Memoria histórica imprescindible:
-Valencia, fascistas impunes 1937.
De los «asilados», de los que los amparan y de la necesidad de un poquito de decoro
(Fuente: «VERDAD». Órgano del Partido Comunista. Tercera época – Núm. 18 – Página 1. Valencia, 17 de agosto de 1937).
«La otra noche, en el momento de la alarma, se registró en uno de los grandes hoteles de Valencia una escena que no sabemos si calificar de vergonzosa, porque ello supondría en sus protagonistas un átomo siquiera de algo de lo que -a la vista del público- carecen totalmente.
Al apagarse las luces en el restaurante de dicho hotel, en el preciso instante en que estaban sonando las antiaéreas y cabía verosímilmente suponer -lo que afortunadamente no fue- que algún aviador mercenario al servicio de Hitler o Mussolini estaba asesinando a algunos de los nuestros, unos individuos y una individua, sentados en una de las mesas, se pusieron a imitar gritos de animales, a hacer una de esas ‘gracias’ a que acostumbraban señoritos de cierto jaez y mujeres de cierto jaez también en los cabarés de antes del 18 de julio. Y, al recriminar a estas gentes su impudor unos ciudadanos de la República, la individua citada, con un magnífico acento de la calle de la Ruda, salió con la consabida cantinela de que el grupito era súbdito de un país sudamericano, e incluso que en él figuraba un diplomático, cosa que es de suponer no sea cierta, ya que un diplomático, por muy fascista o fascistizante que sea, tiene siquiera como norma de conducta una aparente corrección y una aparente educación.
El hecho es que, mientras cabía suponer que gentes nuestras morían asesinadas por los facciosos; que al menos los facciosos, los enemigos del pueblo español, intentaban hacer en el territorio de la República obra de muerte y destrucción, había gentes lo bastante osadas para no recatar su alborozo y exteriorizarlo en la forma en que en las juergas de su calaña tal cosa se acostumbraba a hacer antes del 18 de julio, y tal cosa debe seguir acostumbrándose en Burgos y en Sevilla o en cualquiera de las capitales o de los pueblos hoy sojuzgados por el fascismo invasor, cuando anuncian y celebran el suplicio de nuestros hermanos.
Me dirás, camarada lector, que cosas que lleguen a ese extremo de tolerancia son casi imposibles de creer. Yo te responderé a eso que serían imposibles de creer si no tuviéramos, tú y yo y todos los que componemos el verdadero pueblo español, que reprocharnos la absurda lenidad con que, de un poco más de un año a esta parte, y hasta, si me apuras, desde el advenimiento de la República a esta parte, hemos consentido ciertas cosas y ciertas conductas.
Que hay fascistas en Valencia, nadie lo duda; que los fascistas procuran por todos los medios a su alcance ayudar a los suyos, nadie puede dudarlo tampoco; pero que estos fascistas hayan perdido de tal modo el miedo a lo que pudiera ocurrirles si se descubriera su verdadera condición; que estén de tal modo seguros de que nada habrá de ocurrirles si su verdadera condición es puesta de manifiesto, que puedan llegar a actos tan vergonzosos como el que motiva este comentario; esto es lo que realmente merece que, desde las autoridades hasta el más anónimo de los ciudadanos, todos nos detengamos a reflexionar sobre ello.
Tú imagina, lector, por un momento, que en aquel restaurante donde se desarrolló esta escena se hubiera encontrado en ese momento algún familiar de algún hombre, de alguna mujer o de algún niño asesinados por las bombas de los facciosos; ¿con qué derecho podría nadie reprocharle si se hubiera abalanzado sobre el grupito, dando lugar con ello, no solo a un incidente de consecuencias que podrían ser gravísimas, sino incluso a una de esas enojosas cuestiones que se ha dado en llamar ‘conflictos diplomáticos’? Si bien, de ti para mí, te confesaré que yo no creo en tales conflictos sino con aquellas potencias que significan algo en el concierto mundial. O sea, que el enojo de cualquier representante de una de esas republiquitas cuya representación en España parece no tener otra finalidad que la de dar gratis, o no gratis, salvoconductos o patentes de corso a cuantos fascistas a ellos acuden.
Por suerte o desventura, no fue así; en cambio, había en el comedor camaradas de uniforme que, si bien hubieron de darle de palabra a esas gentes su merecido, hubieron de pasar por la violencia de tener que aguantarse los nervios para no darles su merecido también de obra.
Y volvamos a lo ya dicho. La culpa no es de esas gentes, sino nuestra. Desde principios de la insurrección padecemos un verdadero morbo de indulgencia con los enemigos y con sus aliados. Este exceso -imperdonable- ha llevado a unos y a otros a crecerse de tal modo que cualquier miembro de segunda, tercera o cuarta categoría del Cuerpo consular o diplomático de cualquier país de tercera, cuarta o ninguna importancia, se cree con el derecho de, muy en alto, amparar abiertamente a fascistas, o sea, a enemigos del pueblo español. Y con esto nada tiene que ver el derecho de asilo. Después de lo que sucedió en la legación de Finlandia y en la de Perú, sería curioso saber a qué retorcidos argumentos se atreverían a apelar los que quisieran defender a los emboscados o hacer pasar la frontera, para llegar a terreno faccioso, a hombres en edad militar o a hombres reclamados por los Tribunales legítimos de la República.
Sí, camaradas; ya es mucho derecho de asilo y ya son muchas banderitas raras en las mangas, solapas o en el pecho de individuos o individuas que hasta el 18 de julio eran y no habían jamás soñado con ser otra cosa que españoles. Y, la verdad, cuando la retaguardia no es sino prolongación natural de los frentes; cuando en cualquier lugar de la retaguardia, lo mismo en la calle que en un cine, que en el comedor de un hotel o el salón de un café, parte al menos de los asistentes son hombres que descansan unos días de los meses en que han estado, y en el que volverán a estar, jugándose la vida por librar a España de la invasión extranjera y del oprobio fascista; cuando todos estos lugares de la retaguardia están llenos de familiares de los que se juegan o han perdido la vida por defender a España de la vergüenza impuesta por los traidores, resulta excesivamente duro el tener, «encima», que aguantar el descaro con que los aliados y protectores de los traidores exteriorizan su condición. Tan excesivamente duro resulta, que resulta insufrible. Y bueno será que así lo vayan pensando los fascistoides emboscados y sus descarados ángeles custodios, ello en evitación de la repetición más grave, harto más grave, de escenas como la que ha motivado estas líneas.
Fuente → presos.org.es


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