
Las republicanas españolas que los nazis esclavizaron como prostitutas
Paco Barreira
Las violaban durante quince o veinte minutos entre diecisiete o veinte veces al día, comenta Fermina Cañaveras, que noveliza lo que ocurrió en «El barracón de las mujeres».
A 90
kilómetros al norte de Berlín, está el campo de concentración de
Ravensbrück. Permaneció abierto desde 1939 hasta 1945, fue uno de los
últimos en ser liberados por los aliados, y todavía, continúa siendo una
parte molesta de la historia del genocidio del Tercer Reich. Es un
«lager» olvidado, «molesto», incluso hoy, para los historiadores de la
Segunda Guerra Mundial, para la historia reciente europea y también el
pasado de algunas naciones, como, en este caso, Alemania y Rusia. Los
hechos, y la impunidad con la que se cometieron a lo largo de tantos
años, es la causa principal de que todavía exista cierto silencio a su
alrededor.
Seleccionaban a las más guapas para prostituirlas con oficiales nazis y a las embarazadas las gaseaban.
¿El
motivo? El sufrimiento al que sometieron allí a cientos de miles de
mujeres, entre ellas unas cuatrocientas españolas, y que hoy en día
continúe siendo un capítulo olvidado dentro de la política de represión y
exterminio alentada por Hitler. «Existe muy poca documentación sobre la
prostitución. En Francia hablan mucho más de las Feld-Hure, que es el
término que empleaban los alemanes para mujeres que destinaban a los
prostíbulos de los campos de concentración», comenta Fermina Cañaveras,
autora de «El barracón de las mujeres» (Planeta), que noveliza, debido a
la notable falta de datos que existe (se quemaron la mayoría de los
archivos antes de que llegaran los soviéticos), la historia de una
republicana, Isidora Ramírez García, una de las 26 españolas a las que
obligaron a ejercer como esclavas sexuales de los guardias y soldados
nazis. «Las reservaban para los grandes mandos. Tenían que pasar por
distintas fases. Primero, las guardianas las seleccionaban. Las que
estaban embarazadas o tenían 50 años o más terminaban directamente a la
cámara de gas: ni siquiera las registraban.
No sabemos el numero de
mujeres que fueron asesinadas y de las que ignoramos su final por esta
causa. A las que escogían, las tatuaban en el pecho con una siglas,
después debían pasar por el reconocimiento médico, las despiojaban, eso
sí, no las rapaban y les dejaban media melena porque consideraban que
así resultaban más atractivas para los hombres, las conducían a pasar
una primera revisión y las sometían a una la cuarentena para prevenir
que tuvieran alguna enfermedad o infección sexual, para lo cual las
sometían a exploraciones más exhaustivas», explica la novelista.
Esta
inicial humillación, que rebaja al ser humano a un mero utensilio, solo
formaba parte de un proceso brutal y desprovisto de humanidad. Al
principio, de hecho, se recurría a prostitutas profesionales, a las que
convencían y pagaban para que acudieran a los campos de concentración,
pero poco después, en Ravensbrück, se dieron cuenta de que no era
necesario acudir a pagos. Cada día ingresaban docenas de prisioneras.
Muchas de ellas más jóvenes y más guapas. Decidieron entonces,
esclavizar a estas muchachas. "Las usaban como mero divertimento. De
hecho, antes de ser admitida tenías que exhibirte delante de los altos
mandos, en una especie de rito de iniciación, donde se decidía si lo
habías hecho bien y si podías vivir como prostituta o te mataban, porque
después de pasar por estos trances, tampoco sabías si conservarías la
vida."
A pesar de que recibían mejor
comida que el resto de las internas recluidas en los barracones, su día a
día resultaba infernal y, muchas de ellas, terminaban enloqueciendo.
«Las violaban durante quince o veinte minutos entre diecisiete o veinte
veces al día. Cada habitación tenía una pequeña palangana para lavarse
después de que acabara cada hombre. En la puerta había una mirilla y
mientras algunas hacían el servicio, otros capos o soldados o cualquier
hombre que hubiera conseguido entrar se masturbaban fuera. Disponían
solo de siete minutos para asearse cada vez, entre uno y otro. Cuando no
estaban trabajando como prostitutas se las obligaba a cargar los
cadáveres que extraían de las cámaras de gas», relata Fermina Cañaveras.
Ella
misma da cuenta de otro dato escalofriante. «La mayoría de ellas acaba
contrayendo enfermedades infecciosas de naturaleza sexual y muchas
acaban embarazadas. Entonces pasaban a un pabellón especial que llamaban
el pabellón de las conejas. Como ya no eran útiles, allí experimentaban
con ellas y con sus bebés. El resto, las que no aguantaban, las metían
en el barracón de las locas. Pero en el espacio destinado a la
experimentación les inyectaban el germen de la sífilis o les amputaban
extremidades, las abrían con bisturís, les introducían cristales y
arena...».
Ravensbrück también se
convirtió en un lugar de aprovisionamiento de prostitutas para otros
campos de exterminio. De hecho, de aquí trasladaban mujeres a los demás
prostíbulos. «Existían en Mauthausen y Auschwitz. Se llamaba el barracón
de las mujeres y recibían un volumen alto de ellas. Las tatuaban, les
añadían el triángulo y el numero de matrícula y las enviaban al campo
que las requirieran. Hay que entender la tesitura que suponía para
ellas: tenían que elegir entre ser violadas varias veces diariamente o
morir. Era espantoso».
Un motivo del
silencio es por el trauma que arrastraban estas mujeres, en particular
las españolas, que habían sobrevivido a una guerra civil, que se habían
visto obligadas a partir hacia el exilio por su militancia, que habían
sobrevivido a la Segunda Guerra Mundial y a un campo de concentración,
pero que no podían expresarlo por la vejación que suponía haber sido
prostituta por los nazis.
«Es una historia incómoda y silenciada, porque aquí hubo mujeres españolas, pero también de otros muchos países.
Muchos descendientes de ellas saben lo que pasó, pero no quieren hurgar
demasiado. Debería existir un reconocimiento mayor para ellas, como lo
hay con prisioneros de otros campos. Pero ellas, al contrario que los
demás, al salir no encontraron nada, sino olvido. Los soviéticos
quisieron hacer de este lugar un símbolo y al hacerlo condenaron al
olvido estas historias, para desesperación de ellas. Las propias
reclusas han tratado de recuperar a estas mujeres y hacer un memorial».
Algo
injusto, porque ellas, además, participaron de una forma activa en
boicotear a los nazis, algo que tampoco se les ha reconocido. «Existían
fábricas de armamento en Ravensbrück y las españolas recordaron que en
Madrid caían obuses y no explotaban. Por eso intentaron inhabilitar el
armamento que se hacía en este campo. Lo primero que decidieron era
trabajar más lento. Los nazis se burlaban de ellas llamándolas el
comando de las gandulas, porque pensaban que no les gustaba trabajar.
No
entendían en realidad lo que hacían: rebajar la producción del numero
de balas que salían cada día. Luego boicoteaban también los percutores
de las bombas para que no funcionaran e, incluso, una española, Elisa
Garrido, se las apañó para volar por los aires un barracón de obuses y
que no la pillaran. Pero no fueron las únicas. Las mujeres polacas de
los burdeles sacaban información de los oficiales nazis y la pasaban a
la resistencia».
-Javier Ors.
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