El calvario de Miguel Hernández, el poeta que retrató la realidad de los oprimidos, culminó en una prisión franquista donde, aislado y maltratado, sucumbió destrozado por las garras de la tuberculosis
Miguel Hernández fue arrestado tras la Guerra Civil Española por su defensa de la República y sus versos “subversivos”. Su detención lo llevó a vivir un infierno de hambre, enfermedades y torturas psicológicas, hasta su muerte en 1942, con apenas 31 años.
En marzo de 1939, cuando los últimos suspiros de la II República se desvanecían y el bando franquista consolidaba su victoria, Miguel Hernández, que se había comprometido sin reservas con la causa republicana, intentó escapar a Portugal.
Lleno de ideales, cargando su humilde maleta y armado únicamente con sus cuadernos de poesía, Hernández trataba de evitar la represión que inevitablemente caería sobre todos aquellos que apoyaron a la República. Pero su plan resultó truncado: la policía portuguesa, colaborando con el nuevo régimen de Francisco Franco, lo arrestó en la frontera y lo entregó a las autoridades franquistas.
Su detención fue tan rápida como devastadora. Hernández, el poeta de los humildes, fue acusado de traición y sometido a un primer juicio sumario en el que se le impuso una condena de muerte. A los ojos de los franquistas, Hernández no era solo un poeta; era una amenaza que representaba con sus palabras la valentía y la resistencia del pueblo español.
Al ser considerado un enemigo de la España "nacional", se le castigó con la pena máxima. La noticia de la condena de muerte dejó a sus amigos y conocidos devastados. Inmediatamente, varias figuras culturales y amigos íntimos, incluyendo a escritores y artistas influyentes, comenzaron una campaña de apelaciones para salvar su vida. En un golpe de suerte, la intervención de José María de Cossío, un amigo y mentor conservador, y otros intelectuales llevó al Régimen a conmutar su pena a 30 años de prisión. Sin embargo, aquel “gesto de clemencia” significaba en realidad una sentencia a un martirio prolongado y desgarrador.
Comenzó entonces un periplo infernal que llevaría a Hernández por diferentes prisiones en toda España. Encarcelado primero en Madrid, fue trasladado a la prisión de Torrijos, donde fue sometido a condiciones inhumanas y a una vigilancia exhaustiva. Su paso por Torrijos y Ocaña lo expuso a un nivel de brutalidad que Hernández, pese a su experiencia previa de pobreza y dificultades, nunca habría imaginado.
En cada una de estas cárceles, los presos republicanos vivían hacinados, mal alimentados y sometidos a enfermedades que proliferaban sin control. Hernández, quien ya había estado expuesto a condiciones de salud delicadas, comenzó a sentir los estragos de la falta de cuidados médicos y de la privación de comida. Para alguien tan acostumbrado a soportar el hambre y la escasez, cada día en prisión se convirtió en una batalla por sobrevivir.
Pese a todo, en medio de aquel horror, Hernández mantuvo su espíritu creador. Encerrado, despojado de su libertad y condenado a la miseria, encontró refugio en la poesía, su única conexión con el mundo exterior y su manera de mantener la esperanza. Fue en aquellos oscuros días cuando escribió Cancionero y romancero de ausencias, una colección de poemas profundamente tristes y desgarradores, en los que volcó sus pensamientos, sus recuerdos y su amor por su esposa, Josefina Manresa, y su hijo pequeño, Manuel Miguel. En sus poemas, se percibía el anhelo de reunirse con su familia y la angustia de la separación, sentimientos que se mezclaban con la realidad desesperante de su entorno carcelario.
Desde prisión, Miguel le escribía a Josefina con frecuencia, cartas cargadas de desesperación y de un amor casi desesperado por la vida que se le escapaba entre rejas. “Tengo hambre, una hambre feroz, inhumana”, llegó a escribir en una de sus cartas más desgarradoras, rogándole que le enviara alimentos y medicinas.
Sin embargo, debido a la rígida burocracia carcelaria y al control estricto de las autoridades, muchas de las provisiones que Josefina le enviaba no llegaban a sus manos o lo hacían en un estado lamentable. Josefina, que luchaba para mantener a su hijo en una España devastada y sumida en la represión, hacía todo lo posible por mantener viva la esperanza de Miguel. El vínculo entre ambos, fortalecido por años de amor y de lucha, resistía pese a la distancia, y Miguel se aferraba a ello como último consuelo.
Sin embargo, su situación empeoraba cada día. El invierno de 1941 fue especialmente cruel, y su salud, ya quebrantada, se deterioró rápidamente. Miguel comenzó a sufrir graves problemas respiratorios, y la tuberculosis, que había comenzado a manifestarse con tos y debilidad, se instaló en su cuerpo, devastándolo poco a poco. En la prisión de Alicante, el lugar donde pasaría sus últimos días, Hernández se convirtió en una sombra de sí mismo. El clima húmedo y las malas condiciones sanitarias aceleraron su debilitamiento. En sus últimos meses, fue relegado a una pequeña celda oscura y mal ventilada, sin acceso a ningún tipo de tratamiento médico.
La agonía de Miguel Hernández no pasó desapercibida entre los presos de Alicante. Aquellos que compartieron sus últimos días recuerdan su aspecto demacrado, la piel pálida y la mirada sombría, pero aún encendida de determinación. Aunque la tuberculosis lo había dejado apenas sin fuerzas para hablar, sus compañeros recordaban cómo en ocasiones el poeta musitaba versos y fragmentos de poemas. A medida que su muerte se hacía inminente, Hernández dejó de recibir visitas y el contacto con su familia se redujo a las cartas esporádicas que, cuando le eran permitidas, aún lograba enviar a Josefina.
Sus amigos y allegados, al enterarse de su precaria situación de salud, intentaron una vez más apelar a las autoridades para obtener su liberación o al menos atención médica. Sin embargo, el Régimen franquista, decidido a hacer de Hernández un ejemplo, le negó cualquier posibilidad de clemencia o tratamiento. Abandonado por el sistema, Miguel pasó sus últimos días en un estado de completa vulnerabilidad, casi sin aliento y con la certeza de que nunca volvería a ver a su familia.
Recluido en el Reformatorio de Adultos de Alicante, donde las condiciones de vida eran deplorables: 9,000 presos ocupaban un espacio diseñado para 2,000, y la atención médica era prácticamente inexistente. Francisco Escudero, hijo del médico que atendió al poeta, subraya cómo Hernández fue abandonado por figuras influyentes del régimen franquista, como el obispo Almarcha, quien se negó a ayudarle debido a las ideas políticas del poeta.
Aislado y enfermo, Hernández se comunicaba a duras penas con su esposa Josefina, quien debía enviarle material básico de curación debido a la escasez en la prisión. Sus hermanos y amigos hicieron lo imposible por aliviar su sufrimiento, incluso permitiéndole ver a su hijo mediante engaños. La mañana del 28 de marzo de 1942, el poeta murió solo en su celda. No había ni familia ni amigos cerca para despedirlo. Su cuerpo fue enterrado en una fosa común, sin honores y sin ceremonias, como si el régimen franquista intentara borrar hasta su recuerdo.
Sin embargo, la muerte de Miguel Hernández no fue el final de su legado. Su poesía, que había nacido del dolor y la injusticia, se convirtió en un símbolo de resistencia. Sus versos trascendieron las fronteras de España y se mantuvieron vivos durante la dictadura, transmitidos de generación en generación como testamento de una época de represión y lucha.
La historia de su vida y su sacrificio se han convertido en una inspiración para quienes, aun en los tiempos que vivimos, continúan creyendo en el poder de la palabra y la justicia.
En la memoria de España y del mundo, Miguel Hernández es hoy recordado no solo como un poeta de la guerra y del sufrimiento, sino como un poeta de la esperanza y de la verdad, cuyas palabras siguen recordando el alto precio que pagó por su compromiso con el pueblo.
Fuente → canarias-semanal.org
No hay comentarios
Publicar un comentario