Los nacionalismos periféricos contra la República
Los nacionalismos periféricos contra la República
Francisco Martínez Hoyos 
 
Cuando hay un enemigo común, lo prudente es unir fuerzas. Pues bien: durante la Guerra Civil, el gobierno central y los gobiernos autonómicos se dedicaron a pelearse. Para la Generalitat, estaba claro que existía una voluntad de invadir sus competencias e incluso de anular el Estatuto. Carles Pi i Sunyer, dirigente de Esquerra Republicana, le dijo a Azaña que los jóvenes catalanes no sabían por qué luchaban, como si defender la democracia frente a los rebeldes no fuera un motivo más que suficiente.
 

Las cosas no podían funcionar bien si un sector del nacionalismo catalán se empeñaba en creer, en términos suicidas, que la guerra civil era un asunto que concernía a los españoles, no a los catalanes, como si Cataluña pudiera subsistir al margen de lo que sucediera más allá de su territorio. La escritora Concha Méndez, en sus memorias, pone un ejemplo de este localismo estrecho de miras. En cierta ocasión se encontró con un matrimonio al que no le importaba que hubiera un gobierno fascista siempre que ellos permanecieran al margen: “Que tomen España, bueno; pero Cataluña, que no es España, no”.

Azaña estaba convencido de que eran los nacionalistas catalanes quienes eran desleales con la República, tanto por omisión, escatimando su ayuda, como por acción, al apoderarse de atribuciones que no les correspondían, caso de las aduanas, los ferrocarriles o la emisión moneda, al poner en circulación billetes que rompían con el monopolio del Banco de España. No resultaba admisible, a su juicio, que en Cataluña hubiera quien confundiera con un ejército de ocupación a los soldados españoles que solo defendían la legalidad.

El presidente de la República se sintió tan traicionado por la Generalitat que llegó a dudar de que ésta pudiera sobrevivir aunque se ganara de la guerra, a menos que sus representantes retornaran al camino de la sensatez. Eso significaba dejar de hacer la guerra al Estado a través de una constante insubordinación, como si el gobierno central no tuviera legitimidad dentro del territorio de Cataluña. En lugar de colaborar con el esfuerzo común, el gobierno catalán suponía un lastre para la eficacia de las acciones militares. Imbuido de esta convicción amarga, Azaña multiplicaba en sus escritos críticas cada vez más feroces. Estaba seguro de que lo mejor que podía hacer con los políticos nacionalistas era no tener relación con ellos.

La Generalitat, a través de sus decisiones, sobrepasaba el federalismo más abierto, como si pretendiera articular España en torno a una confederación de repúblicas. Esa era una solución al problema territorial tan extrema como la de un estado centralista. Azaña no quería cargarse el Estatuto, pero deseaba su aplicación conforme a lo establecido por la ley. En su opinión, las autoridades catalanas distaban de ajustarse a estos límites.

El hecho es que tenía razón. Tarradellas, como nos muestra su biógrafo Joan Esculies, había afirmado que las libertades catalanas no estaban limitadas por la Constitución ni por el Estatuto. Con el estallido de la guerra, la nueva situación permitía ir más allá de la legalidad. Tarradellas, según Esculies, “hablaba de federación, pero la melodía era la de una relación bilateral”. Intentaba, por tanto, aprovechar las circunstancias para que el gobierno autonómico se hiciera con más competencias de las que en un principio se habían previsto. Más tarde intentó hacer ver que se trataba, simplemente, de una medida temporal hasta que se restableciera en Cataluña la autoridad central. No era sincero. Su intención original había sido completamente otra.

Se generó así una desconfianza entre el gobierno central y la Generalitat que no podía ser buena para ninguna de las partes. Las diferencias eran políticas, pero también personales. Tarradellas, aunque en cierto sentido admiraba a Negrín, por considerarle el único político capaz de estar al frente del gobierno de la República, por otra parte no podía soportar a un hombre que juzgaba demasiado soberbio y que, a su parecer, se creía “omnipotente”. No le discutía sus cualidades como intelectual, pero sí su talento político.

A su vez, en el País Vasco, se reprodujeron tensiones similares a las de Cataluña. Euskadi, en palabras del historiador Ludger Mees, “se parecía mucho más a un Estado semi-independiente que a una región autónoma dentro de la República española”. El gobierno del lehendakari Aguirre, en efecto, asumió funciones como la emisión de papel moneda o la distribución de pasaportes, propias de la administración central. Los nacionalistas, por su interés en el régimen autonómico, hicieron causa común con los partidos de un Frente Popular del que les separaba prácticamente todo. Ellos no eran de izquierdas, tampoco laicistas. No eran pocos los que pensaban que la insurrección del 18 de julio, un asunto que se había originado fuera de las fronteras vascas, era un asunto que, en realidad, no les concernía. Aun así, acabaron situándose, más o menos a regañadientes, del lado del Orden constituido, no sin polémica interna. Aunque muchos de sus militantes apoyaron esta opción, no faltaron los que preferían un respaldo a los sublevados con vistas a defender la religión. De hecho, en Álava y Navarra, las autoridades del PNV manifestaron públicamente que el partido, por sus convicciones católicas, no estaba del lado republicano.

El PNV apoyaba, sí, a la República, pero era un aliado poco fiable, como muestra su intento, prácticamente desde el inicio de la contienda, de llegar a su paz separada con el enemigo. Si los franquistas hubieran ofrecido la autonomía al País Vasco, seguramente no hubieran encontrado demasiadas razones para inclinarse por el gobierno legítimo. “Bendeciremos la mano por la cual nos llegue el Estatuto”, había dicho Manuel de Irujo en un artículo de prensa publicado en 1935. El propio Irujo, en unas declaraciones ya durante la contienda, evidenció que los nacionalistas miraban por encima del hombro a sus compatriotas de otras regiones. Ellos eran civilizados y no, como los demás, un puñado de salvajes: “El carácter de nuestro pueblo vasco se revela en el modo en que estamos librando la guerra. En el resto de España ha desaparecido cualquier sentimiento humano. La persona ha dejado de ser persona. En nuestra tierra vasca, la guerra no se ha desarrollado con ese odio ardiente”. Es cierto que el gobierno vasco hizo un esfuerzo meritorio por humanizar la guerra, pero Irujo no habla de una diferencia a la hora de hacer política sino de una personalidad nacional diferente y superior. La cuestión se explica, en suma, por el “carácter”.

El PNV, en 1936, estaba muy preocupado por hacer todo lo posible para evitar una revolución comunista. Según Ralph Stevenson, cónsul británico en Bilbao, apenas habría oposición interna dentro de sus filas para ayudar a los militares alzados, fuera activa o pasivamente, si “se les aseguraba una autonomía política en la futura España militar”. La idea puede parecer descabellada, a la vista del centralismo del que hacían bandera los militares, pero, en aquellos momentos, hasta Mussolini aprobaba que se tomara en consideración: “Franco hará bien en tener contactos con los vascos de Bilbao y si se tratase de algún tipo de autonomía de carácter administrativo no debería a priori rechazar negociaciones al respecto, a fin de estabilizar aquel frente y converger contra los rojos con el total de las fuerzas”.

El sistema de prioridades del nacionalismo vasco, centrado en cuestiones locales en perjuicio del marco general, explica que se olvidara de la Segunda República en cuanto las cosas se pusieron de verdad feas. De ahí que el PNV auspiciara el Pacto de Santoña, por el que los batallones vascos se rindieron ante las tropas italianas aliadas de Franco. Desobedecieron así la orden de retirarse a Santander y Asturias. El gobierno de la República, obviamente, se sintió traicionado. Los propios nacionalistas también lo fueron porque, en la práctica, no iban a depender de los italianos sino de los responsables del bando insurrecto. De ahí que sus dirigentes acabaran en prisión o incluso fusilados en lugar de ser evacuados, tal como establecía el acuerdo de capitulación.

Como la historia y la memoria son dos cosas distintas, el nacionalismo vasco insistiría en su resistencia heroica contra el franquismo y pasaría de puntillas sobre episodios incómodos como el de Santoña. En su versión de los hechos, parecía que los no nacionalistas no hubieran luchado por Euskadi. Los vascos eran, por definición, todos demócratas. Se pasaba así por alto la presencia de muchos que habían apoyado la insurrección de 1936, como era el caso de los carlistas, que veían en las guerras decimonónicas un claro antecedente de lo que sería el “Alzamiento nacional”.


Fuente → lavozdelsur.es

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