
De la prohibición total del franquismo a los ecos del nacional-catolicismo en la actualidad, la historia del aborto en España refleja la lucha de miles de mujeres que desafiaron la moral impuesta y el control del Estado sobre sus cuerpos y decisiones
La España franquista convirtió la maternidad en un asunto de Estado. Tras la Guerra Civil, el nuevo régimen erigió la natalidad como pilar de reconstrucción nacional y símbolo de grandeza demográfica. Como explica Begoña Barrera López (2024), la Ley de 24 de enero de 1941 para la protección de la natalidad contra el aborto y la propaganda anticoncepcionista marcó “el punto álgido de la punición legal de la interrupción voluntaria del embarazo”, situando el cuerpo femenino bajo control jurídico, médico y moral del Estado.
La norma de 1941, inspirada en modelos punitivos fascistas europeos, prohibía no solo el aborto sino también cualquier difusión de métodos anticonceptivos. La práctica era definida como “crimen social” y castigada con penas de prisión para las mujeres y para todos los implicados: médicos, matronas, farmacéuticos o incluso parejas. En palabras de Barrera López, la ley supuso “el cenit de una tradición penalista que desde siglos atrás venía castigando la interrupción voluntaria del embarazo”. Esta continuidad se sustentó en tres pilares: la inferioridad jurídica de la mujer, la biopolítica natalista del Estado y la autoridad moral de la Iglesia católica.
El discurso jurídico definía el aborto como amenaza al orden social y al “destino natural” de las mujeres. Siguiendo la lógica de la fragilitas feminae, el Derecho penal franquista veía a la mujer incapaz de decidir racionalmente sobre su cuerpo y obligada a cumplir sus “deberes familiares y maternales”. Así, la política natalista se transformó en un sistema de control biopolítico, mediante el cual el régimen regulaba la vida y la reproducción para garantizar el aumento de población “racialmente sana” —una preocupación común en los fascismos de la época—.
El peso de la moral católica y la represión
El franquismo heredó la doctrina católica más estricta. Como muestra Tamara López Fernández (2022), el régimen justificó su ley natalista bajo el ideal de “biopolítica totalitaria”, considerando la fecundidad un deber patriótico. En su estudio sobre Lugo, la autora recuerda que el preámbulo de la ley de 1941 calificaba el aborto como “crimen social que impide que nazcan muchos miles de españoles anualmente”.
El resultado fue una represión transversal. Las mujeres que abortaban eran tratadas como delincuentes; los profesionales sanitarios que las ayudaban, como traidores al Estado. La moral católica, difundida por la Sección Femenina y la prensa oficial, imponía un modelo de mujer abnegada, madre y esposa, “mater amantísima”. La educación femenina —subraya Inmaculada Blasco Herranz (1999)— estuvo dirigida a garantizar la sumisión: “las mujeres asimilaron, sin cuestionarlo, el esquema de géneros elaborado por los grupos dominantes del poder socio-político”.
Sin embargo, Blasco advierte que reducir la historia femenina al victimismo sería un error. Su investigación sobre Zaragoza en los años 40 revela que, pese al miedo y la censura, existieron formas cotidianas de resistencia. “La práctica del aborto —escribe— fue una de las estrategias mediante las cuales las mujeres dificultaron la consecución de los objetivos natalistas del régimen y transgredieron la moral católica imperante”. La autora propone interpretar estas prácticas no como actos aislados, sino como “manifestaciones de agencia dentro de un régimen autoritario y patriarcal”.
Abortar en la posguerra: pobreza, clandestinidad y castigo
Los estudios de Blasco Herranz y López Fernández coinciden en que la pobreza estructural de la posguerra fue el principal detonante de los abortos clandestinos. En Lugo, según la documentación judicial analizada por López Fernández (2022), las mujeres recurrían a métodos rudimentarios —infusiones, sondas, golpes o hierros caseros—, transmitidos por comadronas o vecinas con experiencia empírica. La autora documenta casos de mujeres juzgadas entre 1945 y 1966 que alegaban “no poder mantener otro hijo” o “vergüenza familiar” como motivos principales. En algunos sumarios, las procesadas expresaban abiertamente su desesperación: “aunque me cueste la vida” —frase que da título a su artículo—.
Las consecuencias eran dramáticas. Muchas fallecieron por hemorragias o infecciones; otras fueron condenadas a prisión mayor (de 6 a 12 años). La investigación revela la dureza de los jueces al aplicar la ley: incluso cuando se probaba la pobreza extrema o el engaño por parte de los hombres, las penas raramente se atenuaban. Los médicos implicados recibían multas e inhabilitaciones profesionales de hasta 20 años.
En Zaragoza, Blasco Herranz (1999) identifica una doble moral: mientras el Estado proclamaba la defensa de la vida, los abortos clandestinos eran conocidos y tolerados en ciertos entornos rurales, siempre que no trascendieran públicamente. La represión, afirma, actuaba de forma selectiva, castigando sobre todo a las mujeres pobres sin protección masculina. Las de clases medias podían ocultar el delito gracias a redes médicas privadas o a viajes discretos a otras ciudades.
El control del cuerpo femenino como política de Estado
El franquismo convirtió el cuerpo de las mujeres en un símbolo de la patria. Como señala Barrera López (2024), “la inferioridad o incapacidad femenina fue formulada legalmente en términos de dependencia del varón”. Esta concepción impregnó todo el aparato legal: el trabajo femenino fue desincentivado, el adulterio y el aborto perseguidos, y la maternidad premiada con subsidios y distinciones. La reproducción se transformó en un deber patriótico y religioso.
El Estado controló la sexualidad mediante censura informativa, represión judicial y propaganda moral. Los anticonceptivos eran ilegales y su mera difusión podía implicar cárcel. Según Barrera, esta estrategia se enmarcaba en una “biopolítica de la natalidad” que pretendía “regular los procesos biológicos que afectan a la población”. En otras palabras, la dictadura legisló sobre el útero de las mujeres para asegurar la continuidad del régimen.
Resistencias, silencios y redes femeninas
Frente al discurso oficial, las mujeres construyeron redes informales de solidaridad. Blasco Herranz (1999) documenta cómo, en barrios obreros de Zaragoza, las comadronas y vecinas actuaban como mediadoras discretas, transmitiendo saberes sobre abortivos o cuidados postoperatorios. Estas prácticas, lejos de simples transgresiones, constituyeron —según la autora— “una forma de cultura femenina de resistencia cotidiana”.
También López Fernández (2022) recoge testimonios de mujeres gallegas que aprendieron técnicas abortivas de madres o tías, reproduciendo una “transmisión del conocimiento femenino al margen del sistema médico oficial”. En muchos casos, la práctica del aborto no respondía a una conciencia política, sino a una estrategia de supervivencia ante la miseria o el abandono masculino. Pero, en conjunto, cuestionaban la autoridad patriarcal del régimen sobre el cuerpo de las mujeres.
De la clandestinidad al “turismo abortivo”
La situación comenzó a cambiar en la década de 1960. El desarrollo económico, el turismo y el contacto con Europa abrieron grietas en la moral franquista. En este contexto, Soraya Gahete Muñoz (2025) sitúa el fenómeno del llamado “turismo abortivo”, por el cual cientos de españolas viajaban a Londres u otras ciudades europeas para interrumpir su embarazo. “Quiero un billete a Londres con todo incluido”, ironizaba una entrevistada, reflejando el contraste entre la España represiva y la liberalización exterior.
Gahete analiza el periodo 1960-1985 a partir de fuentes orales y archivos del Instituto de la Mujer. Sus testimonios revelan la experiencia de mujeres de clase trabajadora que, sin identificarse necesariamente como feministas, desafiaron el modelo hegemónico de sexualidad. Para la autora, el aborto en esta etapa fue “una forma de resistencia al discurso patriarcal, incluso entre mujeres que no tenían conciencia política”.
La aparición de agencias y redes informales que organizaban viajes a Reino Unido simbolizó un cambio generacional. Abortaban fuera del país quienes podían costearlo; quienes no, seguían recurriendo a la clandestinidad interna. Este “turismo abortivo” coincidió con la emergencia de un movimiento feminista que comenzó a cuestionar la moral sexual del régimen.
El despertar feminista y el debate político
Tras la muerte de Franco, el movimiento feminista español situó la sexualidad y el derecho al aborto en el centro de su agenda. Gahete Muñoz (2025) recuerda que ya en las I Jornadas para la Liberación de la Mujer (1976) se exigió la despenalización del aborto y la creación de centros de planificación familiar. La campaña “Por una sexualidad libre”, lanzada en 1977, rompió con la identificación entre maternidad y feminidad, reivindicando a la mujer como “sujeto sexual con deseo propio”.
Durante la Transición, la presión feminista coincidió con un profundo debate político y moral. La legalización de los anticonceptivos llegó en 1978, pero el aborto siguió castigado hasta 1985. Entre medias, cientos de mujeres fueron procesadas —recordado fue el “caso de las 11 de Bilbao”, 1979—, convirtiéndose en símbolo de la reivindicación por la libertad reproductiva.
El cambio legislativo se materializó finalmente con la Ley Orgánica 9/1985, de 5 de julio, que despenalizó el aborto bajo tres supuestos: terapéutico, eugenésico y ético. Barrera López (2024) considera esta norma “el fruto tardío de la pugna feminista contra las leyes penales que apropiaban los cuerpos de las mujeres”. No obstante, su alcance fue limitado: las interrupciones seguían requiriendo informes médicos y muchas mujeres continuaron viajando al extranjero para evitar estigmas.
Abortar en la transición: entre el miedo y la esperanza
Los testimonios recogidos por Gahete Muñoz (2025) reflejan la ambivalencia de esta etapa. Muchas mujeres que abortaron en los 70 y primeros 80 narran una experiencia marcada por el miedo, la culpa y el silencio. Pero también por una incipiente conciencia de derecho: “Lo hice porque era mi cuerpo”, confiesa una entrevistada. La autora interpreta estas voces como un desafío al “discurso hegemónico de la sexualidad reproductiva”.
En paralelo, los medios de comunicación y las organizaciones feministas empezaron a debatir abiertamente sobre anticoncepción, placer y libertad sexual. Se multiplicaron las consultas de planificación familiar impulsadas por ayuntamientos progresistas y asociaciones vecinales. Aunque la jerarquía eclesiástica siguió oponiéndose frontalmente, el tabú comenzaba a resquebrajarse.
De delito a derecho: una memoria en construcción
A lo largo de cuatro décadas, el aborto en España pasó de ser un
crimen castigado con prisión a un derecho parcialmente reconocido. La
evolución legislativa —de la ley de 1941 a la de 1985— refleja la
transformación social de un país que transitó del nacional-catolicismo
al Estado democrático. Pero, como subraya López Fernández (2022), esta
historia no puede contarse solo desde las leyes, sino desde las vidas
anónimas que las desafiaron: “mujeres que arriesgaron su libertad y su
salud para ejercer una decisión sobre su propio cuerpo”.
Los estudios de Barrera, Blasco, López y Gahete coinciden en señalar la necesidad de escuchar esas voces y rescatar su memoria. En palabras de Soraya Gahete Muñoz (2025), “los testimonios permiten romper estereotipos y obligan al investigador a repensar la historia”. La historia del aborto en España no es solo una crónica de prohibiciones, sino también de resistencia, de dolor y de emancipación.
Del franquismo al “Ayusismo”: la vieja moral católica con micrófono nuevo
Ochenta años después de aquella ley de 1941 que convertía la maternidad en un deber patriótico, algunos discursos políticos parecen empeñados en resucitar su espíritu con traje nuevo y micrófono inalámbrico. La reciente negativa de la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, a aplicar el registro de objetores que exige la ley del aborto, acompañada de su ya célebre “¡váyanse a otro lado a abortar!”, demuestra hasta qué punto la sombra del nacional-catolicismo sigue proyectándose sobre la política española.
No deja de ser paradójico —o cómico, según el día— que quienes se autoproclaman defensores de la libertad acaben repitiendo, con menos latín pero igual moralina, el mismo argumento de quienes durante décadas legislaron sobre los cuerpos ajenos. En el fondo, la derecha española parece sentirse más cómoda con la idea de la mujer como madre simbólica de la patria que como ciudadana con derechos propios. Y cuando la ultraderecha se suma al coro, el eco suena casi idéntico al de los sermones de la Sección Femenina: obediencia, maternidad y silencio.
Quizá por eso, cada vez que un dirigente conservador grita “¡váyanse a otro lado a abortar!”, conviene recordar que hubo un tiempo —no tan lejano— en que esas palabras significaban cruzar fronteras, esconderse o arriesgar la vida. La historia rima peligrosamente.
El debate sobre el aborto sigue siendo, aún hoy, un termómetro de las libertades y de la igualdad de género. El franquismo legó una cultura de culpa y silencio que tardó décadas en disiparse, y cuyos ecos aún resuenan en cada intento de retroceder en derechos conquistados. Sin embargo, la memoria histórica —y la voz de las mujeres que la sostienen— permite comprender la profundidad de esa herida colectiva.
Como concluye Begoña Barrera López (2024), “el reconocimiento del derecho de las mujeres a decidir sobre su propio cuerpo es una lucha aún no ganada en muchos países”. Y como recuerda Inmaculada Blasco Herranz (1999), cada práctica social femenina —por pequeña que parezca— “dificultó la consecución de los objetivos natalistas del régimen y transgredió la moral católica imperante”.
El viaje de aquellas españolas que pedían “un billete a Londres con todo incluido”, simboliza ese tránsito: del silencio a la voz, del castigo a la decisión.
Y si algo demuestra la historia —de los sumarios judiciales a los discursos en la Asamblea de Madrid— es que los derechos de las mujeres nunca están garantizados, y siempre habrá quien pretenda convertirlos de nuevo en pecado o en espectáculo.
Pero, como entonces, las mujeres seguirán recordando que su cuerpo no es territorio de Estado ni patrimonio de partido.
Fuente → diario-red.com
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