Laura Mínguez
Por más que se intente, resulta inevitable ver, escuchar y asistir a los profusos comentarios y cotilleos sobre el tema de moda; hasta se ha colado en los noticieros que, por una cuestión de estilo y prioridades comienzan con los partes de guerra para acabar con las conversaciones de María, la murciana (como era conocida al principio de su carrera) y el emérito. El dolor por los muertos en las guerras, bastante anestesiado a estas alturas, y el drama de los inmigrantes dejan paso al llamado culebrón del otrora rey con la Rey —que bastante guasa tiene la coincidencia, redoblada con el nombre con el que ella bautizó a su hija—, puesto al día por un hijo que aprovecha las lecciones de su progenitora, incapaz, en apariencia, de controlar a su vástago.
Se les ha acabado el dinero fácil conseguido solo por dar cariño a un caprichoso y malquerido mugrón real, esos caudales gastados sin medida en los casinos de Nueva Andalucía y Torrelodones que enriquecieron a las respectivas bancas, antes incluso de que aparecieran los rusos. Es lo que tienen los regalos y los premios de azar, llegan y se van como vinieron porque no los acompaña el sudor de la frente o las noches de insomnio habituales de los currantes por cuenta propia ni la inseguridad de los que lo ganan por cuenta ajena.
Al pie del cañón están los medios que se llevan el mayor porcentaje gracias a estos protagonistas y sin tener que generar recursos propios para el entretenimiento; solo hay que airear, establecer mesas de debate, repetir una y otra vez lo mismo y concluir magníficas tesis doctorales sobre los asuntos de la entrepierna y de lo que le queda muy cerca, el bolsillo.
Otro de los elementos que se pone sobre la mesa en estos días es el de la clase, es decir, la diferencia entre los comportamientos adquiridos desde la cuna o los copiados por los que, no conociendo la función de todos los cubiertos, comen con las manos en la más absoluta intimidad. Groucho Marx ya los dejó en evidencia cuando, como cronista de lo que le rodeaba, dijo aquello de «salir de la nada para alcanzar las más altas cumbres de la miseria», un análisis certero de lo que el otro Marx, Karl, calificara en el siglo XIX como una forma contemporánea de esclavismo: la naciente sociedad de clases capitalista.
¡Ahhh, la clase! La que exhiben tanto la esposa perjudicada como una señora mallorquina de buena familia, nada que ver con las arribistas patria y alemana, solo preocupadas en medrar, aunque no hayan llegado al punto de parir unos bastardos, como se ocupan de advertir ellas mismas para quitarle hierro al asunto, hasta ahí podían haber llegado. Los beneficios del patriarcado, que los tiene para muchas señoras, frente al empoderamiento barato de la amenaza: nuevos lenguajes para actitudes milenarias, nihil novum sub sole.
Echando un vistazo al Cotilleo Histórico hay que dar un poco la razón a los que hablan de un gen o más bien de una tendencia en las costumbres que han regido en esta familia desde la llegada de Felipe V en noviembre de 1700. No han sido una excepción entre las otras casas reales —la belga, por ejemplo— como tampoco lo han sido entre algunos mandatarios que llegaron a ser jefes de estado de repúblicas consolidadas —Mitterrand y sus dos familias—. Como ya he escrito más arriba, tiene que ver con creerse omnipotentes y con saberse ocupando la cúspide de la pirámide.
La justificación esgrimida en la mayoría de las ocasiones ha sido la del matrimonio de conveniencia que parte con el hándicap de la ausencia de enamoramiento, aunque este no se pusiera de moda hasta el Romanticismo. ¿Era necesario el amor para casarse? Carlos V contrajo nupcias con Isabel de Portugal por un arreglo familiar y no conoció a la novia hasta que sus hermanos se la entregaron en Ayamonte, donde, se cuenta, hubo flechazo instantáneo. Los emperadores vivieron felices comiendo perdices hasta la muerte de ella. El amor puede surgir.
Ha habido reyes y reinas con amantes y alguno sin ellos. Ha habido amantes hetero y amantes homo, ha existido el poliamor cuando no se había inventado la palabreja que describe a los picaflores y también triejas cuando a nadie se le había ocurrido una malsonancia de este calibre para describir lo que en amor se considera multitud. Ha habido de todo, hasta fidelidad infinita.
Sí, también fidelidades: el cronograma muestra, en primer lugar, a un chaval que por mor del destino llegó a España gracias a las maniobras de su rijoso abuelo. El que llegaría a ser el rey que más años ocupó el trono, con interrupciones, poseía el ímpetu de sus antecesores, pero una moral muy rígida educada por el arzobispo de Cambrais y alimentada por desvaríos mentales que hoy calificaríamos de TOC y/o bipolaridad. Felipe de Anjou no concebía tener relaciones con mujeres a las que no le unieran vínculos matrimoniales y, por ello, cuando enviudó de su primera esposa María Luisa Gabriela de Saboya en 1714, la abstinencia sexual se convirtió en una cuestión de Estado porque el rey se negaba a satisfacer sus necesidades si no era consigo mismo, algo a lo que se entregaba varias veces al día descuidando las labores de gobierno. El abate Alberoni aprovechó la circunstancia y colocó a Isabel de Farnesio en el trono, como segunda esposa del monarca, menos de seis meses después del fallecimiento de la primera, sin respetar el período de duelo fijado por la Iglesia. La Farnesio vislumbró enseguida la situación y a cambio de su disponibilidad 24/7/365, se hizo con el poder y con el dinero y acabó manejando y colocando a su primogénito en el trono español.
Fieles más allá de la tumba fueron tres de los hijos de este primer Borbón: tanto Luis I como posteriormente Fernando VI y Carlos III enviudaron de sus respectivas y con ello cerraron el grifo de las relaciones en grupo (aunque fueran de dos) hasta su propia muerte. A los dos primeros no les dio tiempo ni a tener descendencia, pero Carlos III, casado con la temperamental María Amalia de Sajonia, tuvo un total de trece —de los que sobrevivieron solo siete— antes de que el tabaco consumiera a María Amalia a la temprana edad de treinta y siete años. Veinte años de castidad asumida hasta que murió, en 1788.
Le sucedió en el trono el séptimo de sus descendientes, Carlos IV, con fama de blando e incapaz, que vivió la curiosa historia, bien aireada por los voceros de la época y las coplillas populares, de formar una trieja, conocida como la Trinidad, de la que formaron parte él mismo, su esposa María Luisa de Parma y Manuel de Godoy.
No es una leyenda, están documentados, gracias sobre todo a los cotillas franceses que pululaban por la corte, los encuentros, viajes, cartas, condecoraciones, dádivas y maltratos a los que se sometieron de una forma u otra la reina y su esposo. Se embarazaron veinticuatro veces, pero entre abortos y muertes prematuras sacaron adelante a siete hijos, algunos de los cuales de dudosa filiación, como quiso dejar claro Goya en sus retratos. Fueron además el ejemplo palmario de las interferencias entre cama y gobierno, pues acabaron dejando este en manos del amante que tenía a su vez a Pepita Tudó como tal y al que casaron con María Teresa de Borbón para rebajar las habladurías de las cortes extranjeras. Vivían y viajaban todos juntos y lo que empezó como un trío acabó en multitud no consentida, pues la reina, convertida en dependiente emocional del pacense Príncipe de la Paz, aguantaba desesperada en sus aposentos que Godoy la visitara de vez en cuando y se le metiera en la cama con el único objetivo de no perder su estatus. Todavía se le conoció a la reina un nuevo amante, según el embajador francés Alquier, llamado Manuel Mallo, caraqueño, que vino a ocupar el puesto de Godoy cuando este se retiró a la finca granadina de el Soto de Roma.
El marqués de Lozoya calificó de opereta la situación en la que vivía esta tribu y no habría pasado de ahí si no hubiera tenido la repercusión política que tuvo con la abdicación, la entrega del trono a los Bonaparte y la guerra de independencia. Las consecuencias de este revoltijo son bien conocidas y fueron determinantes en el discurrir de la historia de España. Y para rematar, todo esto acabó en manos del nacido noveno en el Palacio de Oriente, Fernando VII, que pasó de ser el Deseado a ser conocido como el Felón.
De sus amoríos se sabe que fueron in crescendo, o sea, casó por primera vez virgen y prístino, aunque ya apuntaba maneras de guarro y bascoso, según contaba su primera esposa María Antonia de Borbón Dos Sicilias a su madre, en las cartas que le enviaba. Casó tres veces más y fue mejorando su fama de bruto en la cama, según se dice, porque el tamaño de su miembro era tan descomunal que la segunda y la tercera esposa lo tuvieron casi a raya por miedo a que semejante semental las partiera por la mitad de un empujón. El payo se aficionó a la vida nocturna de Madrid, siempre acompañado del duque de Alagón —Paquito de Córdoba— y de un tal Chamorro, saliendo de palacio por una escalera, que todavía hoy se conoce como la Fernandina, para ir directamente a casa de Pepa la malagueña, donde comenzaban sus rondas. Tenía una amante en cada puerto, siempre según los espías franceses: una viuda en Aranjuez, una señorita en Sacedón (Guadalajara) donde iba a tomar los baños… y lo que se le antojara de camino y le pusieran por delante sus acólitos, que los aprovechados son muy listos y están siempre dispuestos al peloteo. Casó en cuartas nupcias con una sobrina suya, María Cristina, con la que tuvo dos hijas muy seguidas a las que apenas conoció porque murió con cuarenta y siete años. La reina era joven y se convirtió en regente, arrastrada por las circunstancias, con el objetivo de mantener el trono para su niña Isabel.
María Cristina fue otro de los casos históricos de enamoramiento feroz y de doble vida: como regente debía mantener su viudez desconsolada frente a los intentos de su cuñado Carlos María Isidro por deslegitimar el ascenso de su sobrina al trono, mientras que como mujer cayó rendida ante Fernando Muñoz, un conquense que formaba parte de su guardia de corps y que, según describen sus contemporáneos, era el Andrés Velencoso de la época. ¿Quién se resiste a esa mezcla explosiva de atractivo físico y emocional, a esa dulzura y a esa mirada? La reina parió ocho muñoces mientras se alineaba con los liberales (tapándose la nariz) y se embarcaba en negocios más que oscuros con los que amasó una gran fortuna a base de comisiones. Si buscamos precedentes para las mordidas del AVE a La Meca, aquí tenemos un ejemplo clarísimo de cómo proceder.
La hija, Isabel II, una de las más famosas reinas de España, fue poco menos que descuidada en su educación, seguramente de manera intencionada, en sus modales y en su propia formación como gobernante. La pugna entre liberales y moderados, el derecho adquirido por los hombres que la rodeaban, ya fueran políticos o militares, para intervenir en su vida y en sus asuntos y la fuerza del constitucionalismo la pilló en el centro de la crisis de un modelo moribundo y del establecimiento de nuevos patrones políticos y sociales. Repele hoy en día el tratamiento de ninfómana que se dio a esta mujer que fue dejada crecer como una hierba silvestre al albur de cuantos la rodeaban. Y, si bien es cierto que ningún acontecimiento histórico debe ser juzgado con la moral actual, sí se pueden analizar desde nuestra perspectiva, porque analizar no es juzgar. Que se entregó a todos los placeres que pudo, pues hizo lo que quiso. Que parió doce veces y ninguno era del marido, que no la hubieran casado a la fuerza. Que todo el que quería ser alguien en la política se le metía en la cama, cierto, pero eso es lo criticable, el aprovechamiento, no la búsqueda legítima de placer de una mujer con el mismo derecho que un hombre a disfrutar. El problema no es el sexo sino las prebendas que se consiguen a través de él, algo viejo, viejuno, pero todavía vigente.
La casaron con su primo Francisco de Asís de Borbón, Paquita, como recurso final ante la negativa de algunas cortes europeas a embarcarse en guerras civiles y problemas coloniales. Paquita fue el caso más sonado de homosexualidad en la corona, pero no el primero. Ya en 1721 la Farnesio maniobró para casar al (primer) heredero de Felipe V, Luis, de catorce años, con Luisa Isabel de Montpensier, de doce, hija del regente de Francia, y nieta de Luis XIV. La niña llegó a la corte como un terremoto ineducado que llevó por la calle de la amargura a cuantos la rodeaban. Núbil y caprichosa, cuentan las crónicas que se entretenía sensualmente con sus sirvientas después de pasearse semidesnuda por jardines y estancias palaciegas sin el menor pudor. Se cuenta también que en sus jugueteos se subió a un árbol del que no supo bajar y que a sus gritos de socorro acudió presto el mayordomo de semana, marqués de Magny, que al intentar bajarla del manzano le quitó involuntariamente la camisa, lo que Luisa Isabel interpretó como un pasarse, un intento de violación y algunas exageraciones más que le costaron solo el destierro al mayordomo, gracias a que nadie la creyó, porque, de ser cierto lo que contaba ella para librarse del castigo de sus suegros, él habría acabado en la horca.
Francisco de Asís vivió alejado de su augusta esposa, consintiendo y reconociendo a cada hijo que ella paría, siempre a cambio de dinero, grandes sumas con las que se sobornaban, no solo sus necesidades económicas sino también sus ansias de intervenir en las decisiones políticas y en la gobernanza del país. Sus días acabaron en el exilio francés siempre acompañado de su fiel secretario Antonio Ramos Meneses, que heredó una fortuna nada despreciable de aquel al que había servido como amante.
Los reyes que reinaron entre la I y la II República, Alfonso XII y Alfonso XIII, padre e hijo, tuvieron en su haber una buena colección de amantes, estas sí muy conocidas, con las que engendraron varios bastardos alguno de los cuales ya anduvo paseando sus bigotes por programas de televisión antes de entregar su alma al Supremo. Alfonso XII, hijo de Enrique Puigmoltó, un militar natural de Onteniente (Valencia), casó con su prima María de las Mercedes en contra de la voluntad de su madre, temerosa de las maniobras políticas de su consuegro y cuñado, el duque de Monstpensier. Muerta de tuberculosis seis meses después del enlace, dejó al rey más triste que una lechuga hasta que, empujado por los amigos a salir de farra, conoció a Elena Sanz, una mujer bella con la que tuvo dos hijos antes de volver a casarse con María Cristina de Ausburgo, una vienesa catolicorra que permitió las andanzas de su esposo, por la gracia de Dios, y que tuvo que aguantar hasta que se le impusiera el nombre de la primera esposa fallecida a la primera de sus hijas. Todo porque su descendencia ocupara el trono. Nos suena.
Lo del hijo, nacido póstumo, tuvo más delito o más repercusión social porque a las amantes, que ya eran lo menos escandaloso, se sumaba un interés desmedido por el dinero y por la acumulación de riquezas incluso a costa de los chavales que fueron enviados a Marruecos y de cuya intendencia —ropas, armas, alimentos— el rey llevaba una buena comisión. ¿Qué hubo detrás de esta como de todas las guerras? El famoso y desconocido Informe Picasso habría aclarado muchas dudas sobre las cantidades que llegaban a las cuentas del rey en Suiza y los mangoneos políticos para la implantación y favorecimiento de dictaduras de derechas que le acabaron dando la espalda. Por listo.
Para los que nacimos al mundo en la transición todo esto resulta muy deplorable. La limpieza, el borrón y cuenta nueva, la construcción de un nuevo modelo de Estado, la creación de infraestructuras sociales que favorecieran la igualdad y el acceso de todos a la educación, la sanidad y la justicia eran la utopía bajada a tierra, era la democracia posible en la que todas las voluntades, tanto políticas como personales, confluirían para hacer una sociedad más justa. Ir descubriendo algunas de las realidades que nos han ocultado resultaría muy doloroso si no estuviéramos a estas alturas curados de espanto. Es un vodevil patético y sería casi cómico si no se hubiera utilizado nuestro dinero para callar bocas, si no se hubiera engañado y no se hubiera ocultado la realidad. Los pecados de la carne se perdonan con facilidad, pero el abuso sistemático es difícil de deglutir. Viejo, muy viejo todo.
Fuente → jotdown.es
No hay comentarios
Publicar un comentario