La batalla de Madrid y el comienzo del franquismo
La batalla de Madrid y el comienzo del franquismo 
José Luis Ibáñez Salas

 

Estallada la guerra tras el fracaso de lo que pretendía la conspiración, apoderarse del aparato del Estado, las operaciones militares atravesarían por las tres fases canónicas que casi todos los investigadores suelen convenir: asalto de los sublevados sin éxito a Madrid, campaña del Norte y la fase decisiva que tiene a la batalla del Ebro como combate señero y la debacle republicana como colofón.

La primera de esas etapas daría comienzo a principios de agosto de 1936, con el decisivo paso del estrecho de Gibraltar de las tropas del Ejército radicado en el protectorado marroquí y mandadas por Franco. Se puede decir que esta primigenia fase del conflicto en su vertiente militar estuvo protagonizada por la dedicación extrema de los rebeldes a obtener el centro neurálgico del Estado, la capital, la ciudad de Madrid. El asedio de Madrid a cargo de los insurrectos, la llamada batalla de Madrid, se pretendió llevar a término con un ataque por el norte y otro por el sur, acabados finalmente ambos en fracaso. Por los pelos.


La batalla de Madrid tuvo un mes muy especial, el de noviembre de 1936, y si bien duró hasta el final de la guerra, hasta abril de 1939, es en aquel mes del 36 cuando se produjeron las principales acciones de ataque y defensa de uno y otro bando.

Pero, no obstante, debemos antes decir que los sublevados del norte y los del sur habían logrado enlazar ya en el mes de agosto. Y lo habían hecho a lo largo de la frontera con Portugal, luego del avance sobre Andalucía y la provincia extremeña de Badajoz de las tropas de Franco, las fuerzas de África, que contaban ya con las primeras ayudas alemanas e italianas. Por su parte, el ejército de Mola ocupaba la ciudad guipuzcoana de Irún a principios de septiembre y cortaba así la otra frontera, la francesa.

Y no nos olvidemos de la creación de uno de los mitos por excelencia de la Guerra Civil vista desde el lado alzado, el de la resistencia del Alcázar. El propio Franco decidió renunciar al avance hacia Madrid y desviarse hacia la ciudad de Toledo para liberar del asedio que venían sufriendo desde el 22 de julio los hombres (y las familias atraídas por ellos, algunas en calidad de rehenes) del coronel José Moscardó, refugiados en el emblemático edificio de la Academia de Infantería, donde había estudiado el cadete Francisco Franco hacía algunas décadas. La fecha del 28 de septiembre de 1936, cuando se produjo la salida de los resguardados defensores y de los secuestrados por ellos, ingresará por derecho propio en el almanaque heroico tan caro al franquismo.


Ocho días antes, Franco se encontraba ya en la localidad toledana de Maqueda, a 40 km de la ciudad de Toledo, y en contra de lo que habría parecido más pertinente, que habría sido según le aconsejaban sus correligionarios castrenses seguir el avance hacia Madrid, decidió bajar en dirección sureste y recorrer esos pocos miles de metros para que se procediera a la liberación de los de Moscardó. Lo que consiguió fue enaltecer simbólicamente su figura de libertador y aumentar su popularidad entre los enemigos de la República, todo ello en el momento en el que los gerifaltes confabulados estaban prestos a resolver un asunto crucial: la unidad de mando.

Retrocedamos unos meses. Los insurrectos necesitaban institucionalizar su conglomerado de fuerzas militares y paramilitares y, cómo no, políticas. Muy pronto, el día 24 del mes de julio, se había creado en la ciudad de Burgos la Junta de Defensa Nacional. Resultó elegido presidente de la misma por sus compañeros de armas más significados el general Miguel Cabanellas. ¿Sus méritos? Ser el militar con una trayectoria más larga en el Ejército español. Franco, todavía destacado en el norte de África tratando de conseguir el traslado de sus tropas tan esenciales, no formaría parte de la Junta, compuesta asimismo en calidad de vocales por otros cuatro generales, Emilio Mola, Fidel Dávila, Andrés Saliquet y Miguel Ponte; e incluso por dos coroneles, Fernando Moreno y Federico Montaner.

Habrá que esperar a finales de septiembre de ese año, al día 29, uno después de la liberación del Alcázar toledano, para que la Junta de Defensa Nacional haga pública la designación de Franco como jefe militar de las fuerzas sublevadas, con el título de generalísimo de los tres ejércitos −un nombre que, acortado a generalísimo sin más, habría de calar en el imaginario popular durante décadas−, y jefe político de un gobierno que aún no es técnicamente tal. El general ferrolano es elegido por los miembros de la Junta de Defensa Nacional, si bien con la contrariedad de Cabanellas, y sin que quede claro si el mandato se otorga sólo para el tiempo que dure la guerra, pues no se ponía limitación específica alguna. Pero no es hasta el día 1 de octubre, fecha simbólica que se unirá al 18 de julio en los fastos franquistas, que el general ferrolano asumiría plenamente ambos cargos, a los cuáles él mismo se ocupó de añadir el de jefe del Estado. Su investidura en la que es la sede de los rebeldes, la ciudad de Burgos, se producirá en tanto que “jefe del Gobierno del Estado”.

Franco tiene todo el poder sobre el territorio arrebatado por los conjurados a los frentepopulistas que les hacen frente desde el otro bando, en medio de una guerra si no cruel sí causante de una retaguardia aterrorizada a ambos lados del límite de los combates.

Ha comenzado el franquismo. Ese día 1 de octubre se puede decir sin temor a equivocarnos que se inicia la dictadura personal del general Francisco Franco Bahamonde y, con ella, el periodo al que llamamos franquismo y, por ende, el régimen político homónimo, surgido del “consenso mínimo” alcanzado por los sublevados: “la destrucción hasta sus raíces de la tradición liberal”, tal y como el historiador español Ismael Saz Campos afirma cuando describe su configuración.

La figura de Franco logró de inmediato, si no contaba ya con él, un enorme grado de adulación retroalimentado hasta el paroxismo que ya no habría de abandonarle hasta finales del año 1975, cuando falleciera el todavía Caudillo y con él se desmoronara el edificio construido tras casi cuatro décadas de lisonjas e hipérboles dedicadas a su capacidad de liderazgo.

Como dejó escrito el historiador español Alberto Reig Tapia:

“Prensa, radio y después televisión se pusieron al servicio de una de las hagiografías más alucinantes que ha conocido la historia contemporánea. Un hombre absolutamente corriente aunque habilísimo y tenaz para aprovechar con el mayor rendimiento sus circunstancias particulares fue revestido de unos loores completamente desorbitados y, sin embargo, para muchos de sus seguidores ha sido no ya un gobernante excepcional sino el más grande de los últimos siglos”.

El día 2 de aquel mes de octubre la Junta Técnica del Estado sustituye a la anterior Junta como forma de organización del Gobierno rebelde. El documento que da carta de naturaleza al nuevo organismo dice de él que es el “órgano asesor del mando único y de la Jefatura del Estado Mayor del Ejército, cuyas resoluciones necesitaban el refrendo del general Franco como Jefe del Estado”. El general Fidel Dávila es nombrado su presidente. De alguna manera, Franco se convierte en el jefe del Estado y del Gobierno, aunque Dávila preside un peculiar consejo asesor que funcionará como poder ejecutivo presidido en realidad por el propio Franco. La Junta Técnica del Estado ya no está integrada solo por militares y canaliza las distintas fuerzas políticas del bando rebelde, al que ya se puede llamar bando franquista. Con su sede en Burgos ―aunque la del jefe del Estado estará en la también ciudad castellanoleonesa de Salamanca―, en ella ya están representadas las fuerzas políticas que conforman dicho bando. Entre los civiles que integraron la nueva Junta, se encontraba José Cortés López, al frente de la Comisión de Justicia; Andrés Amado Reygondaud, en la de Hacienda; Joaquín Bau Nolla, presidente de la Comisión de Industria, Comercio y Abastecimientos; Eufemio Olmedo Ortega, en la de Agricultura y Trabajo Agrícola; Alejandro Gallo Artacho, encabezando la Comisión de Trabajo; el escritor José María Pemán, en la de Cultura y Hacienda; o Mauro Serret y Mirete, como presidente de la Comisión de Obras Públicas y Comunicaciones. Como se puede ver, técnicos sin ningún peso político.

Es en aquellos días cuando por primera vez se enuncia el carácter del Nuevo Estado encarnado en Franco que habrá de ampliar su territorio a medida que las conquistas de sus hombres vayan mermando la zona leal.

Tratemos de imaginarnos la noche del primer día de octubre de 1936, cuando Franco pronunciaba a través de las ondas de Radio Castilla de Burgos un discurso de enorme trascendencia política, de carácter programático, su primera alocución como lo que él y sus allegados habían decidido que habría de ser su principal título político: jefe del Estado.

“¡Españoles!: […] Españoles que, bajo la horda roja, sufrís la barbarie de Moscú y que esperáis la liberación de las tropas españolas. […] A vosotros me dirijo, no con arengas de soldado. Voy solamente a exponeros los fundamentos de nuestras razones, no con tópicos ni contumacias, sino con el propósito de hacer un breve examen del pretérito y de lo que nos proponemos en el porvenir.

No se trata, por tanto, de invocar una situación que justifique nuestra decisión. Lo que es nacional no precisa razonamiento. España, y al invocar este nombre lo hago con toda la emoción de mi alma, sufría la mediatización más nociva de algunos intelectuales equivocados, que tenían un concepto demoledor.

Permanecimos en silencio mientras se iba inoculando el virus que jamás debió atravesar las fronteras […] y así se iba perdiendo el concepto de la Bandera, del Honor, de la Patria y de los valores históricos.

Todo eso, y mucho más, acabó por añadir, a la falta de sentimiento patriótico, la pérdida del carácter tradicional de nuestro pueblo, olvidadas nuestras pasadas glorias y falto de conciencia para el porvenir, por ese concepto moderno de las cosas.

[…]

España se organiza dentro de un amplio concepto totalitario de unidad y continuidad. La implantación que implica este movimiento, no tiene exclusivo carácter militar, sino que es la instauración de un régimen de autoridad y jerarquía de la Patria.

La personalidad de las regiones españolas será respetada en la peculiaridad que tuvieron en su momento álgido de esplendor, pero sin que ello suponga merma alguna para la unidad absoluta de la Patria.

Los Municipios españoles también se revestirán de todo su rigor como entidad pública. Fracasado el sufragio inorgánico, que se malversó por los caciques nacionales y locales, la voluntad nacional se manifestará oportunamente a través de aquellos organismos técnicos y Corporaciones que representen de manera auténtica sus intereses y la realidad española.

Dentro del aspecto social, el capitalismo se encauzará y no se regirá como clase apartada, pero tampoco se le consentirá una inactividad absoluta. El trabajo tendrá una garantía absoluta, evitando que sea servidumbre del capitalismo y que se organice como clase, adoptando actitudes combativas que le inhabiliten para colaboraciones conscientes. Se implantará la seguridad del salario hasta que se pueda llegar a la participación de los obreros, haciéndose beneficiarios en el aumento de producción.

Serán respetadas todas las conquistas alcanzadas legítimas y justamente, pero al lado de estos derechos estarán sus deberes y obligaciones, especialmente en cuanto afecta al rendimiento de su trabajo y leal colaboración. Todos los españoles estarán obligados a trabajar según sus facultades. No puede el Estado nuevo admitir parásitos.

[…]

Estoy seguro que en esta tierra de héroes y de mártires que vierte su sangre generosa para que el mundo encuentre en España la más clara de las visiones, cuando escriba sobre las páginas de su Historia, que no es Oriente ni Occidente, sino genuinamente española, marcará el ejemplo a seguir con este movimiento nacional. ¡Viva España!”

[Este texto está extraído de mi libro El franquismo, publicado en 2013 por Sílex ediciones]



banner distribuidora