La única prisión del mundo para sacerdotes católicos estaba en la España de Franco
La única prisión del mundo para sacerdotes católicos estaba en la España de Franco
 
Los pasillos donde “Malamadre” (Celda 211) inició un motín de película albergaron, 50 años antes, la única cárcel de curas que hubo en el mundo, la cárcel concordataria de Zamora.
Edificio de la cárcel de Zamora. | Foto: Deia

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Fuentes: Bernardo Álvarez-Villar Religion Unplugged / María Guiu Abogacía Española-Consejo General, 17 de enero de 2025

Cuando el 18 de julio de 1936 el ejército español se alzó contra la República, iniciando así la guerra civil, los golpistas proclamaron que libraban una “cruzada” contra los enemigos de la nación y de la religión. Los historiadores consideran controvertido definir la dictadura de 40 años de Francisco Franco como fascista, y en su lugar la han denominado “nacionalcatolicismo” para definir la esencia de su régimen.

La Iglesia católica fue uno de los pilares sociales e ideológicos del franquismo desde el momento del golpe, como demuestra la ‘Carta colectiva de todos los obispos españoles’, hecha pública el 1 de julio de 1937 para apoyar un movimiento que “ha fortalecido el sentido de patria” y “ha garantizado el orden en el territorio”. El mismo régimen que nació de una “cruzada” con el propósito de blindar el poder y los privilegios tradicionales de la iglesia, acabó creando una prisión para encarcelar a los sacerdotes críticos con el poder. Ni la Albania de Enver Hoxha ni la Rumanía de Nicolae Ceausescu llegaron a ese extremo.

El concordato firmado entre España y el Vaticano en 1953 acordaba que un sacerdote no podía ser juzgado por un tribunal civil sin el permiso de la autoridad eclesiástica.

«En la España franquista, los acuerdos entre la Iglesia y el Estado establecían que un sacerdote no podría ser juzgado por un tribunal civil sin el correspondiente permiso de la autoridad eclesiástica. El artículo XVI del Concordato decía que “los Prelados de quienes habla el párrafo 2 del canon 120 del Códice de Derecho Canónico no podrán ser emplazados ante un juez laico sin que se haya obtenido previamente la necesaria licencia de la Santa Sede”. A finales de los años sesenta, sin embargo, el régimen interpretó esta normativa según su conveniencia, necesitado como estaba de reprimir a un clero contestatario que apoyaba a la oposición o incluso formaba parte de ella. Al fin y al cabo, las acciones de protesta eran problemas de orden público». («La cárcel concordatoria de Zamora: una prisión para curas en la España franquista», Francisco Fernández Hoyos. Pág. 2)

De la misma manera, tampoco podían cumplir condena con el resto de la población, sino que serían recluidos en una casa eclesiástica o, al menos, en localizaciones distintas en las que se encontrasen otros presos fueran comunes o políticos. Es por este motivo por el que se decide crear una prisión exclusivamente destinada a sacerdotes: la cárcel concordataria de Zamora, reacción del régimen ante un clero, muy vinculado con los movimientos sociales y el sindicalismo, que, contestatario, disidente, combativo y rebelde, denunciaba en los púlpitos la violenta represión franquista.

La creación de la prisión del Concordato en Zamora es la historia de cómo una parte de la Iglesia y de los fieles españoles se distanciaron de la dictadura franquista. La Encuesta Nacional del Clero de 1969 reveló que el 47% de los sacerdotes jóvenes simpatizaba con el socialismo y sólo el 10% apoyaba al régimen. En aquellos años sucedieron hechos impensables poco antes: durante la Navidad de 1973, un grupo ultraderechista llamado los Guerreros de Cristo Rey incendió una iglesia en un barrio obrero de Madrid porque servía de refugio a sindicalistas perseguidos.

La prisión estuvo en funcionamiento entre 1968 y 1976, y durante este periodo pasaron por sus celdas alrededor de un centenar de miembros del clero. Según Guy Hermet, 96 de los 120 sacerdotes encarcelados o procesados ​​entre 1973 y 1975 eran del País Vasco, donde la Iglesia se había mostrado históricamente favorable al separatismo y a la promoción de la lengua y la cultura locales, fuertemente reprimidas por el franquismo. Muchos otros sacerdotes acabaron en prisión en Zamora por su apoyo a las luchas obreras y sindicales de los años 60 y 70, muy numerosas en una época de éxodo rural y de incipiente desarrollismo.

La mayoría eran guipuzcuanos y vizcaínos, aunque también los había procedentes de Madrid (Mariano Gamo, cura de Nuestra Señora de Moratalaz, y el jesuita obrero Francisco García Salve), Cataluña (Francisco Botey, Lluis Mª Xirinachs) y de otras regiones, como Galicia (Vicente Couco, de la parroquia de Santa Marina del Ferrol) y Asturias (Carlos García Huelga, cura obrero de Jarreda que trabajaba de minero). [obra citada, pág. 3]

Sacerdotes vascos en la cárcel concordataria de Zamora. / Foto libro Zamorako Apaiz-Kartzela (la prisión sacerdotal de Zamora)- Fuente

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La cárcel concordataria se habilitó en 1968 en uno de los pabellones de la prisión provincial de Zamora, separado del resto de módulos de presos por un muro; con plazas para medio centenar de reclusos aunque por sus celdas pasaron hasta 1976 un centenar de religiosos.

Las condiciones que los eclesiásticos se encontraron en la cárcel de Zamora no fueron especialmente acogedoras: dormitorios corridos y duchas sin puertas, constantemente vigilados… Los inviernos eran tan fríos que las tuberías acababan congeladas, y los veranos eran muy calurosos. Además, la comida era escasa y de mala calidad; las únicas lecturas de las que se disponían eran El diario de Zamora y el Marca, previamente censurados. Las visitas se hacían a gritos, a través de una doble malla con la presencia de un vigilante que podía oír las conversaciones; la correspondencia estaba limitada a una carta por semana y no se podían tocar temas sociales o políticos. Las cartas que se recibían pasaban por censura previa…

La situación llegó al punto que curas de la cárcel concordataria protagonizaron, además de un intento de fuga, otras acciones para llamar la atención, sobre todo en el exterior de España, con respecto a su situación, como fueron huelgas de hambre o un motín, ocurrido el 6 de noviembre de 1973.

Diez sacerdotes planearon su huida de la cárcel construyendo un túnel de 16 metros, con sus manos y cucharas como únicas herramientas. «Nadie aguantaba más de veinte minutos, pero todos se sentían revolucionarios en busca de la libertad. Su mayor problema consistía en tirar la tierra sin que nadie se diera cuenta. Si la tiraban en el wáter, por ejemplo, se notaba. Creían que el éxito de su huida iba a suponer el fin de la cárcel concordataria» [obra citada, pág. 9]. Después de seis meses cavando y cuando habían programado la fuga para tres días más tarde, fueron descubiertos por los vigilantes.

Seis sacerdotes, el 6 de noviembre de 1973, iniciaron un motín que concluyó con una condena de 120 días en una celda de castigo.

Tras varias protestas, huelgas de hambre y lucha de los propios presos y de colectivos religiosos en el exterior la cárcel concordataria desapareció en 1976. Poco después también lo hizo el privilegio del fuero, que impedía procesar a miembros del clero sin el consentimiento episcopal.

Cuarenta años después de aquel motín carcelario, en 2013, 16 de los sacerdotes que sufrieron la represión y la tortura decidieron sumarse a la querella argentina por los crímenes del franquismo que instruye la jueza María Servini.

Los reclusos

Alberto Gabikagogeaskoa fue el primer sacerdote recluido, en julio de 1968, en este pabellón de la cárcel provincial. ¿Su delito? Pronunciar una homilía subversiva por la que fue juzgado por propaganda ilegal. En este sermón el cura denunciaba que en las cárceles del País Vasco se torturaba a los presos. El Tribunal de Orden Público lo condenó a seis meses de cárcel y una multa de 10.000 pesetas.

A Gabikagogeaskoa le seguiría monseñor Olaechea, quien, en una homilía titulada “Ni una gota más de sangre de venganza”, pidió el perdón para el enemigo: “ No más sangre que la que quiere Dios que se vierta, intercesora, en los campos de batalla, para salvar a nuestra Patria”.

Primero llegaron las multas, que algún caso multiplicaban por cien el sueldo del clérigo y, tras negarse a pagar, comienzan los internamientos en prisión.

El cura Periko Solabarria (Portugalete) acabó en prisión por tres homilías “subversivas”; los “curas obreros” Felipe Izaguirre y Zulaika también fueron juzgados por sus misas; los clérigos Lukas Dorronsoro y Mikel Zuazabeitia dan con sus huesos en la cárcel por participar en una manifestación de trabajadores. Fueron juzgados en Burgos y condenados por rebelión militar a penas de entre diez y doce años de cárcel. Se imponía la ley de bandidaje y terrorismo.

Juan Mari Arregui, ex sacerdote vasco, escapó de conocer el interior de la prisión concordataria de Zamora exiliándose en Francia. Participó activamente en los movimientos antifranquistas de la época y fue un gran crítico de lo que llamó “la complicidad de la jerarquía eclesiástica con la dictadura. Por eso, en el verano de 1968, varias decenas de religiosos ocuparon el seminario de Derio y el obispado de Bilbao”. Desde el exilio y en la clandestinidad, Arregui se implicó en las redes de apoyo a los sacerdotes encarcelados, que acabaron entre rejas por “denunciar la represión y las torturas en los sermones, asistir a la marcha del 1 de mayo, colaborar con los huelguistas o ceder locales parroquiales para reuniones políticas”.

“Los presos de Zamora estaban aislados y nosotros intentábamos enviarles libros y periódicos para que estuvieran informados”, recuerda Arregui. “También colaboramos en un intento de fuga que fracasó en el último momento; y en el motín de 1973. Además, la comida dentro de la prisión era escasa y de mala calidad, y les dábamos algo de comida e incluso alcohol, lo que les ayudaba a pasar el frío del invierno”.  

La cárcel de los curas, en Zamora /  Apaiz Kartzela – Fuente

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El ex sacerdote vasco y reconocido poeta Xabier Amuriza sufrió el hambre y el frío de la cárcel de Zamora. “En esta oscuridad vivimos medio muertos”, rezaba uno de los versos que escribió durante los casi siete años que pasó en la prisión concordataria de Zamora. “Muchos acabamos encarcelados por dar cobijo y protección a los movimientos que se oponían a la dictadura”, recuerda Amuriza. Un claro ejemplo es la huelga de Bandas , el conflicto laboral más largo del franquismo: “En la casa de mi cura se escondían huelguistas que huían de la policía, y allí también se reunían y les ayudábamos con las colectas”.

Amuriza fue condenado en un primer momento a 30 días de cárcel en Zamora por negarse a pagar una multa por participar en una misa en memoria de Txabi Etxebarrieta, el primer etarra fallecido en un enfrentamiento con la policía. Un año después, él y otros cuatro sacerdotes iniciaron una huelga de hambre en el obispado de Bilbao.

“Nos condenaron por rebelión militar”, explicó, “y me condenaron a diez años de prisión”.

Esa segunda estancia, que se prolongó casi hasta el cierre de la prisión con la llegada de la democracia con la muerte de Franco en 1975, fue difícil.

“En una condena tan larga parece que el tiempo no pasa. El aislamiento influye mucho y no teníamos contacto con otros presos”, explica Amuriza.

Sin embargo, Amuriza guarda buenos recuerdos de sus compañeros de prisión: “Éramos un grupo muy unido. Había un cura minero condenado por participar en huelgas y varios del cinturón industrial de Madrid que apoyaban movimientos clandestinos y sindicatos, como el jesuita García Salve”.

García Salve, fallecido en 2016, escribió sobre su estancia en la prisión de Zamora: “Mitines, huelgas, asambleas. Redada policial en el convento y la cárcel de Zamora. La única Cárcel Concordataria de la Humanidad estaba en Zamora. Mancha eterna, mancha indeleble en la Iglesia española. Muchas celdas y mucho frío”.

No hay que olvidar que esta rebelión de algunos sectores de la Iglesia católica se produjo en paralelo al Concilio Vaticano II y la consiguiente apertura de la Iglesia a los problemas contemporáneos. Para Arregui, Juan XXIII fue “fundamental para que las bases de la Iglesia apoyaran los movimientos de resistencia al franquismo. El Concilio Vaticano II fue una base ideológica que influyó notablemente en nuestro movimiento”.

Amuriza, sin embargo, restó importancia a la influencia del Vaticano II.

“Sin duda fue un movimiento revulsivo que tuvo su importancia social e ideológica, pero al final fue la parte conservadora de la Iglesia la que siguió al mando”, dijo Amuriza. “Nunca creí que la Iglesia pudiera cambiarse desde dentro”.

Ambos abandonaron la Iglesia en aquellos años: Arregi a su regreso del exilio; Amuriza al salir de la cárcel. Sus testimonios, recogidos en el documental “La cárcel de los curas”, forman parte también de la querella contra los crímenes de la dictadura franquista.

Bernardo Álvarez-Villar es un periodista político independiente radicado en España.

María Guiu, es letrada del Servicio de Orientación Penitenciaria del Colegio de Abogados de Zaragoza.


Fuente → asturiaslaica.com

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