano y Pérez Morán en El cine popular del tardofranquismo: “Nos encontramos así con una serie de creaciones que generalmente relatan las desventuras cotidianas de unos españoles medios que, gracias a ellas, traban una serie de moralejas acordes con la forma de pensar y los intereses tanto de las clases dominantes como de los estamentos del poder”.

Si bien estos filmes se co-producían entre el cineasta relativamente moderno Pedro Masó y Filmayer, nunca alcanzaban filo sociopolítico. Como tal la mayoría de cuadros económicos de la última productora estaba vinculado de una u otra manera al Opus Dei, según el estudio pionero de Jesús Ynfante. Las películas, con fábulas morales que acaban siempre en consenso, tienen mucho de apaciguador.


La introducción de Los Chicos del Preu, fantasía pop deudora del estilo de Richard Lester en Qué noche la de aquel día.
Ahora, es poco conocido en la actualidad que esas historias rocambolescas de choques culturales nacen de la propia práctica política: Pedro Zaragoza Orts, alcalde de Benidorm, consiguió del dictador Franco el permiso para el uso del bikini en la localidad con una peripecia propia de los argumentos de sainete de esos filmes.

Lo hizo de motu proprio, presentándose en el Palacio del Pardo tras un largo trayecto en Vespa: un argumento azconiano que jamás habría llegado a idear por absurdo, paradoxal, el gran guionista riojano. El propio Orts recuerda que oponerse al “bikini era fracasar” en una entrevista a Miquel Alberola en El País, y cómo gracias a los permisos de la dictadura este pequeño pueblo de pescadores pudo prosperar económicamente. Jamás de los jamases negó a Franco, y lo considera en gran parte un “benefactor” del levante hispano.


Pedro Zaragoza Orts, falangista que se enfrentó con la iglesia valenciana por el bikini
Más insidiosamente, la pugna entre el viejo mundo y el nuevo se proyecta de manera más real en la película Vivan los novios (1970) del dúo Rafael Azcona-Luis García Berlanga. Allí se mostraba el conflicto real entre la vieja España de funcionarios reprimidos representada por Leonardo (nuestro rijoso eterno José Luis López Vázquez) con las nuevas ideas que empiezan a surgir debido al turismo.


La anciana castradora y la guiri encantadora, en las escenas más babosas de Vivan los novios
Inentendible fuera de este tiempo, el crítico Ángel Fernández Santos afirmó con bastante agudeza cómo “…el espectador siente en su propia carne que el ridículo personaje sobre el que se ha proyectado sádicamente su burla mantiene una misteriosa corriente de familiaridad e, incluso, de identificación con su propia persona”.

López Vázquez, así, como trasunto de todos aquellos españoles a lo Forges que vivían en el sueño estival la realidad que el país les negaba. Una imagen más negra que el alegre Paco Martínez Soria en las películas de Masó y Lazaga. En esas producciones, incluso, el choque político se camuflaba en el social, aún con la negra realidad que se oponía al alegre vaivén de las garotas de El turismo es un gran invento: el choque entre estas y las formas maritales de Valdemorillo del Moncayo acababa con las persianas bajadas de todo el pueblo como respuesta nada amable a las “pájaras” de fuera. Pocas imágenes han constatado la España interior, la llamada ahora “España vacía” en homenaje al libro de de Sergio del Molino en 2016, y sus atavismos culturales.


“Ya están aquí LAS NUESTRAS” dice Basilio sobre las naturales de Valdemorillo en la maliciosa El turismo es un gran invento
Los propios extranjeros fueron mucho más honestos al describir este turismo de alpargata; destinado casi siempre a las clases bajas del norte de Europa. El monólogo que realiza Eric Idle en un sketch del Flying Circus de los Monty Python, en noviembre de 1972, es definitivo y supone un excelente testamento a ese subdesarrollo camuflado en postalitas glossy de la costa del sol: “…y ser conducido a hoteles miramares, bellevueses y bontinentales sin fin con sus habitacioncitas lujosas internacionales y preparar cerveza Red Barrel para acabar en piscinas llenas de hombres de negocios alemanes gordos que pretenden ser acróbatas formando pirámides y asustando a los niños e irrumpiendo en las colas, ya que si no estás en la mesa a las siete pierdes la crema Campbell, el primer plato en el menú de cocina internacional, y todos los jueves por la noche el hotel tiene un cabaret jodido en el bar, donde se presenta a un españolito enano demacrado con caderas de más de 20 centímetros e hinchado de grasa pastelera con su pelo engominado y su culazo presentando ‘Flamenco para extranjeros’…”


El sketch que inmortalizó en el Flying Circus las vacaciones en España a finales de los 60

Música para una parálisis

La otra gran baza pop del régimen en la desmovilización política fue la canción ligera, como hemos visto. En ese sentido, no es casual que el propio Orts llegar a crear un Festival Internacional de la canción de Benidorm en 1959, uniendo de manera pionera turismo y pop; el particular soma administrado a los jóvenes heterodoxos en pantallas chicas y grandes. De este modo, los emergentes artistas (Julio Iglesias, José Luis Perales, etc.) se daban a conocer y recibían su particular “ascenso social” (militar, más bien, dado que era un régimen dominado por el ejército) en la dictadura a través de contratos en la televisión y giras multitudinarias en el país.


Julio Iglesias cantando el himno posibilista, tan reaccionario, La vida sigue igual en la nochevieja de 1969
El mánager de Julio Iglesias, Alberto Fraile, recuerda en múltiples libros cómo el cantante estaba implicado con las autoridades del franquismo, especialmente a través de su padre Julio Iglesias Puga, que llegó a ser diputado provincial. Esto no cayó en olvido para la oposición terrorista al sistema, ETA, que secuestró al padre de Julio Iglesias en 1981. Maruja Torres ficcionalizó en ¡Oh, es él! (1986) ese entorno entre bizarro y pop de Iglesias y llegó a definirlo en Jot Down como “un fascista asqueroso” al periodista Jordi Bernal: “Un amigo del poder, pero que estaba mucho más a gusto con el poder si éste era machista, estaba a favor de los ricos y no tenía que pagar impuestos. Recuerdo que trataba bien a los que estaban por encima y mal a los que estaban por debajo”.

En el libro de Guillem Martínez CT o la Cultura de la Transición el periodista Víctor Lenore narra la evasión fiscal de Lola Flores y cómo existía una cadena de favores entre las viejas autoridades y estos artistas emergentes. El ultraderechista Blas Piñar, en sus memorias sueltas publicadas en el medio Alerta Digital, evoca a la artista gitana en su despacho donde “se dirigía a la mesa próxima a la que yo ocupaba. Cogía una foto de Franco, que había sobre ella, y la besaba con todo fervor”.

Manuel Fraga mirando embelesado a Lola Flores en los años finales de la dictadura

Así, los artistas de masas se cuidaban de proyectar una imagen de conflictividad política hasta bien entrados los años setenta. Un documento del tiempo, la entrevista de los periodistas Diego Galán y Fernando Lara en Triunfo a las jefas del club de fan de Raphael, ilumina esos fenómenos de masas y cómo se articulaban en la sociedad tardofranquista. Con un número de 11.000 socios, la presidenta Maribel Andújar enumera los múltiples beneficios de estar dentro: llaveros personalizados, trajes del ídolo e incluso poder recibir al artista en sus recepciones.

Andújar recuerda que Raphael “reza al levantarse y al acostarse, es devoto del Cristo de Medinaceli”, pero aun siendo “muy católico” el cantante melódico “no puede ir a misa todos los domingos, ya que si lo hiciera se le comerían”. Ahora bien, ellas tienen: “un alto sentido de la moral y no nos casaríamos con Raphael sin conocerle previamente lo suficiente. Para nosotras es un ideal: es muy bueno, ama a su madre, es un ser encantador y, además, es muy guapo”.  El contraste con el fenómeno groupie, emergente con los fenómenos pop–rock en estos mismos setenta (del que dejó escandaloso testimonio Cameron Crowe en Rolling Stone), es total.

El club de fans de Raphael en 1971, según fotografía en Triunfo

Pero la declaración definitiva, aquella que constituye el verdadero nudo narrativo del reportaje, es la pregunta de Galán y Lara sobre las filiaciones políticas del cantante y la respuesta de Andújar: “Raphael se encuentra metido en unos cauces tradicionales. No propone nada nuevo. Canta canciones de amor. Raphael es un ser normal y no se mete en canciones de protesta, ni en complicaciones políticas. Raphael le gusta a todas las clases sociales y no necesita meterse en jaleos, además, si hiciera recitales en fábricas, como algunos, armarían unos barullos increíbles: tal es el entusiasmo que despierta entre los obreros”.

El fervor a Raphael llevó a la primera dama del régimen, Carmen Polo, a considerar a al artista de Linares su “favorito”, según recogía la revista Semana del año 1973. El dictador incluso invitó al artista al Palacio de El Pardo, cosa que justificó el cantante a posteriori con la cita “he vivido la España que me ha tocado vivir”. No es una opinión muy distinta a la que tenía la presidenta del club de fans: “…los de fuera están más avanzados y ya lo tienen todo. Nosotros, en cambio, todavía tenemos muchas cosas por delante, y ojalá siempre estemos igual, porque así es mucho más agradable vivir”.

El artista con Carmen Polo, mujer de Franco, entre décadas.

Los rayos catódicos

En esta proyección constante de una vida adecuada, de un fenómeno pop “controlado”, la televisión fue fundamental en la construcción del imaginario de una generación. Alex de la Iglesia, que en múltiples entrevistas ha declarado su pasión por el inmaterial catódico de los años setenta, hace decir a uno de los personajes de la película citada al principio cómo las galas de fin de año en esa década “sí eran buenas”.


Cabecera de la Nochevieja de 1974: bailar mientras la dictadura agoniza, solución divertida
La frase, que puede parecer nostálgica, no es casual: la televisión construía ideales y situaciones sociales de manera precisa en los años setenta. Alejandro Carbonell, en su libro crítico con la Transición, recuerda cómo la televisión era fundamental para una población recientemente alfabetizada, con apenas un 55% contando estudios primarios.

A lo largo de los setenta, la corporación RTVE fue acusada de manipulación a favor del gobierno, además de “corrupción” según reconstruye el profesor Enrique Bustamante.  Pero es la declaración de Rafael Ansón (presidente de RTVE) a Pérez Ornia, en su tesis La televisión y los socialistas, donde llega a confesar que ”la televisión influyó mucho en que la gente votara a Suárez”. En ese mundo donde la televisión construía el discurso mayoritario, los artistas pop celebraban los múltiples contratos de una gala a otra, en una edad de oro donde apenas existía piratería y la música fuera del sistema era marginal, según recuerda Jordi Costa sobre el escaso impacto del grupo psicodélico sevillano Smash.

Fotograma de la temporada 9 de Cuéntame.

La nostalgia de estas galas, que contaban con presupuestos imposibles hoy en día, sobrevuela el imaginario actual en series como Cuéntame. Esta producción, a decir de los rumores, se originó como una sugerencia de José María Aznar a Imanol Arias como método de dar a conocer el pasado más reciente del país.

Queda a juicio del lector si este pasado, en palabras de Elisa G. McCausland, se “ha convertido en achuchable” en lugar de ser hechos con “sombras aún por despejar”. Parafraseando a Guy Debord y su La sociedad del espectáculo: “…el gobierno del espectáculo es amo absoluto de los recuerdos, al igual que es dueño incontrolado de los proyectos que conforman el más lejano futuro…”

Fuente →  caninomag.es

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