Radiografía moral de las contradicciones de una época. Carlos Císcar y el impacto social del régimen franquista en “Los disparos del cazador”
Radiografía moral de las contradicciones de una época. Carlos Císcar y el impacto social del régimen franquista en “Los disparos del cazador”, de Rafael Chirbes / Carmen Violeta Ponce Treviño 
 
Podría proponerse un gran número de claves para tratar de comprender la novela Los disparos del cazador, de Rafael Chirbes. Se trata, ante todo, de una obra aparentemente accesible para casi cualquier público. Sin embargo, una lectura cuidada y concienzuda arroja unas líneas de análisis que alumbran la novela y la convierten en una gran obra maestra.
 
Hay novelas que no nos dicen nada: contienen una narración y, por muy buena que esta sea, uno la termina y la relega a la estantería, de la que saldrá muy pocas veces. Hay otras novelas que se empiezan y no se acaban, que pasan a nuestra biblioteca imaginaria como títulos que nunca debieron ser adquiridos y, aún peor, publicados. Entre estos dos tipos de novelas no es extraño encontrar una gama entera de matices. Pero hay un tercer tipo que opaca al primer grupo y hace olvidar al segundo. Las obras que entran en esta categoría son aquellas que, con una buena narración (o, incluso, sin ella), crean un mundo alrededor del lector y establecen una comunicación íntima, privada e inefable entre el receptor de la novela y los personajes. El autor ha desaparecido de este particular esquema de la comunicación: su obra le sobrepasa, le sobrevive y toma vida. Como se decía, no es necesaria una gran trama ficcional, ni una descripción tremendamente detallada de los personajes, sino un espíritu, que se tiene o no se tiene y que es el que da sentido a la literatura, porque esta, sin magia, no sería literatura.
 

Ese hálito lo tiene Los disparos del cazador. El lector se asoma a la ventana de sus páginas y comprende que la novela vale más por lo que no cuenta que por lo que cuenta. No importan las elipsis que dejan sin explicación algunos de los hechos de la biografía de su protagonista:

¿cuáles son las circunstancias de la muerte de su hija? ¿Qué pasó en aquella famosa habitación de hospital, que enemistó para siempre a Manuel y a Carlos? La respuesta metafísica que quien lee necesita se encuentra dentro de él. Ante todo, estamos frente a una novela que nos habla de nosotros mismos: como hijos, como padres, como humanos y, sobre todo, como país.

Esta última posible lectura, en clave histórica y política, es, quizás, la que con mayor maestría ha dibujado Chirbes. Primero, porque retrata un hecho clave para entender a Carlos Císcar y a nosotros mismos, que no es otro sino que nuestras vidas dependen, en gran medida, del sistema político bajo el cual vivimos y de toda una red de normas y reglas que emanan de él y que son internalizadas por la población. Las oportunidades que nos son dadas, nuestro círculo cotidiano y nuestra forma de entender las facetas de nuestra existencia vienen marcadas por la posibilidad o la imposibilidad. Así, Carlos es Carlos porque la dictadura creó condiciones para que fuera Carlos, que progresara, que hiciera negocios, que se equivocara también en su vida familiar. El hijo de Carlos, Manuel, es Manuel porque la democracia se lo permite, porque le anima a disfrazar sus negocios bajo una luz de dignidad, porque le autoriza moralmente a mirar con superioridad a su padre y porque le ha inoculado la idea de que está a salvo de todo aquello que detesta.

Chirbes, basándose en este presupuesto, hace una radiografía magistral de la España de los 80 y los 90, sin saber que, más de treinta años después, la historia y la sociedad seguirán secundando sus teorías y le otorgarán una vigencia a su novela que no tiene visos de desaparecer. Como ya se ha comentado, la relación entre padre e hijo viene marcada por el desprecio de Manuel hacia su progenitor, en el que ve a un especulador que, con el beneplácito del régimen franquista se enriquece y sale de su clase social subalterna. Esta condición de “nuevo rico” no cala, sin embargo, en Carlos, puesto que nunca se identifica con la clase social a la que sí pertenecen su mujer y sus hijos por origen. Él, en cambio, como consecuencia de su desclasamiento, prefiere las compañías menos refinadas, la soledad de una casa familiar alejada de todo y la tranquilidad conferida por una existencia en las que las apariencias tienen la importancia justa. Si algo nos queda claro tras la lectura de la novela es que el protagonista es un hombre que ha cometido cientos de errores y que, como es de suponer, ha hecho daño a quienes estaban a su alrededor por culpa de dichos errores. Carlos Císcar es un hombre cruel, al que no le importa meterse en los negocios sucios, dejarse la vida para conseguir dinero y acostarse con cualquier mujer que no sea la suya. En cualquier otra obra podría convertirse en el enemigo público número uno y, sin embargo, no lo es. No puede serlo porque comparece ante los lectores en la debilidad de una vejez solitaria y dependiente. Está solo, porque ha perdido a seres queridos que más le importaban y, sobre todo, porque aquellos por quienes más ha luchado le han dado la espalda. Por ese motivo, aun leyendo todas sus tropelías, solo vemos a un hombre anciano necesitado de ayuda, pero, sobre todo, necesitado de alguien que le escuche y le comprenda. El juego del autor es que, dejando claro que Ramón no ocupa en ningún caso ese papel, somos los lectores quienes entramos a la partida sin saberlo y nos convertimos en ese destinatario que Carlos Císcar está buscando.

Esto, que parece una historia familiar arquetípica, es mucho más. La novela es una metáfora de España, pero no de una España remota, perdida en el tiempo: es la historia de nuestra España, la que hemos heredado y la que construimos cada día. Carlos Císcar representa, por este motivo, ese país gris que parte de la más absoluta pobreza y va creciendo hasta despegar. No es casualidad que el protagonista consiga hacer negocio y salir de sus penurias económicas gracias a los programas del Estado, puesto que es el gobierno el que va creando esas posibilidades de progreso que permiten que el país emerja de la posguerra y cree riqueza de una manera inmoral. Una vez conseguida la prosperidad, lo que se busca incansablemente es la ventana al mundo que haga olvidar el pasado ruinoso y abra la puerta a las relaciones con la jet set, con compañías respetadas que confieran elegancia a lo que no deja de ser un trabajo sucio. La representación de esta apertura en la novela es la mujer de Carlos, que encuentra en el arte y en las reuniones sociales una forma de borrar los tiempos de penalidades y el origen de su dinero. Lo destacable de esto es que Eva no solo consigue el respeto y el reconocimiento social, con el consiguiente entierro de los orígenes de su marido, sino su propio respeto y reconocimiento. Ella también ha olvidado lo que han pasado juntos y ha tomado la riqueza como algo que le correspondía, lo cual será de vital relevancia para comprender la postura de Manuel.

Es así como se va tejiendo un telar tupido bajo el cual barrer toda la basura moral del régimen, que, aunque dictadura, se convierte para muchos en un gobierno benefactor que ha sacado a España de la situación infame en la que se encontraba cuando Franco entra en el gobierno: brindado oportunidades de prosperidad a quienes han sabido aprovecharlas y que, de este modo, mediante la especulación y la violencia, ha hecho mover el dinero y ha creado bolsas de riqueza. Prueba de esto es la opinión de ciudadanos españoles que, todavía hoy, mantienen este discurso. Lo cierto es que quienes siguen construyendo esta imagen del Franquismo son, en su mayoría, personas que vivieron aquel boom económico de los sesenta, o bien se beneficiaron subsidiariamente de él y crecieron bajo un ideario que les hablaba en un idioma que nosotros ya no conocemos. Tampoco lo conocía Manuel o, quizás sí lo conocía y por eso renegaba. Este personaje es el representante de esa generación nacida durante la dictadura, pero que se ha desarrollado como adulto en democracia. Es la voz de aquel que sabe que se encuentra en un lado de la historia en el que se gobierna de otra manera, en el que se creen superados los errores y los traumas que monopolizaron la vida de sus mayores y en el que se ejercen los valores de libertad e igualdad. Aunque, efectivamente, es cierto que la Transición y la posterior democracia fueron fruto del consenso y que contaban con una legitimidad que una dictadura nunca puede tener, lo cierto es que abren un abismo insalvable entre generaciones españolas. Esta separación es la que obliga a Carlos y a Manuel a estar condenados a no entenderse. Chirbes, que podría haber articulado su novela en forma de entrevista o de diálogo, decide que su obra tiene que ser un monólogo, constituido como respuesta a otro monólogo. No hay en estas dos perspectivas posibilidad, no ya de acuerdo, sino de intercambio de información. España está, pues, formada por personas que conviven, pero que no dialogan y que son conscientes de sus diferencias, pero que no reconocen en los demás un “otro” al que dirigirse. Quizás la clave sea que el otro no merece que se dirijan a él. En esto son culpables tanto Carlos como Manuel, tanto los viejos como los jóvenes.

Estos últimos llevan por bandera medallas que no son suyas. Presumen de un sistema que, para ellos, está cargado de respetabilidad y critican otro que en el que solo ven defectos y con el que guardan las distancias para no verse manchados por una herencia que han usufructuado, pero de la que reniegan. La otra cara de la moneda es Carlos Císcar, perteneciente a una generación que no tenía nada y lo construyó todo, aunque fuera mediante la traición y la violencia, porque había que construir donde solo había ruinas. El argumento que construye el discurso del protagonista es la constatación de un hecho: ese sistema tan digno se ha levantado gracias al esfuerzo de quienes precedieron a la generación que, entonces, estaba vigente. Fueron los esfuerzos económicos y la habilidad de Carlos los que permitieron que Manuel viviera en un ambiente intelectualmente vivo y rico, los que pagaron su universidad y los que hicieron posible que existiera un lugar donde pensar. Por eso, Carlos insiste tanto en la idea de que todo lo que hace Manuel es posible bajo el paraguas de la comodidad propiciada por su padre.

Pero, además, el protagonista argumenta que no hay una ruptura entre modelos, que, efectivamente, la democracia se sustenta, a grandes rasgos, en instituciones y políticas que ya estaban presentes en la Dictadura. Frente al discurso de Manuel, que cree que su trabajo es más honesto que el de su padre porque es una pura negación de las bases del padre, la respuesta de Carlos es que su hijo no se ha dado cuenta de que los dos hacen lo mismo, pero con distinto nombre. Esto es lo que le vale a Manuel el calificativo de hipócrita.

La conclusión que podemos extraer de esta novela es que, como Manuel, España es hipócrita porque no ha cambiado esencialmente, sino en la forma, y se ha creído que estaba cambiando tanto como para romper con su pasado. Y eso siempre es un error, cuando se está tapando lo verdaderamente importante y cuando no se acepta lo que uno ha sido, sino que se revuelve contra ello y elude la conciencia de la doble cara de la moneda que representan la identidad y la memoria de un país.


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