Campo de concentración franquista de Fyffes (Canarias): La furia exterminadora.

Campo de concentración franquista de Fyffes (Canarias): La furia exterminadora / Paco Barreira


En las semanas posteriores a la sublevación militar del 18 de julio de 1936, cientos de detenidos políticos de la provincia colmaron las prisiones improvisadas en Santa Cruz de Tenerife y La Laguna. Fue, entonces, cuando las autoridades emanadas del golpe de estado habilitaron, como centro de reclusión, los almacenes de plátanos que la empresa Fyffes Limited tenía en la capital. Estos edificios estaban situados en las afueras de la ciudad, junto al colegio de las Asuncionistas y cerca de la Refinería de Petróleos.

En Fyffes, apresados por falangistas, por soldados y policías a las órdenes de la rebelión militar, fueron concentrados los afiliados a organizaciones de izquierda. De modo que, a principios de 1937, un informe del espionaje anarquista estimaba que había unos 1.200 encarcelados en Fyffes. El informe añadía 800 personas más detenidas en otras prisiones de Santa Cruz, La Laguna y La Orotava. Según su último director, por la prisión pasaron más de 4.000 reclusos a lo largo de doce años y, en su momento de mayor acopio, llegó a reunir 1.500 presos, cuando, según quienes la conocieron, su capacidad debía estar sobre los 600 internos.

La cárcel se dividía en tres salones. Dos de ellos, muy amplios: Caballería, llamada así porque acogió a los presos internados, anteriormente, en el cuartel de caballería, y la Flotante, destino de los prisioneros encerrados, al principio, en los barcos atracados en la bahía. La tercera nave, más reducida, recibió el nombre del Guano, porque era el lugar donde la compañía frutera inglesa acumulaba los sacos de abonos químicos. Dentro de estos grandes espacios, se habilitaron dos celdas: una para los presos castigados y otro para los condenados a la última pena. Al poco tiempo, a la cárcel se le adjuntó un patio de unos cien metros cuadrados, rodeado por una alambrada, donde se ubicaron los servicios y las duchas. Las cubiertas estaban formadas por planchas de cinc que, en verano, provocaban un calor asfixiante y, en invierno, convertían el interior en una estancia húmeda y fría. Las condiciones de vida en Fyffes eran duras. El hacinamiento era una de las características de la prisión. En palabras del dirigente republicano Crispiniano de Paz, Fyffes era un “laberinto humano”. Francisco García, otro de los presos, escribió que “no nos podíamos revolver dentro de aquellas paredes. No era posible caminar sin tropezarse con alguien, moverse sin molestar a algún compañero”.

La alimentación era escasa y servida en mal estado. Los testimonios orales recuerdan ver flotar suelas de zapatos en el rancho: el novelista José Antonio Rial afirma que los calderos de comida no contenían “alimento para humanos” y Francisco García describe las raciones como “bazofias” e “inmundicias”. Los presos intentaban compensar esta deficiente alimentación con los paquetes que les enviaban sus familiares. La falta de higiene se apreciaba en que los evacuatorios y las duchas “resultaban insuficientes para tantos hombres” y en que los suelos donde yacían los jergones estaban “inundados de chinches”. La malnutrición y la carencia de higiene propiciaron las enfermedades que aparecieron en Fyffes. Las memorias de encarcelados refieren cómo “peligrosas epidemias diezmaron la prisión, convirtiéndonos a los detenidos en carne de hospital o carroña de cementerio. Días hubo en que cuatro médicos no pudieron atender a todos los presos dolientes”. Las afecciones de garganta hicieron estragos entre la población reclusa, el tifus y otras enfermedades estomacales e intestinales eran frecuentes y los testigos aseguran que más de 120 personas enfermaron de tuberculosis. Muchos internos fallecieron durante su periodo carcelario y decenas de supervivientes tienen, en sus expedientes, anotaciones que reseñan su paso por el Hospital de Santa Cruz de Tenerife o por el Dispensario Antituberculoso.

Las escenas más angustiosas grabadas en las memorias de los reclusos fueron las deparadas por los sentenciados a la pena capital encerrados en la celda de los condenados y las provocadas por las rondas nocturnas en busca de prisioneros para ser ejecutados de forma clandestina. Francisco García cuenta cómo la prisión sufrió, impresionada, la tragedia de veintiún jóvenes militantes de la CNT:

“Terrible drama para ellos, víctimas de una justicia sin fuero ni soberanía, administrada por unos desalmados… Terrible drama también para nosotros, testigos de tantas escenas martirizantes, y a la vez posibles víctimas de la misma vesania exterminadora”.

Tras ese fusilamiento en masa, continuaba el mismo autor: “el calabozo de los muertos no puso punto de reposo. Entraban unos a esperar el sacrificio; salían otros para ser colocados frente al piquete. De esta manera todo enero del treinta y siete, y febrero, y marzo, y abril, y todo el año aquel. Era una locura un vértigo, una furia exterminadora… Y toda la prisión obligada a presenciarlo. Indefensas las víctimas. Indefensos los que querían evitarlo y no podían”. Desde 1936 hasta 1940, 62 personas fueron fusiladas, en la provincia de Santa Cruz de Tenerife, tras haber sido condenadas a la pena capital por tribunales militares. La mayor parte de ellas fueron conducidas al lugar de ejecución desde la prisión de Fyffes.

El encierro en Fyffes y en otros campos de concentración pretendía apartar de la retaguardia a los militantes de izquierda más comprometidos y carismáticos. Pero, también, este sistema de castigo buscaba introducir, en el colectivo de presos, la enseñanza de que, una vez en libertad, si no se implicaban en acciones de oposición, el nuevo régimen les permitiría desenvolver su vida sin repetir unas experiencias tan agresivas como las padecidas en prisión. Los dirigentes y afiliados de la izquierda que sobrevivieron a las desapariciones, a las condenas a la última pena y a los fallecimientos por enfermedades habían sido sometidos a un duro castigo físico y psicológico que les había mostrado los riesgos aparejados a la movilización política. A sus espaldas cargaban años de escarmiento que, a muchos, les harán desechar nuevas actividades.

Además, se obligaba a los encarcelados a convivir con los valores tradicionales de la sociedad conservadora: la inscripción en los cursos de religión, la asistencia a misa, la obligación diaria de cantar himnos falangistas o la realización de labores en la cárcel preparaban para aceptar vivir bajo un orden no compartido y, por tanto, se convertían en pequeños pasos hacia la libertad, pues eran requisitos previos para que el capellán de la prisión firmase el certificado de poseer “la cultura mínima religiosa” y para que la junta de disciplina del penal concediese la calificación de buena conducta. Hasta 1943, se retuvieron aquellos presos políticos que, a juicio de las autoridades franquistas, habían cometido actos de gravedad o era arriesgado para el control social su reintegración a la localidad de origen. Catorce años después de su creación, Fyffes dejó de ser una cárcel militar y pasó a ser un establecimiento penitenciario dependiente del cuerpo de prisiones.

Salvador González Vázquez (historiador).


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