
La serie es una idea de Fernando Galindo y de Nicolás Sartorius, que fue dirigente de CCOO y del PCE, y refleja los últimos años del régimen como un proceso abierto de toma de decisiones, no planificado ni conspirado por ninguna fuerza oculta. Decisiones y acciones en el camino que se iban adaptando a la correlación de fuerzas del momento (aunque sería mejor decir a la percepción de la relación de fuerzas) de forma que ni fue una reforma del régimen franquista ni una ruptura. La transición es pintada con dos colores, el color ‘ruptura pactada’ o el de ‘la reforma empujada’, que vienen a ser el mismo.
La reivindicación del movimiento obrero que es sostenida a lo largo de la serie se remonta a huelgas anteriores a la transición, como la de las Bandas (1966-67) y no minusvalora las acciones de la oposición política también anteriores al período en cuestión. No se olvida del movimiento de mujeres, ni del vecinal, ni del movimiento estudiantil y sus batallas campales en las universidades y en las ciudades que las albergaban.
También usa colores tristes por los asesinatos del régimen, con el consiguiente incremento de su impopularidad y la extensión de la movilización en la calle que comportaron en múltiples ocasiones. Tanto por víctimas anteriores a la transición, como las de esos años, incluidas las de la extrema derecha, en particular, la masacre de los abogados de Atocha.
Reserva un color para sectores de la élite distanciados de la dictadura, pero, en lugar de escoger un tono deslumbrante, los muestra como resultado de la crisis de la dictadura, de la inviabilidad de su continuidad y de la posibilidad (amenaza para los nuevos demócratas) de, si no una revolución, sí de acontecimientos de esa textura o color.
Para disfrute del espectador, la serie ofrece numerosas imágenes desconocidas o poco celebradas de protestas sociales y políticas, y también un colorido plantel de testimonios de personas que vivieron luchando la transición. A pesar de la escasa identificación en sus apariciones en pantalla, que de tanto en tanto emborrona su contexto, sus palabras dan más vida al cuadro porque lo enriquecen.
Aunque en su conjunto está dirigida por Sartorius, que cada episodio haya sido dirigido por una persona distinta (Arantxa Aguirre, Ángeles González Sinde, Azucena Rodríguez, Imanol Uribe, Tània Balló Colell y Manuel Gutiérrez Aragón) explica también que haya tantas imágenes repetidas a lo largo de la serie. Ciertamente, enfatizar el color impulsor de los movimientos sociales es una mejora sustancial en la explicación de la transición frente a las visiones elitistas, pero la redundancia, por innecesaria, debilita el argumento.
Precisamente el hecho de que fuesen huelgas obreras las que llevasen el peso principal no casa bien con la nimia presencia de la dimensión anticapitalista o, si se quiere, del color socializante en sentido amplio, del movimiento en las fábricas y las zonas industriales donde se llevaron a cabo. Las consignas a favor de la democracia y contra los cuerpos represivos se entrelazaban con la lucha contra la explotación capitalista de la cual la dictadura era cómplice.
El énfasis en definir el objetivo de la democracia sobre todo como antítesis de la dictadura, sin mayores precisiones, la tiende a reducir a una dimensión abstracta que, sin el acento socializante de contraposición al capitalismo realmente existente, permite eludir las carencias de la democracia conseguida como fruto de una transición, que fue uno de los diversos resultados posibles del proceso y no satisfizo aspiraciones emancipadoras clave concebidas en la lucha contra el franquismo.
En especial, por falta de mención, la serie adolece de una subvaloración de la continuidad del aparato de estado franquista, en la administración, en la judicatura, en los cuerpos policiales y en las fuerzas armadas. Un silencio coherente con la escasa mención del ejército como un condicionante de la transición, ya fuera por sus presiones y amenazas directas, ya por su utilización como espantajo para moderar reivindicaciones y movilizaciones. Tan solo en un breve pasaje del episodio 2 una opositora se refiere al “miedo al ejército” y “la incógnita del rey” en el momento de la muerte de Franco. Un miedo que en realidad estuvo bien presente, por ejemplo, en los Pactos de la Moncloa, que en la serie se alaban pero no se explican (y que hicieron recaer el peso de la crisis sobre los trabajadores por medio de la contención salarial mientras que las contrapartidas sociales y políticas que contemplaban se incumplieron en buena medida); o en la propia elaboración de la Constitución, especialmente en cuanto a la cuestión nacional.
Otra omisión flagrante de la serie es la que afecta a las corrientes y organizaciones de la izquierda revolucionaria. No hay ni una sola mención a su papel en la lucha contra la dictadura, cuando, tomadas en su conjunto, llegaron a constituir una fuerza fundamental del antifranquismo, con un total aproximado de 30.000 militantes en el momento culminante de su desarrollo (en 1977, una vez legalizadas). Su crecimiento no se explica sin los procesos de radicalización que habían tenido lugar en el seno de los movimientos sociales y la oposición política a partir de mediados de los sesenta; y, en esa dinámica, lucharon por un cambio político distinto y más profundo que el que se produjo. Está claro que la paleta no disponía de ese color y que de haberlo usado habría desentonado con el relato idílico que presenta el cambio como una victoria completa y sin matices de la oposición sobre la dictadura.
Por otra parte, con la excepción de las luchas obreras, la serie flaquea de una mirada centralista. Lo acontecido fuera de Madrid, en otros territorios, aparece solo de vez en cuando, como pinceladas complementarias. Si bien es cierto que no todas están olvidadas. Por ejemplo, se ocupa de las protestas durante los Sanfermines de 1977, aunque de las de 1978, en que Germán Rodríguez fue asesinado, tan solo se muestran imágenes sin mayor referencia.
En especial, resulta atronador el silencio en cuanto a las reivindicaciones nacionales catalanas, gallegas y vascas. Solo en el segundo capítulo hay una mención explícita a la cuestión nacional con motivo del caso del obispo Añoveros (1974), el cual fue reprendido por una homilía a favor de una “libertad justa” para el pueblo vasco.
Si bien se ocupa de la Assemblea de Catalunya, la trata como un organismo aglutinador de la oposición, pero no como una instancia cargada de aspiraciones a la libertad nacional, incluido el derecho a la autodeterminación, por más que este quedara diluido en la exitosa formulación de la triple reivindicación: “llibertat, amnistia, estatut d’autonomia”. Una tonalidad perdida.
En el caso vasco, al tratar del consejo de guerra de Burgos, se pasa casi de puntillas sobre la pertenencia a ETA de los procesados -varios de ellos, de hecho dirigentes de la organización-, de quienes se dice que estaban “acusados, entre otros delitos, de pertenecer a ETA”. En el mismo sentido, no hay mención alguna a la estrategia de ruptura y defensa política de su militancia que adoptaron en el juicio. Ciertamente, se dedica una notable extensión al proceso y a la campaña contra el mismo y contra las penas de muerte en él solicitadas, pero lo que aparece son sobre todo las protestas de intelectuales y a escala internacional, no las huelgas y movilizaciones populares, masivas en Euskal Herria y notables a escala estatal. Tampoco se valora el carácter de victoria que tuvo la conmutación de las penas de muerte y el cambio cualitativo que comportó aquel primer retroceso del franquismo.
Al hilo de la cuestión de ETA, el tratamiento es claramente deficiente: así, por ejemplo, en el episodio 2 se levanta acta de la acción que costó la vida a Carrero Blanco (diciembre de 1973), pero se salta rápidamente al atentado indiscriminado de la calle del Correo (septiembre de 1974) para explicitar la idea de que, si bien ETA no era aliada de Franco, sí le servía para justificar la represión; y en el episodio 6, centrado en los años 1976-1978, ya se la acusa directamente de enemiga de la democracia. Está claro que la degeneración del militarismo que desde los primeros setenta había prevalecido en ETA V Asamblea, de largo y terrible aliento, ha propiciado dificultades y deformaciones en la interpretación de su rol político, pero, para los años que trata la serie, no se puede obviar el papel que ETA y el complejo espacio que se configuró a su alrededor desempeñaron como catalizadores del movimiento de masas antifranquista vasco. Aquí son varios los matices extraviados.
Un tono pastel, benevolente, impregna el giro de la clase dirigente en el alejamiento de las directrices del régimen. Según el guión, los empresarios y los sindicatos ilegales se llegan a reconocer como interlocutores, en lo que no deja de ser un salto temporal porque si algún reconocimiento de parte de la patronal hubo, no fue hasta los últimos compases de la dictadura.
Claro está que no todo lo que ocurrió de un cierto peso durante la transición puede caber en una serie de seis capítulos de una hora, pero, en el quinto, reducir la protesta de los presos sociales de julio de 1977, la revuelta de la COPEL (Coordinadora de presos en lucha), a una impugnación de la Ley de Peligrosidad Social (sobre drogas, prostitución y homosexualidad) constituye una difuminación de su naturaleza.
En el primer episodio, la ejecución del dirigente del PCE Julián Grimau es (1963) es expuesta amplia y merecidamente, sin embargo, sus nueve minutos se deslucen por la invisibilidad de la ejecución de los anarquistas Joaquín Delgado y Francisco Granados en el mismo año. Al anarquista Salvador Puig Antich, ejecutado al garrote vil, se le menciona, pero no se explica casi nada de él.
En su conjunto, la serie distribuye un discurso homogéneo laudatorio de la democracia realmente alcanzada, tal como se desprende de su título (La conquista de la democracia), a través de todos los testimonios que también reconocen el papel de las movilizaciones, en particular, la obrera.
Posee el innegable valor de superar visiones centradas en el papel de las elites en el cambio político y poner en el centro a los movimientos sociales -en primer término, el obrero- y la oposición, que ciertamente, fueron los que provocaron la crisis de la dictadura e hicieron inviable su continuidad sin Franco.
La otra cara de la moneda, sin embargo, es su visión triunfalista del cambio político que finalmente se produjo. Se trataría, según el relato de la serie, de la consecución completa de todos los objetivos y aspiraciones de la lucha antifranquista desde 1956 (los cuales, según se viene a sugerir, ya estaban cifrados en la política de Reconciliación Nacional del PCE, aunque se omite que este salió más que maltrecho de la transición). Se trata de un final feliz que ignora por completo la presencia y el desarrollo, en el curso de la lucha, de aspiraciones que tendían a una transformación mucho más profunda de las estructuras, tanto las políticas como las sociales, y deja fuera del cuadro también los factores que las frustraron. El tótem de la democracia realmente existente como única posible, con toda su carga de determinismo retrospectivo, hace un flaco favor a la comprensión crítica de nuestro pasado y nuestro presente.
Fuente → vientosur.info
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