La ‘matanza de Atocha’, criminal intento franquista de volver a la guerra civil
La ‘matanza de Atocha’, criminal intento franquista de volver a la guerra civil: ABOGADOS DE ATOCHA / 40º ANIVERSARIO - LUIS DíEZ | Publicado: 22/1/2017 11:16 - Actualizado: 14:16


‘El abrazo’, cuadro de Juan Genovés que se expone en el Congreso de los Diputados y en el que el propio autor se basó su autor para crear el escultórico del mismo nombre, colocado en la Plaza de Antón Martin de Madrid como homenaje a los abogados de Atocha. / museoreinasofia.es

Ya había terminado su jornada laboral y entró, como de costumbre, en el bar de al lado a tomar una cerveza. Entonces se percató de que había olvidado la carpeta con el Mundo Obrero encima de la mesa. Dio un sorbo y le dijo al camarero: “Guárdamela, enseguida vuelvo”. Nunca volvió. El ejemplar del periódico del partido venía muy interesante. Titulaba en portada: “Nuestro objetivo, ganar las elecciones para la democracia” y traía información sobre los más de 170 presos políticos que permanecían en prisión, además de una entrevista con Ignacio Gallego. A Ángel Rodríguez Leal, militante del PCE y conserje y administrador del despacho laboralista de Comisiones Obreras (CCOO) en la popular calle de Atocha, 55, le gustaba leer detenidamente el semanario del partido.

Minutos después de subir a recoger su carpeta, a las 22:30 de aquel 24 de enero de 1977, tres tipos entraban en el portal y llamaban al timbre del segundo piso. Angel les abrió. Le preguntaron por Joaquín Navarro y, al oír su respuesta: “Navarro ya se había ido”, se lanzaron como perros en busca de la presa por los despachos mientras uno de los asaltantes se dedicaba a cortar las líneas de los teléfonos.

Joaquín Navarro era el secretario general del Sindicato de Transportes de Comisiones Obreras (CCOO) y el dirigente que con varias huelgas había contribuido a desarticular la red mafiosa que controlaba el transporte y cuyos cabecillas pertenecían o se hallaban relacionados con los dirigentes de la organización ultraderechista Fuerza Nueva. Una hora antes, Navarro había estado allí reunido con varios compañeros del sindicato, evaluando el impacto de la huelga. Por cierto que durante el encuentro había recibido una extraña llamada de otros supuestos compañeros que le pidieron que les esperara, pues irían a buscarle. No aparecieron. ¿Era una trampa de los sicarios? No lo sabemos. Lo cierto es que Navarro se marchó a su casa y por esa razón los pistoleros no le encontraron.

Los cinco abogados asesinados en Atocha. / ccoo.es

Pero sí hallaron a los abogados que a aquella hora seguían ocupados. Eran un puñado de jóvenes entusiastas que se dejaban la vida y la salud trabajando doce y catorce horas al día a cambio de un paupérrimo sueldo mensual de 30.000 pesetas del sindicato. Su entrega al ideal de la mejora de las condiciones de vida de los trabajadores y la conquista de la libertad y los derechos democráticos era ejemplar. Casi todos estaban afiliados al “partido”, que entonces era el todavía clandestino e ilegal PCE.

Los sicarios les encañonaron con sus armas, los sacaron, manos arriba, de los despachos, los agruparon, uno tras otro, en el vestíbulo y los dispararon a sangre fría. A consecuencia de los disparos murieron el administrativo Rodríguez Leal y los abogados laboralistas Enrique Valdelvira Ibáñez, Luis Javier Benavides Orgas y Francisco Javier Sauquillo Pérez del Harco, así como el joven estudiante de derecho Serafín Holgado. Y resultaron gravemente heridos Miguel Sarabia Gil, Luis Ramos Pardo, Dolores González Ruiz y Alejandro Ruiz-Huerta Carbonell.

La entonces letrada y actual alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, formaba parte de aquel grupo de abogados y salvó la vida porque Benavides le pidió usar su despacho para una reunión y ella se lo cedió y se fue a casa. Por cierto que la defensa del joven Benavides, que era nieto del general Orgaz, uno de los militares que se sublevaron con Franco contra el orden democrático de la II República, corrió a cargo del socialista José Bono.

Contexto político angustioso

La noticia sobre la terrible matanza de Atocha, de la que ahora se cumple el 40º aniversario, se difundió rápidamente en Madrid y sobrecogió a cuantos anhelaban la democracia y al bien intencionado presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, quien en conversaciones privadas había confesado que no contaba con más de doscientos policías leales. El contexto era angustioso para los demócratas y, singularmente para los comunistas, que desde mediados de los sesenta habían apostado inequívocamente por la reconciliación nacional.

Apenas un mes antes, el 15 de diciembre de 1976, el presidente Suárez sometió a referendum la ley de la Reforma Política que le iba a permitir disolver las Cortes franquistas. Acudieron a votar 17,5 de los 22,6 millones de españoles con derecho a voto. Medio millón se pronunciaron en contra y casi otros tantos votaron en blanco. Pero una mayoría de 16,5 millones respaldaron la reforma. Aquel resultado proporcionaba una gran fuerza al centro-derecha moderado. Los franquistas descubrían que su tiempo había terminado. En el calendario político de Suárez figuraba la fecha del 15 de junio de 1977 para celebrar las primeras elecciones democráticas de las que deberían salir las nuevas Cortes y el nuevo Ejecutivo. El PSOE y el PNV celebraban actos y estaban a punto de ser legalizados, pero el PCE seguía soliviantando a los militares franquistas que habían hecho del combate contra el comunismo la razón de ser de sus vidas. Suárez temía la involución y pedía paciencia a los dirigentes comunistas.

A pesar de la voluntad popular manifestada en el referendum, la ultraderecha enquistada en los aparatos del Estado se revolvió con extraordinaria crudeza contra la reforma. Los terroristas del autodenominado Grupo Revolucionario Primero de Octubre (GRAPO) favorecieron objetivamente en aquellos momentos a los franquistas del bunker y la utraderecha. Unas horas antes del referendum, los GRAPO, que estaban controlados de cerca por algunos mandos de la cruel Brigada Político-Social de la Policía, secuestraron a Antonio María de Oriol y Urquijo, presidente del Consejo de Estado. Oriol era un personaje importante para los ultras. Ese mismo año había financiado la tradicional romería de los carlistas de don Sixto de Borbón al picacho de Montejurra, en Navarra, con la inclusión en sus filas de varios mercenarios armados para que se enfrentaran a los partidarios de don Carlos Hugo, de ideario antifranquista y democrático. Mataron a dos personas y contaron con la cobertura del entonces director de la Guardia Civil, Ángel Campano.

Puerta de acceso al número 55 de la calle de Atocha, donde estaba el despacho, y placa conmemorativa al lado. / coco.es

Para presionar más al Gobierno, secuestraron unos días después, en enero de 1977, al teniente general Francisco Villaescusa, a la sazón presidente del Consejo Supremo de Justicia Militar. Los terroristas amenazaban con matarles a plazo y hora fija si el Gobierno no liberaba a sus camaradas encarcelados. En plena cuenta atrás, el antiguo jefe de la Brigada Político-Social, Roberto Conesa, prestó un buen servicio al Ejecutivo y, gracias a unos datos que le proporcionó el taciturno periodista Pio Moa, cabeza pensante del grupo terrorista, la policía los pudo liberar sanos y salvos, sin disparar un tiro, a los dos secuestrados, a los que tenían recluidos en un piso en Leganés (Madrid).

La desestabilización provocada por la ultraderecha para impedir el avance hacia la democracia se libraba también en las calles. Los ultras se organizaban en camadas negras dirigidas, armadas y entrenadas por elementos militares, policiales y de los servicios de información del Estado, y aprovechaban las manifestaciones de trabajadores y estudiantes para realizar acciones violentas y provocar alarma, confusión y miedo. El domingo, 23 de enero, miles de estudiantes acudieron a una manifestación por la libertad y ocuparon la Gran Vía madrileña, desde la plaza de España hasta la de Callao. Entonces aparecieron los ultras y uno de ellos, un argentino de un grupo de guerrilleros de Cristo Rey que resultó ser confidente de la policía, por nombre Jorge Cesarski, asesinó de un tiro en el pecho al estudiante Arturo Ruiz. La policía y los jueces facilitaron su huida.

A la mañana siguiente, 24 de enero, varios miles de estudiantes se congregaron de nuevo en la Gran Vía para protestar por el asesinato de Arturo Ruiz. Aparecieron los antidisturbios y comenzaron a lanzar pelotas de goma y botes de humo con sus fusiles para dispersar a los jóvenes. En esta ocasión no comparecieron los camadas negras de las organizaciones Cristo Rey y Fuerza Nueva, pero en la plaza del Callao, un policía disparó su fusil con un bote de humo en la bocana a la cabeza de una estudiante. El impacto a corta distancia le destrozó la cara. La joven Marilúz Nájera cayó herida de muerte sobre el adoquín y falleció poco después. A esa hora pocos podían sospechar que aquella jornada del frío enero terminaría convirtiéndose en la fecha más triste y sangrienta de la incipiente transición.

Los condenados por la ‘matanza de Atocha’. De izda. a dcha. y de arriba abajo, Francisco Albadalejo (inductor), José Fernández Cerra y Carlos García Juliá (autores materiales) y Fernando Lerdo de Tejada, que no fue juzgado porque se dio a la fuga aprovechando un permiso carcelario. / Fotos: Efe

Los asesinos y alguien mas
Pocas horas después, en la cafetería Denver, en el Paseo del Prado, junto a la sede central del sindicato vertical franquista (el “verticato”), el jefe del Sindicato del Transporte Privado, Francisco Albadalejo, destacado ultraderechista, vinculado a la Falange, apuraba su segunda copa de Magno y abandonaba el establecimiento en compañía de dos individuos. Les siguieron dos tipos de mediana edad que habían permanecido ante la barra tomando una cerveza sin desabrocharse el abrigo de lodén y la gabardina beige de cinco botones, respectivamente. Eran italianos. Ya en la calle, los italianos les siguieron en un coche hacia el objetivo: el despacho de los abogados laboralistas de CCOO. Los asesinos eran los ultras José Fernández Cerrá, Carlos García Juliá y Fernando Lerdo de Tejada. Los dos primeros empuñaban una pistola Brownin y una Star, respectivamente, que supuestamente les había proporcionado el falangista Leocadio Jiménez Caravaca. Vaciaron sus cargadores contra los abogados y a García Juliá le quedaron balas para pegar el tiro de gracia a Sauquillo y Holgado, lo que no quita para que el juez Ignacio Sánchez Ybarra decretara su libertad en 1991 por su comportamiento ejemplar, y después la Audiencia Nacional le permitiera viajar a Paraguay atendiendo a una oferta de trabajo (Se dedicó al narcotráfico).

Los féretros con los restos de los abogados asesinados se instalaron en el salón de actos del Colegio de Abogados, en la plaza de las Salesas, por decisión de sus compañeros y de la cúpula colegial contra el criterio del ministro del Interior, Rodolfo Martín Villa, que les hizo saber que no podía garantizar su seguridad. Las palabras del ministro eran insólitas y revelaba su falta de autoridad sobre la Policía Nacional bajo sus órdenes o bien una innoble y temerosa intención de evitar que la izquierda, principalmente los dirigentes, militantes y simpatizantes del Partido Comunista y de Comisiones Obreras, rindiera homenaje a las víctimas. Pero la izquierda, los trabajadores manuales e intelectuales, como se decía entonces, comunicaron al señor ministro que ellos se ocuparían de la seguridad y le garantizaron que no caerían en algaradas ni en provocaciones, que era lo que en aquellos días trataban de promover los ultras para que el Ejército se sublevara y limpiara de nuevo el país de indeseables.

El cortejo fúnebre, arropado por miles de personas, en la confluencia de la calle de Génova con la Plaza de Colón, . / Efe
El ejemplo del PCE

El homenaje resultó impresionante. Más de 200.000 personas, con la emoción contenida, los corazones encogidos de dolor y la rabia contra la impunidad y la injustica a punto de estallar, despidieron entre lágrimas y con un silencio impresionante a los compañeros muertos. El secretario general del PCE, Santiago Carrillo, encabezó el cortejo durante quince minutos y se retiró en coche, alertado por la presencia de provocadores ultras. En las principales ciudades españolas se registraron manifestaciones de condena y rechazo de la violencia. Las páginas de Mundo Obrero son fiel testimonio de la serenidad de los dirigentes y afiliados del PCE que inequívocamente rechazaron las provocaciones y alertaron del enfrentamiento con el estamento militar que pretendían los franquistas.

La izquierda y, singularmente, los luchadores comunistas por la democracia y los derechos sociales y políticos, ofrecieron a todos los españoles y al mundo entero una lección –otra más– de civismo y de dignidad. La falsa imagen, alimentada contra los comunistas durante cuarenta años por la propaganda franquista, quedó en evidencia. Ni eran gente violenta ni revanchista ni vengativa, sino hombres y mujeres del pueblo, trabajadores, estudiantes, gente sencilla que deseaba y reclamaba nada más y nada menos que la libertad, la justicia y la paz. Ellos protagonizaron aquella primera gran manifestación pacífica que se celebró en España desde deceso del dictador. ¿Podía el reformador Adolfo Suárez ignorar aquel ejemplo de civismo en su proyecto de tránsito hacia la democracia? De haberlo hecho, habría fracasado, pues la democracia la ganó el pueblo con sacrificio y dolor, y el reformador se limitó a interpretar correctamente la demanda popular.

El fin de la impunidad fascista

Portada de ‘Mundo Obrero’ tras el funeral por los abogados asesinados. / Ministerio de Cultura

Los asesinos, amparados por las garantías de protección e impunidad de sus contratistas, que a su vez tenían altos contactos políticos, policiales y en los servicios secretos, permanecieron en Madrid, ignorantes de que para Suárez y Martín Villa su detención era una prioridad. Alguno se permitió alardear de la matanza en la cafetería en la que se reunían con Albadalejo. El Gobierno arbitró estímulos económicos y en el mes de marzo, la policía detuvo a Fernández Cerrá, García Juliá y Lerdo de Tejada como “autores materiales” de los asesinatos y al jefe provincial del sindicato vertical del Transporte, Albadalejo, como “autor intelectual”. También arrestó a Jiménez Caravaca por suministrar las armas y a Gloria Herguedas, novia de Cerrá, como cómplice. Los supervivientes sufrieron amenazas. Los policías encargados de investigar y detener a los asesinos, también tuvieron que soportar el reproche y las amenazas de algunos colegas, como bien recuerda uno de ellos, Antonio P., ya jubilado. Y, por supuesto, renunciaron a la recompensa.

El sumario, casualmente, recayó en el juez del Tribunal Central de instrucción número uno, Rafael Gómez Chaparro, un hombre al que la democracia producía desagrado y asco, que procedía del Tribunal de Orden Público (TOP) y se había ocupado de tramitar el sumario de los crímenes de Montejurra, dejando impunes a los inductores y a cubierto a los mercenarios ultraderechistas. Su primera decisión sobre la matanza de Atocha fue dejar dormir el sumario. Su trámite más significativo consistió en conceder un permiso de salida de fin de semana al pistolero Lerdo de Tejada, a la sazón sobrino de una secretaria del jefe y fundador de Fuerza Nueva, Blas Piñar. Lerdo tenía que regresar a la prisión de Ciudad Real el 17 de abril de 1979, y todavía se le espera. Los otros dos pistoleros fueron fueron condenados a 193 años de prisión y Albadalejo a 73 años como inductor.

Más allá de la vinculación, conocida años después, de la red Gladio –una organización formada por ultraderechistas italianos y de otros países europeos con conexiones con la CIA y los servicios secretos españoles e italianos contra el comunismo– con la matanza de Atocha, es lo cierto que algunos asesinos franquistas fueron sentados en el banquillo por primera vez en 1980 y que, por fin, se rompió la impunidad de la que hasta entonces disfrutaban los sicarios del régimen dictatorial. La investigación sobre las armas y la munición que emplearon nunca fue completada ni se admitió la verificación de expertos independiente, y la responsabilidad solo llegó hasta el mencionado jefe del sindicato vertical.

Domingo de Resurrección

Portada de ‘Mundo Obrero’ del 10 de abril de 1977 con la noticia de la legalización del PCE. / Ministerio de Cultura

Más profundo fue el impacto político de la masacre, pues si hasta entonces el rey Juan Carlos I había intentado convencer al secretario general del PCE, Santiago Carrillo, de que no concurrieran a las primeras elecciones democráticas o que lo hicieran como “independientes” para evitar el riesgo de desestabilización o golpe militar al proceso, el presidente Suárez no dudó en ordenar la legalización del PCE el 9 de abril de 1977. La noticia se conoció al atardecer de aquel sábado de Semana Santa y dio lugar a un histórico y festivo Domingo de Resurrección, reflejado al día siguiente en la extraordinaria edición de Mundo Obrero.

Transcurridas cuatro décadas de aquellos sucesos inmortalizados por el director de cine Juan Antonio Bardem en la película Siete días de enero, vale añadir que la libertad y los derechos democráticos no fueron un regalo; tuvieron que se arrancados con sangre, dolor y lágrimas. He ahí el sentido del grito: “Atocha, hermanos, no os olvidamos” que escucharemos en el homenaje previsto el martes a las 10:00 de la mañana en la plaza de Antón Martín, junto al monumento a su memoria y en el Auditorio Marcelino Camacho de la calle Lope de Vega de Madrid. Si el eco de vuestra voz se apaga, pereceremos.

Fuente de la noticia, ver más sobre esta información aquí: cuartopoder.es