Tierra, agua, sangre y hambre. Sobre el ensayo “Los pueblos de Franco”
Tierra, agua, sangre y hambre. Sobre el ensayo “Los pueblos de Franco”
Maria Ayete Gil 
 
 



Antonio Cazorla Sánchez: Los pueblos de Franco. Mito e historia de la colonización agraria en España, 1939-1975
Barcelona, Galaxia Gutenberg 259, 21 euros 
 
Tenía muchas ganas de leer Los pueblos de Franco. Mito e historia de la colonización agraria en España, 1939-1975, el ensayo del catedrático en Historia Antonio Cazorla Sánchez publicado recientemente en Galaxia Gutenberg. La realidad de los pueblos de colonización –es decir, más allá del mito y de su interés/belleza arquitectónica– parece estar por fin saliendo a la luz. Desde otro lugar (y, por ende, de otra manera) lo han hecho hace poco Marta Armingol y Laureano Debat en Colonización. Historias de los pueblos sin historia (La Caja Books, 2024), pero también Ana Amado y Andrés Patiño con algunos textos de su catálogo Pueblos de colonización. Miradas a un paisaje inventado (Ediciones Asimétricas, 2024), fruto de la exposición que, con el mismo título, ocupó las salas del museo de la fundación ICO de febrero a mayo de este 2024. En esa misma línea parecen haberse trazado algunos relatos de ficción, como Paisaje nacional (Alianza, 2024), de Millanes Rivas, o No queda nadie (Cuatro lunas, 2023 [Ninguén queda. Eusenio? Editores, 2022]), de Brais Lamela. El camino, sin embargo, es largo y, como de una manera u otra viene a mostrarnos Cazorla Sánchez con su ensayo, todavía falta mucho por recorrer.
 

“Este libro es una historia de los pueblos de colonización y sus habitantes, pero también un alegato contra la banalización del pasado”. Así arranca Los pueblos de Franco. Toda una declaración de intenciones: esto va de los pueblos de colonización, pero, oigan, también de sus habitantes, también de los colonos; esto va de la historia de los pueblos de colonización y de sus habitantes, porque ya está bien de tergiversar (minimizar) el pasado. En la misma línea va, en realidad, el título del libro: no se trata del mito de la colonización (esa obra buena, por generosa, del régimen), no se trata de esa distorsión de la realidad del pasado que hizo la propaganda franquista y que, de alguna forma (¿quizá por medio del silencio?), se ha venido perpetuando hasta el presente. Se trata, en primer lugar, de hablar de lo que apenas se habla, y, en segundo lugar, de desmontar el relato hegemónico. ¿Cómo? Ay, aquí el libro brilla hasta casi casi enceguecernos… El texto desarticula el mito poco a poco, pieza a pieza, una costura aquí, otra allá, a través casi exclusivamente de datos extraídos de los informes publicados por las propias instituciones del régimen. O sea, la falacia del mito de la colonización (la miseria, las injusticias, la violencia, el desarraigo) se cuenta a partir de documentación oficial. Fuerte, ¿verdad? ¡Es genial!

Los pueblos de Franco se divide en ocho partes, una introducción, seis capítulos y unas conclusiones. A estas últimas le sigue un apartado bibliográfico impagable. En adelante, me detengo brevemente en cada uno de los capítulos centrales.

El primer capítulo lleva por título “El mito” y tiene como finalidad lo evidente: confrontar la leyenda. Y es que “la colonización nunca fue un fin en sí mismo”, sostiene el autor, “ni mucho menos un medio coherente y sistemático de aliviar la pobreza y el hambre de tierras seculares del campesinado español”, al contrario de lo que proclamaban los aparatos franquistas (¡justicia social!, ¡reparto de tierras!, ¡erradicación de la pobreza!). La colonización tuvo un único objetivo: mejorar la productividad del campo (ECONOMÍA), y lo hizo adoptando un modelo que favoreció en primera y última instancia –oh, sorpresa– a los grandes propietarios. Los beneficios sociales fueron, así pues, mínimos. Las armas de Cazorla Sánchez frente a ese supuesto nuevo agro español, frente a ese supuesta sociedad armónica y orgánica, frente a ese Franco benefactor de los colonos, son documentos oficiales y extractos de publicaciones de medios franquistas como la revista Colonización o, después, Vida Nueva (creada en 1956), “Hojas de comunicación entre el Instituto Nacional de Colonización y sus colonos”, textos cuya confrontación mutua termina revelando la farsa.

El capítulo segundo se titula “La desposesión” y es un capítulo que, como sostiene el autor al darle comienzo, “bien podría haberse llamado «tierra, agua, sangre y hambre»”. ¿Por qué? Porque aquí la desposesión común, la pobreza radical, se ponen en el centro. El problema de la tierra asume en estas páginas todo el protagonismo, o, mejor, la historización del problema de la tierra, porque es muy anterior al inicio de la guerra: empieza, advierte el autor, con dos grandes hurtos. Por un lado, la desamortización de Mendizábal y otra de la que –¿casualidad?– poco se habla, que es la de Pascual Madoz, y que supuso la venta de tierras comunales de los ayuntamientos; por el otro la abolición de los señoríos medievales, que no significó –¡sorpresa otra vez! – el paso del control de las tierras de los nobles al campesinado que las trabajaba. A las comunidades rurales, en fin, les quitan las tierras que han trabajado durante generaciones: se convierten –sobre todo en el sur– en jornaleros, aparceros o arrendadores. Pobreza, básicamente. Pero este capítulo es también la historia de las respuestas campesinas antes esos hurtos, de su organización para luchar política (el anarquismo, sobre todo) e individualmente (los robos, los bandidos). La lucha por la tierra no termina y esto es vital a la hora de comprender el arranque del conflicto del 36. El autor aborda la explicación de la situación de los campos en los años anteriores a la guerra, de las propuestas de la República (la creación del IRA, del Centro de Estudios Hidrográficos, la Ley de Reforma Agraria, etc.) y de los (lentos) resultados; también de la experiencia de los campesinos a partir del 39, la necesidad de adaptarse, los intentos de defenderse, los resultados limitados. De nuevo, la pobreza radical: 200.000 personas muertas en los años cuarenta por hambre o enfermedades asociadas, arguye el catedrático, para aclarar enseguida, y por si acaso, lo no por evidente más sabido: “esa gente no se murió porque faltase la comida. La mató la dictadura”.

La cuestión ideológica ocupa el tercer capítulo del libro, titulado, justamente, “La ideología”. Aquí nos encontramos con un repaso exhaustivo del Instituto Nacional de Colonización (1939-1971), luego llamado IRYDA (Instituto para la Reforma y el Desarrollo Agrario), y de la ideología que lo atraviesa y reproduce. El INC es un aparato ideológico althusseriano en toda regla, pero todavía más represivo; El Aparato para llevar a cabo la justicia social franquista. Pero ya en al Ley de Colonización de Grandes Zonas, aprobada en 1939 primaba –vaya, ¿ya en el 39? ¡Qué pronto!– lo económico sobre lo social, totalmente ausente. Aquí los análisis de los discursos públicos de los directores del INC son fundamentales para entender, no solo la contrarreforma agraria emprendida por el régimen, sino las contradicciones y el doble juego (de un lado el discurso oficial, del otro las prácticas llevadas a cabo), así como la ideología católico-fascista (y el paternalismo). Pero también es primordial la descripción detallada del funcionamiento del INC, de sus dificultades, de los presupuestos, de las leyes, de los procesos de compraventa de tierras, de las condiciones de esas compraventas, de los resultados conforme pasan los años. No quiero entretenerme más de la cuenta, pero es que hay tantas cosas… La compra, en muchas ocasiones, por encima del valor del mercado, de las “tierras en exceso” (las peores para el cultivo) a los grandes latifundistas, la revalorización de toda la propiedad por el sistema de regadío, en fin, el beneficio inmenso que sacaron los grandes propietarios de la reforma agraria franquista y de la colonización. Pero es que ¿cómo cambiar la estructura social del agro español manteniendo el principio sagrado de la propiedad privada? Pues eso.

En el cuarto capítulo, “El modelo”, se historizan los proyectos de regadío y de colonización (hay casos precedentes) y se señalan los modos en que el régimen franquista se cuelga las medallas, presentando estos proyectos como algo original y eficaz. Los ejemplos son cuantiosos en lo que respecta a las políticas de regadío, por ejemplo, y la construcción de presas. También hay cabida, claro, al balance de errores de todo el tinglado: pero ¿dónde iban a vivir los hijos de los colonos? ¿Qué tierras iban a cultivar, si no había más? En fin, y para que nos hagamos una idea: “Al terminar la dictadura, el INC-IRYDA había convertido en propietarios a 23.137 colonos. En los años siguientes, otros pocos miles terminaron de pagar sus deudas con el IRYDA”. De nuevo: 23.137 colonos en 36 años de dictadura. Ni siquiera un espejismo de cambio social. ¿El resultado de la reforma agraria y de la colonización? Pues fácil: la transferencia masiva de capital a los terratenientes (que el trabajo jamás prevalezca sobre el capital). Privatización de dinero público, podemos decirlo también. Por eso, “la verdadera colonización no fueron los pueblos que se ven y se visitan, que tienen nombre y que pueden ser muy hermosos, sino los regadíos que los rodean, que pasan desapercibidos y el viajero no sabe a quién pertenecen”. Poco más se puede añadir a esto.

Restan dos secciones. El capítulo quinto, “Los colonos”, se detiene en la vida de los habitantes de los pueblos de colonización, en sus condiciones materiales, en sus condiciones de trabajo, en sus condiciones de vida; en todo. En el proceso para acceder a la propiedad de sus casas, en los requisitos para convertirse en colono, en la descripción de los asentamientos, en cómo hubo casos en los que los pueblos ni siquiera estaban terminados de hacer (barracones en lugar de casas, calles sin pavimentar, tierras desastrosas, falta de drenajes, de electricidad, de alcantarillado…); los años de tutela, el pago de las deudas y los intereses, la llamada “cartilla del colono”, las expulsiones si no se cumplía con los requerimientos. Todo. El urbanismo de los pueblos (la iglesia, el gran estandarte, el edificio más espectacular), la vigilancia de los mayorales y de los guardas, el control, las relaciones de poder…

Muy unido al capítulo anterior está el sexto y último de ellos, “Las comunidades”, el episodio dedicado a la creación de la comunidad colona en los distintos pueblos. La estructura de mando era autoritaria, sin duda, porque estaba el ingeniero jefe y, por debajo, peritos, guardas y mayorales. Pero estaba también el cura del pueblo, con distintos papeles, y estaban las escuelas nacionales de orientación agraria y su visión ruralista, la Sección Femenina, las juntas culturales y la junta vecinal, el ocio (aunque limitado: demasiado trabajo y escasísimo dinero), las fiestas patronales, las pequeñas tabernas, peluquerías o talleres y, en no pocas ocasiones, su semiclandestinidad. Esto es, en definitiva, la vida en los pueblos, sus dinámicas, sus maneras, sus conflictos y desajustes: la comunidad.

El libro termina aquí y, con él, mi comentario. Los pueblos de Franco es un ensayo magnífico (claridad expositiva, escritura manejable, tono cercano) no solo para quienes quieran profundizar en la historia real de los pueblos de colonización y en la vida de sus habitantes, sino también –y, quizá, sobre todo– para quienes se acerquen por primera vez a una fracción de lo real mayoritariamente desplazada de los discursos oficiales, de los libros de texto, de la memoria y el imaginario colectivos y de los productos culturales, pero que, sin embargo, sigue estando ahí, revolviéndose. Se trata de la historia del campesinado, de la historia, al fin y al cabo, de la mayoría de nuestros antepasados. Sigamos en ello.


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