El movimiento obrero en España. Del franquismo a la democracia
 
Por mucho que la dictadura persiguiera y castigase a todos aquellos a quienes consideraba responsables e instigadores de las protestas, estas seguirían aumentando hasta el final del régimen

 

Los cincuenta años transcurridos desde la muerte de Franco hasta la actualidad constituyen una excelente oportunidad para reflexionar sobre los importantes cambios que se han producido en la sociedad española a lo largo de este periodo. Al mismo tiempo, permiten analizar con una cierta distancia y perspectiva quiénes fueron los protagonistas de la transformación que comenzó a fraguarse durante la transición a la democracia, entre ellos, uno de los más importantes, el nuevo movimiento obrero surgido a partir de los conflictos laborales que estallaron en el segundo franquismo. Sin embargo, a pesar de los trabajos especializados en el tema que se han publicado en el ámbito académico, su protagonismo ha quedado un tanto desdibujado, al menos para una parte importante de la sociedad. A ello ha contribuido la pérdida de peso que han tenido las organizaciones sindicales y el notable descenso de la conflictividad laboral, pero también la mala fama que se ha extendido sobre el sindicalismo de clase, alimentada por determinados sectores y medios de comunicación, empeñados en extender una imagen absolutamente distorsionada de este movimiento durante los últimos años. La caricaturización de los representantes sindicales como vividores profesionales ha tenido sus efectos, hasta el punto de ser hoy en día una de las instituciones menos valoradas por los españoles. Pero tampoco se puede olvidar el impacto de otro relato, situado ideológicamente en las antípodas del anterior, empeñado en difundir una versión sobre la Transición en la que los sindicatos de clase (con el PCE a la cabeza) han sido señalados por haber traicionado, supuestamente, a los trabajadores, siendo corresponsables de la consolidación de lo que se ha dado en llamar de forma despectiva régimen del 78, instituido como la herencia envenenada del franquismo. 

Ni las duras penas dictadas por el Tribunal de Orden Público, ni la imposición de los estados de excepción conseguirían terminar con las huelgas

  1. Una larga posguerra
  2. Los años sesenta: la década de la ruptura

Una larga posguerra
 

La dictadura franquista fue profundamente clasista. Tras la conclusión de la Guerra Civil, el nuevo régimen arremetió con una enorme dureza contra los sindicatos, haciéndolos responsables de las ideas que habían llevado prácticamente a la destrucción de España bajo el dominio del comunismo internacional. Para regenerar a la nación era necesario combatir aquellas ideas y extirparlas como si se tratase de un cáncer. El nuevo régimen ilegalizó la huelga y las organizaciones clase, incautó sus locales y sus medios de prensa y emprendió una cruel represión contra los líderes y militantes más destacados del movimiento obrero que habían defendido la legalidad de la Segunda República. Muchos de ellos fueron encarcelados o encuadrados por la fuerza en batallones de trabajadores. Los más afortunados lograron abandonar el país y se exiliaron. Otros terminaron siendo paseados o fusilados tras ser juzgados y condenados a muerte. Además de ello, el nuevo régimen implantó la Organización Sindical Española (OSE), una institución de inspiración fascista, con el propósito de encuadrar y controlar a los trabajadores en una central única donde también se integró a los empresarios. A esta situación se sumó la pobreza que sufrió España tras el final de la contienda y la miseria provocada por la política autárquica que aplicó el franquismo en aquellos años, lo que generó una profunda sensación de derrota entre la clase obrera. En este contexto, el miedo y el hambre fueron determinantes para imponer la paz social y evitar cualquier tipo de protesta laboral. Solo los más decididos siguieron ayudando al sostenimiento de las familias de los presos políticos a través de cuestaciones realizadas de forma clandestina en los centros de trabajo. 

El resultado de todo ello fue la práctica desaparición de los conflictos laborales. Solo volvieron a reproducirse tras al final de la Segunda Guerra Mundial, cuando el contexto internacional alentó entre las organizaciones políticas y sindicales de la oposición la posibilidad de una intervención de los aliados que acabase con el régimen. Uno de los más significativos, por el número de trabajadores y empresas afectados, tuvo lugar en la ría de Bilbao en mayo de 1947. Tras la fuerte represión sufrida en esta huelga no volvieron a producirse conflictos laborales de importancia, salvo algunos paros puntuales y esporádicos. Habría que esperar unos años para asistir a una nueva protesta. Ocurrió en Barcelona en marzo de 1951. En esta ocasión, el malestar social se manifestó a través de un boicot a los tranvías de la ciudad condal en el que tomaron parte incluso militantes falangistas descontentos con la situación que se vivía en aquellos momentos, aunque el paro se extendió a otros puntos de la geografía española, concretamente al País Vasco y Navarra, en este caso, a través de una convocatoria de huelga general. Aunque su impacto fue limitado, el conflicto contó con la participación de antiguos afiliados de los sindicatos y partidos de clase (socialistas, comunistas, anarquistas), e incluso con algunos elementos desencantados del régimen y con militantes católicos que poco a poco estaban evolucionando hacia posiciones cada vez más críticas con la dictadura. Sin embargo, ni los trabajadores lograron que se atendieran sus demandas a favor del incremento de los salarios ni el Gobierno Vasco en el exilio, que estuvo detrás de la convocatoria que desembocó en aquella huelga, consiguieron poner en evidencia al régimen de Franco, cada vez más afianzado en el poder.

El ciclo de protestas que se inauguró con la histórica huelga de 1962 en Asturias y el País Vasco, se extendió a lo largo de las dos últimas décadas del régimen franquista

Sin embargo, aunque de forma tímida, la situación había comenzado a cambiar y no solo en el mundo laboral, donde volvió a haber conflictos, como el que paralizó la empresa Euskalduna de Bilbao en diciembre de 1953, sino también en otros ámbitos. Así quedaría de manifiesto tras los sucesos de 1956 que tuvieron lugar en la Universidad Central de Madrid, protagonizados por los estudiantes, muchos de ellos, hijos de los vencedores de la guerra civil. El malestar social y político era evidente. Pero la Guerra Fría y los pasos que se dieron en los primeros años de la década de los años cincuenta, tras los acuerdos firmados por Estados Unidos (1951), la firma del Concordato con la Santa Sede (1953) y la incorporación de España a la Organización de las Naciones Unidas (1955), comenzaron a abrir la esperanza de una cierta flexibilización del régimen, al menos en el terreno económico. El mismo año que tuvieron lugar las protestas de los universitarios, el Gobierno decretó un aumento general de salarios de alrededor del 15%. Importante pero no suficiente, al menos para la gran masa de trabajadores, que todavía no habían recuperado el poder adquisitivo anterior a la guerra civil. En Pamplona, los obreros reclamaron un incremento salarial del 75%, mientras el sector del metal guipuzcoano y vizcaíno volvió a registrar paros similares. En la zona del Gran Bilbao, la huelga se produjo a lo largo de la primavera de 1956 y afectó a las empresas más significativas de la zona, para extenderse gradualmente hacia otras de menor tamaño. Hubo algunas novedades destacables en aquella ocasión. Por vez primera desde el final de la Guerra Civil, los obreros eligieron una plataforma encargada de representarles ante la autoridad más importante de la provincia: el Gobernador Civil. Sus componentes fueron elegidos por los trabajadores, que lograron organizarse al margen al margen de la OSE, aunque algunos de ellos fueran incluso enlaces sindicales de la misma. Serían los primeros pasos que darían lugar en muy poco tiempo al nacimiento de las Comisiones Obreras, tanto en Asturias como en el País Vasco, impulsadas por militantes del (clandestino) Partido Comunista de España (PCE) junto con trabajadores del mundo católico.

Los años sesenta: la década de la ruptura

La firma de los acuerdos anteriormente citados fue importante para el régimen franquista en el terreno político, la economía no terminaba de despegar y esto preocupaba, sobre todo, a Estados Unidos, siempre atento a las consecuencias que podría tener el deterioro de la crítica situación en que se encontraba la dictadura en aquellos momentos. Para ello, las principales potencias democráticas dieron un paso más y facilitaron el acceso de España a los organismos surgidos de los Acuerdos de Breton Woods (el Fondo Monetario Internacional y el conglomerado institucional del Banco Internacional), al tiempo que redoblaron discretamente su apoyo a los sectores del régimen favorables a la liberalización de sus políticas monetarias y comerciales. Como ha recordado Nicolás Sesma, en estas circunstancias, “la dictadura terminó encontrando su tabla de salvación en la reorientación de su libreto económico. Algo que le permitió a su vez reinventarse políticamente” y simular una evolución política para situarse dentro del selecto grupo de las dictaduras desarrollistas que habían abrazado el paradigma de la modernización.

No fue un proceso sencillo. La transformación que pretendía el régimen requería de un programa con un diseño y unos objetivos concretos y claros para su puesta en marcha. Fue así como comenzó a elaborarse el Plan de Estabilización Económica, que terminaría aprobándose en 1959. Su desarrollo transformó la situación e introdujo a España en una nueva realidad, alentando un futuro mucho más esperanzador. Las principales medidas se centraron en unificar los múltiples tipos de cambio, controlar y reducir el gasto público y elevar los tipos aplicado por Banco de España. Los efectos se hicieron notar en muy poco tiempo, tanto en el equilibrio interior como en el exterior. En muy pocos años el país experimentó una transformación sin precedentes. La racionalización y modernización de la economía puso fin a la etapa de aislamiento autárquico que había caracterizado la política del franquismo hasta mediados de los años cincuenta. Como consecuencia de ello, creció el empleo, crecieron los salarios y, por supuesto, las expectativas de los españoles. Pero todo aquello solo sería posible en los centros urbanos e industriales, a donde llegaron cuatro millones de españoles huyendo de la miseria y el atraso del campo. Y por fin comenzaron a disfrutar de las comodidades de aquella sociedad de consumo que ya se vivía en Europa, a donde emigraron otros dos millones de españoles en busca de un futuro mejor. Las lavadoras, los frigoríficos y las televisiones llenaron los hogares de los trabajadores, incluso de los más modestos. Nicolás Redondo Urbieta, el líder de la Unión General de Trabajadores (UGT) lo confirmaría años después (en declaraciones para el documental La transición en Euskadi, de 1972): 

“Había habido una pequeña mejora, una transferencia de la gente de las zonas rurales a la ciudad. (..) La gente de compraba su pequeño Seat y había un pequeño crecimiento económico. La situación no era la del 36 y eso había que reconocerlo”.

La España de los propietarios que había anunciado en 1957 José Luis Arrese, ministro de Vivienda, no había acabado con los proletarios, pero había cambiado sus expectativas. No obstante, el desarrollo económico tuvo una proyección política de carácter legitimador. Tal y como ha afirmado Juan Pablo Fusi, “el franquismo, una vez utilizados y desplazados los sectores más ortodoxos del mismo elevó el desarrollo, el crecimiento económico, a filosofía oficial del Estado”.

Sin embargo, todos aquellos cambios no estarían exentos de tensiones y problemas. Algunos destaparon la incapacidad y los límites del propio régimen. Ocurrió en los centros urbanos, donde la carencia de viviendas demostró la falta de previsión y de una verdadera política en esta materia. Miles de trabajadores, sobre todo de los recién llegados, se vieron obligados a vivir en chabolas miserables o a compartir piso con otras familias. Además, aparecieron las primeras protestas de los nuevos vecinos que reclamaban escuelas, semáforos y ambulatorios. Fue el comienzo de un potente movimiento vecinal que empezó a organizarse al amparo de la Ley de Asociaciones promulgada en 1964. Pero el descontento se materializó especialmente en el mundo laboral. Fue allí donde los problemas se hicieron más evidentes, cuando los trabajadores comenzaron a exigir una mejora sustancial de sus condiciones de trabajo

En este proceso jugó un papel fundamental la promulgación de la Ley de Convenios Colectivos Sindicales de 1958, impulsada por el régimen para tratar de modernizar las relaciones laborales en aquella nueva coyuntura y lograr un aumento de la productividad. Pero la posibilidad de negociar unas mejores condiciones de trabajo puso de relieve en muy poco tiempo las limitaciones de aquella nueva legislación que mantenía aún importantes restricciones. El desencuentro en las negociaciones de los convenios, que daría lugar al estallido de los conflictos y las huelgas durante los años sesenta, reveló la incapacidad del propio régimen para impulsar una verdadera modernización del mundo laboral, mientras trataba de mantener por todos los medios el control sobre la representatividad de los trabajadores. 

El ciclo de protestas que se inauguró con la histórica huelga de 1962 en Asturias y el País Vasco, se extendió a lo largo de las dos últimas décadas del régimen franquista y terminó llevándose por delante a la OSE, una estructura absolutamente superada por la situación y desprestigiada por la ineficacia de su gestión para representar los intereses de los productores, según la terminología del régimen, que aspiraban a mejorar sus condiciones laborales en un momento de gran crecimiento económico sin la tutela de aquel instrumento inspirado en el fascismo que había nacido para asegurar su control y encuadramiento. 



En realidad, poco quedaba ya en los años sesenta de aquella vieja aspiración que había pretendido el sector más nacionalsindicalista del régimen tras el final de la guerra. Ni las duras penas dictadas por el Tribunal de Orden Público que se puso en marcha en 1963 para perseguir y castigar a la oposición, ni la imposición de los estados de excepción conseguirían terminar con las huelgas y los conflictos laborales. Lejos de lograrlo, solo contribuyeron a extender la percepción entre un sector cada vez más amplio de trabajadores de que cualquier protesta, por pacífica que fuera, para exigir una mejora de sus condiciones de trabajo entraba en colisión frontal con el régimen y podía llevar a la cárcel a quienes se pusieran el frente de ellas. 

Lo dijo claramente el Ministerio de Trabajo a principios de la década de los años setenta: un conflicto laboral “es siempre un problema de orden público, incluso cuando aparentemente tiene una naturaleza estrictamente laboral, y mucho más en una situación como la que probablemente se va a producir en los próximos meses, en la que la extensión del conflicto constituirá, sin duda, uno de los objetivos primordiales de las organizaciones políticas ilegales”. El extracto del texto correspondía a un documento elaborado en diciembre de 1971 y reflejaba, sin los rodeos ni los discursos alambicados del régimen, la consideración que tenían las autoridades gubernativas en aquellos momentos sobre las huelgas que comenzaban a formar parte de la realidad diaria de la época. Por mucho que la dictadura persiguiera y castigase a todos aquellos a quienes consideraba responsables e instigadores de las protestas, estas seguirían aumentando hasta el final del régimen. 


Fuente → nuevatribuna.es

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