Raíces cristianas y laicismo
María José Frápolli
“Jumilla hace historia. Se aprueba la primera medida en España que impide celebrar fiestas islámicas en espacios públicos”. Estas son afirmaciones de Vox en su cuenta oficial de X. ¿Una declaración de la saludable separación de Iglesia y Estado? No, que nadie se alarme. “Esto no va ni de religión ni de nacionalidades, sino de que se va a iniciar una modificación de la ordenanza para que las instalaciones deportivas se usen para la celebración de actividades deportivas, sin más”, responden desde el PP que gobierna en Jumilla. ¿Se han vuelto laicistas las derechas en este país? No, tranquilos, no ha cambiado nada. Vox nos saca de dudas rápidamente. “¡España es y será siempre tierra de raíces cristianas!” (InfoLibre 06/08/2025)
Con demasiada frecuencia los laicistas nos enfrentamos a la acusación de intransigencia y de persecución de las creencias religiosas. Nada más alejado de la realidad. De hecho, no hay ninguna incompatibilidad entre ser laicista y ser creyente, de cualquier confesión. Después de leer el maravilloso libro de Javier Cercas sobre el viaje del papa Francisco a Mongolia (Random House, 2025), estoy convencida de que Francisco hubiera apoyado la causa del laicismo. Desconozco si de hecho lo hizo.
Es difícil, en el contexto de enardecimiento de la rabia y el odio –me niego a llamarlo “polarización”– que se ha instalado en nuestro país y en la mayoría de los países occidentales, defender la tolerancia y la convivencia. Parece imposible encontrar el tono, la capacidad y el interés para analizar las cuestiones más difíciles que nos interpelan a todos con un mínimo de rigor, no ya factual, de respeto a lo que realmente ocurre, sino incluso conceptual, de respeto a las consecuencias de ideas y creencias.
Un ejemplo de rigor factual pasaría por aceptar que, sin la inmigración, de cualquier credo, España no podría gozar de los niveles de bienestar y crecimiento económico de los que goza. Un ejemplo que aúna inconsistencias factuales y conceptuales lo proporciona la defensa conjunta de políticas de promoción, que no de ayuda, de la maternidad y paternidad mientras se exige el cierre de fronteras, todo esto en un mundo que ya no tiene más recursos para alimentar a esta plaga que somos los humanos sin poner en grave peligro la supervivencia de nuestra especie.
Lo trágico de esta falta de rigor es que, promovida por una parte de la sociedad, tiene consecuencias para todos, tanto para los que airean su xenofobia o niegan el calentamiento global, como para los que sostenemos que solo tenemos este planeta y que todos tenemos derecho a una vida digna.
En este clima, el laicismo es un aliado de la racionalidad. Laicismo es respeto y discernimiento. Las leyes que nos afectan a todos no pueden encarnar e imponer códigos de conducta que solo una parte de la sociedad ha elegido libremente. Así dicho, esto debería poder defenderse desde la izquierda y desde la derecha, porque no es más que una expresión de cultura democrática. Es significativo que no sea así y deberíamos preguntarnos por qué. Y parte de la razón se encuentra en que, en este tipo de debates en los que, de manera interesada, se apela a los sentimientos, los argumentos que se hacen explícitos a menudo no guardan demasiada relación con los argumentos reales.
Como el ideal laicista proclama, el Estado está por encima de los credos y tiene que ofrecer soluciones comunes a los ciudadanos de cualquier creencia e ideología. No hace falta ser ateo para defender que hay que dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. Cuando el Estado asume el credo de alguna Iglesia, está invadiendo un terreno que no le compete y, al mismo tiempo, está renunciando a su compromiso de tratar a todos los ciudadanos por igual. Y el asunto no se arregla ampliando el apoyo a distintas Iglesias. Las actitudes pluralistas son siempre mejores que las monolíticas, pero el pluralismo religioso incurre en la misma confusión de planos que el confesionalismo.
El Estado no se ocupa de la moral individual sino de la ciudadanía y sus derechos, tiene que ser el árbitro que permita el desarrollo integral de todos. Incluidos los ateos. Por eso, en una sociedad democrática el laicismo no es una opción sino uno de sus pilares fundamentales.
Realizo esta reflexión a propósito de la decisión del consistorio de Jumilla de prohibir la celebración de festividades propias de la comunidad musulmana, como el fin del Ramadán o la Fiesta del Cordero, en instalaciones deportivas municipales. Y hay que reconocer que en este punto la Conferencia Episcopal se alineó del lado del que debería estar alineada siempre, el del respeto al diferente. ¿Deberíamos congratularnos los laicistas de esta decisión, promovida por Vox y ejecutada por el PP de la localidad murciana? Nos devuelve a la realidad recordar que el objetivo es defender nuestras raíces cristianas.
El Estado no se ocupa de la moral individual sino de la ciudadanía y sus derechos, tiene que ser el árbitro que permita el desarrollo integral de todos. Incluidos los ateos. Por eso, en una sociedad democrática el laicismo no es una opción sino uno de sus pilares fundamentales
¿Cuáles son esas tradiciones de nuestro país que están siendo amenazadas? ¿Hay alguien que no pueda casarse por la Iglesia, bautizar a sus hijos, recibir el consuelo de un sacerdote al final de su vida, etc. porque se lo impidan las leyes? ¿Se lo impiden los musulmanes, los judíos, los ateos? No parece. No sé a qué tradiciones se refiere el concejal de Vox que tan orgullosamente defiende su victoria.
Confieso que la imagen de España como bastión del catolicismo no me representa en absoluto, lo que no me convierte en simpatizante de las costumbres musulmanas, judías o de cualquier otra confesión. La participación de los poderes públicos, alcaldes, concejales, presidentes de comunidad o rectores de universidades públicas en manifestaciones religiosas (procesiones, fiestas, romerías, misas de comienzo de curso) me parece un despropósito del que los que lo llevan a cabo deberían avergonzarse y que la ciudadanía, de cualquier signo, debería rechazar.
Los poderes públicos deberían verse como algo ajeno a las celebraciones religiosas y su participación en ellas como una intromisión inaceptable que las desvirtúa. Si es que nos creemos lo que predicamos. Y no hay contradicción con la razonable afirmación de Benedetto Croce de que los europeos no podemos decir que no somos cristianos (“Perché non possiamo non dirci ‘cristiani’”, 1924). Pues claro que lo somos, en un sentido histórico. La influencia del cristianismo en Europa se deja ver por todas partes, vaya novedad, pero también somos hijos de la Ilustración, aunque España se quedara en los márgenes.
¿Son todas las tradiciones dignas de ser defendidas? He oído argumentar a colegas no particularmente religiosos que el avance del islam en Europa aconseja el fortalecimiento del apoyo público a las tradiciones católicas. ¡Qué extraordinario ejemplo de confusión mental, del que no se libran ni las mentes más preparadas!
No, no hay que fortalecer el carácter confesional (de la confesión correcta, claro) de las instituciones. Hay que liberar el debate político de resonancias religiosas. Las tradiciones son hábitos de una sociedad, que habitualmente representan las creencias de la comunidad que las alberga. Respetar a ultranza las tradiciones es una manera de impedir el progreso.
Las sociedades democráticas son una conquista arrancada a otras formas de gobierno que afortunadamente ya no perviven o no perviven con el mismo grado de impunidad. La democracia es una alternativa más elaborada, avanzada y respetuosa a las teocracias, da igual el dios al que se dediquen. Eso lo vemos claro cuando no es nuestro dios. La ley islámica que permite lapidar adúlteras nos parece bárbara. Pero cuando la doctrina católica se usa para recortar derechos ya la cosa se ve menos clara.
Algunas “tradiciones” católicas, como el “respeto” (por llamarlo de alguna manera) a la vida humana, que curiosamente se manifiesta en el rechazo del derecho de las mujeres (las mujeres siempre en el punto de mira) a decidir si llevar a término o no un embarazo, o en el rechazo frontal al derecho a la muerte digna, que permite que, quien así lo desee, ponga fin a su vida cuando ésta le resulta invivible, me resultan profundamente crueles.
Recordemos el caso de Noelia, cuyo proceso para poner fin a su vida ha sido obstaculizado por los recursos de la asociación Abogados Cristianos a petición del padre de la chica. A nadie se le obliga a interrumpir un embarazo o a poner fin a su vida. Esas prácticas son voluntarias y están perfectamente reguladas ¿Por qué tanto interés por impedirlas? La moral católica es un ingrediente de todas las respuestas. Pero, si arañamos un poco la superficie, la respuesta completa aparece en toda su dimensión.
No es una cuestión de valores, sino de poder. Los valores se muestran, el poder se impone. La Iglesia quiere seguir manteniendo un dominio de lo que ocurre en la sociedad no legitimado por las leyes y la cultura democráticas que nos hemos dado. Disfrazada de moralidad, respeto a la vida y protección del débil lo que hay es una lucha por el poder, simplemente. El rechazo del aborto y la eutanasia son maniobras para seguir manteniendo el dominio sobre el comienzo y el fin de la vida.
A nadie se le escapa que una Iglesia no protegida por el Estado pronto perdería su posición de privilegio. En el libro de Cercas, el Papa Francisco manda un mensaje a China en su viaje a Mongolia, algo así como un pacto de no agresión: “A los católicos chinos les pido que sean buenos cristianos y buenos ciudadanos”. Porque, claro, esto es lo que está en juego. Quién manda aquí y quién se beneficia de esa posición de dominación.
En una sociedad democrática no debería haber privilegios protegidos por el Estado. Eso no significa que los demócratas o los laicistas creamos en una sociedad en la que no existan grupos privilegiados. Eso es imposible. Pero al menos aspiramos a que todo el mundo pueda organizar su vida conforme a sus valores en un clima de respeto y autonomía. Sin tutelas morales. Y para esto el laicismo es el camino.
Por eso una democracia que no separe tajantemente las Iglesias del Estado es una democracia imperfecta. Esta es la batalla que estamos librando en la actualidad en nuestro país, defender la democracia o entregarla definitivamente. Y el laicismo es un componente definitorio de la causa democrática que hace bandera del respeto a todos.
María José Frápolli es Miembro del Grupo de Pensamiento Laico y Catedrática de Lógica y Filosofía de la Ciencia (UGR).
Fuente → infolibre.es


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