Las leyes de memoria que los gobiernos del PSOE han ido implementando desde la presidencia de Zapatero hasta hoy, rompieron el tabú institucional impuesto por la falsa concordia instalada en el relato oficial. Sin embargo, su alcance ha sido criticado por su tibieza y su superficialidad, dejando la mayor parte del trabajo de restauración de la dignidad de las víctimas en sus familiares y en las asociaciones memorialistas. Todavía hoy, muchas fosas continúan sin abrirse por falta de recursos, muchos símbolos franquistas siguen decorando nuestro país, y todos los artífices del exterminio ideológico y de la represión que siguen vivos, morirán impunes. Tampoco las grandes fortunas de la dictadura que el periodista Antonio Maestre retrató minuciosamente en su libro Franquismo S.A., las mismas que hoy lideran la oligarquía de nuestro país, nunca han tenido que rendir cuentas. Las mismas familias, los mismos hombres que Franco hizo ricos, ahí están.
La derecha acusa hoy al Gobierno de usar lo que llaman ‘el comodín de Franco’ para tapar otros asuntos, y el Gobierno se sirve de los franquistas para azuzar el miedo a que vuelvan, presentándose como un muro antifascista. Al margen quedamos aquellos ciudadanos que, igual que reivindicamos la memoria democrática y nos plantamos ante las provocaciones fascistas, criticamos las tímidas leyes al respecto y nos negamos a regalar el marco antifascista a un Gobierno o a un partido. Al que sea. Es nuestro deber tanto confrontar a una nueva extrema derecha envalentonada, que se planta en las universidades pidiendo enviarnos a las cunetas, como señalar las incapacidades de estas leyes de memoria, los asuntos pendientes y los cabos sueltos.
Hace meses que los desfiles neonazis, las algaradas ultraderechistas, su cada vez más vehemente defensa de sus ideas supremacistas en medios, redes y tribunas políticas escenifican una ofensiva sin precedentes, un estado convulso en la política institucional y en las calles, avalado por una derecha pusilánime que va a remolque de los ultras, ansiando recuperar el mando al precio que sea. Este relato es un balón de oxígeno para el Gobierno, que se presenta como única garantía ante un fascismo desbocado, con los ejemplos que nos ofrecen los líderes de la derecha populista que ya gobiernan en otros países. España, dicen, es una especie de aldea gala que resiste a la conquista ultra de las instituciones y los corazones de la ciudadanía. Y esto, por mucho que reducido al simplismo nos tranquilice, no deja de ser una trampa para aceptar lo mínimo por miedo a que vengan los otros. El fascismo no se cuela por una misa por Franco un 20N, sino que transita por las alcantarillas del Estado y de la sociedad misma con el beneplácito y la connivencia de quien puede hacer y no hace. Bien porque le resulta útil, o bien porque entiende que no es su problema.
Mi generación, la de los que nacimos a finales de los 70 del siglo pasado, estuvo atravesada por un manto de silencio y prudencia, por relatos oficiales de punto final y concordia. Nunca estudiamos en el colegio ni en secundaria lo que fue la dictadura, y todo lo que aprendimos fue en casa o en los libros y revistas que caían en nuestras manos. Se dijo que el fascismo había muerto con Franco, y que lo que quedaba era solo un residuo. Sin embargo, recuerdo a mi tía advirtiéndome: ‘que nadie sepa lo que piensas’, con un miedo incrustado del que nunca se desprendió. Ella sabía que nunca se habían ido. Y lo comprobé cuando, recién implicado en política, en movimientos sociales en plena adolescencia, nos tocó lidiar con los nuevos fascistas, igual de crueles y retorcidos, aunque más interesados por las modas neonazis europeas, el futbol y la estética urbana que por las misas y las camisas azules bien planchadas.
Siempre supimos que el fascismo no había muerto, que, por una parte, permanecía instalado en los cimientos del nuevo régimen democrático y que, por otra, seguía teniendo presencia en las calles, aunque no todo el mundo lo sufriera o le diese importancia. Es por eso por lo que hoy, los desfiles fascistas, sus videos, sus performances y su vehemencia no nos pilla por sorpresa, ni nos asusta más que hace 30 años. Aunque la coyuntura política les sea favorable, con una extrema derecha a las puertas de muchos gobiernos, nos debería preocupar más cómo sus ideas han impregnado una parte del sentido común más allá de su nicho habitual de mercado.
Quitar nombres franquistas del callejero es pura higiene democrática, pero no ceder ante los discursos y los marcos del odio y del autoritarismo neofascista es un deber todavía más urgente. La amenaza real no es tan solo un franquista en el poder, es que quienes se presentan como seguro ante ellos hayan comprado una parte de sus recetas. Es que, estando en el poder, no den respuesta a los problemas de la clase trabajadora, lanzándola en brazos de los ultras. Que este 20N sirva no solo para recordar a quienes sufrieron la dictadura y para combatir el revisionismo histórico de la derecha, sino que sirva también para que todas esas brechas por donde se cuela hoy el fascismo sean nuestros frentes de batalla más urgentes.
Fuente → miquelramos.me


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