Radiografía poco ética de un ex monarca emérito
Radiografía poco ética de un ex monarca emérito
Jesús Parra Montero

El mayor activo de una institución monárquica, cuyos privilegios son inmensos, no es otro que su ejemplo moral.

“Es mejor incordiar con la verdad que complacer con la adulación”.
Séneca

Hipias Menor es uno de los diálogos más breves de Platón; en él desarrolla la ambigüedad semántica como recurso filosófico y se toma el trabajo de sostener en la conversación algunas paradojas comunes entre los sofistas; en una de ellas afirma que no hay diferencia entre el hombre mentiroso y el hombre veraz: ambos saben igualmente la verdad, puesto que el uno la disimula, sabiéndola, y el otro la sabe, puesto que la dice; desde la cuestionable óptica sofista su reflexión es que el mentiroso es superior al hombre veraz en cuanto disimula la verdad con conocimiento y voluntad, mientras que el hombre veraz puede engañarse y engañar a los demás involuntariamente; y concluye: el embustero vale más, porque sabe lo que hace y hace lo que quiere, es decir, engañar. En ese ámbito se movió Hipias, reputado sofista del siglo V.; en el marco de su pensamiento, se le atribuye esta máxima de relativismo moral, tan frecuentemente asumida y practicada a través de los tiempos, también los actuales: “Todo me está permitido con tal que nadie me vea”. 

Los antiguos griegos, que gustaban de practicar la filosofía, ante la pregunta: ¿Qué es mejor, el gobierno de los hombres o el de las leyes?, respondían que cuando las leyes son buenas benefician a la comunidad política siempre que los hombres las respeten y las apliquen, pero ante la evidencia de que éstas no se respetaban, la respuesta era contar con hombres buenos, ya que éstos además de actuar correctamente en cada uno de sus actos, respetaban la ley. De forma más actual y concisa lo decía nuestra filósofa valenciana y catedrática de ética Adela Cortina: “El derecho puede imponerse desde fuera, no así la moral".

A la hora de analizar la realidad actual no podemos renegar de la visión que nos da el sentido común, pues, como escribió el gran novelista irlandés, George Moore, el sentido común es una fuente privilegiada de conocimiento y renunciar a él no puede llevar más que al absurdo y a la paradoja. Para Moore era indiscutible que la visión que proporciona el sentido común suele ser verdadera y facilita el conocimiento, de ahí que la tarea de la filosofía no consiste tanto en demostrar la verdad de las creencias que proporciona el sentido común ni demostrar que las conocemos, como explicar cómo las conocemos. En sus reflexiones intenta refutar el escepticismo absoluto argumentando que al menos algunas de nuestras creencias establecidas por los hechos son absolutamente ciertas, llegando a afirmar que las proposiciones del sentido común no pueden probarse ni refutarse, pero es mejor atenerse a ellas porque las verdades que nos proporciona el sentido común poseen una significación clarividente.

Aunque el sentido común alberga principios básicos que nos permiten conocer lo que es correcto de lo que no lo es, existen situaciones en lo que lo bueno no siempre resulta evidente. Por desgracia en el mundo actual los medios de comunicación, en particular, los digitales, ofrecen una realidad que, en muchas ocasiones, no coincide con los hechos; y no se trata solo de que falseen la realidad, sino de que la sustituyan por conveniencia.

La decisión en un conflicto puede ser equivocada si la persona no cuenta con una escala de valores que le permita discernir adecuadamente lo justo de lo injusto, lo ético de lo inmoral

La decisión en un conflicto puede ser equivocada si la persona no cuenta con una escala de valores que le permita discernir adecuadamente lo justo de lo injusto, lo ético de lo inmoral. En el momento en que el hombre decide y actúa la respuesta puede ser justa o injusta, adecuada o inadecuada. Por eso es obligado que, sobre todo los servidores públicos, cuenten con un marco de valores éticos que les sirva de guía en su gestión y en sus decisiones. De esta manera, la ética da al servidor público un conocimiento que le permite actuar correctamente en cada situación por difícil que esta sea al ofrecer criterios para encontrar las soluciones adecuadas. Afirmaba Alexis Carrel, en su obra La incógnita del hombre, “que cuando desaparece el sentido moral de una sociedad, toda la estructura social decae y va hacia el derrumbe; -y añadía-, lo mismo sucede en el hombre, ese desconocido, que, cuando carece de ética su vida es un descontrol”.  

Cualquier mejora en la gestión de las instituciones públicas, y por tanto de su credibilidad, será posible si se eleva la conducta moral de los individuos que la integran mediante una adecuada formación ética. Para recuperar la confianza del ciudadano en las instituciones, la manera de frenar actitudes antiéticas en el ámbito de la gestión pública es mediante la sensibilización y desarrollo de la conciencia y el establecimiento de principios internos que les impida realizar actos contrarios a la ética. Pretender someter a los hombres por la fuerza del poder o de la ley con controles externos no es el mejor camino. Como señala Adela Cortina, “El derecho puede imponerse desde fuera, no así la moral. El conjunto de normas y controles no garantizan que los funcionarios públicos actúen de forma éticamente correcta. Sólo la fortaleza de sus convicciones éticas puede cubrir el vacío que el contexto produce”.

Cada acto que realiza el hombre tiene su fundamento o justificación en la ética

Cada acto que realiza el hombre tiene su fundamento o justificación en la ética. Cuando los hombres públicos responden a una filosofía ética, se autocontrolan al ser responsables de su conducta y de cada uno de sus actos. De esta manera, la ética es el mejor instrumento para la buena gestión porque conlleva el autocontrol mediante el uso correcto de la razón a partir de la idea de servicio colectivo, elemento importante en los servidores públicos. La ética es el mínimo exigible para asegurar una honestidad y una responsabilidad en el empleo público; su objetivo es conseguir que las personas que ocupen un cargo público lo hagan con diligencia y honestidad como resultado de la reflexión, la conciencia, la madurez de juicio, la responsabilidad y el sentido del deber. Es lo que Weber denominó “la ética de la responsabilidad”. La ética busca cultivar la inteligencia en valores y moderar el carácter de los gobernantes, y si bien esto es importante en cualquier disciplina, lo es más en la política y en la administración pública porque ambas son responsables de conducir los asuntos de un Estado.

Advertía Hugh Thomas, uno de los hispanistas más conocidos, que la política gana credibilidad si satisface las expectativas de la gente, lo contrario sería un fracaso de la política y de aquellos que la gestionan, pues quien olvida el pasado se enfrenta con un porvenir incierto. Una inmensa mayoría de españoles tenemos claro que no queremos olvidar el pasado, ni el lejano ni el cercano. El pasado pertenece a la memoria, a lo que otros han vivido, lo conocemos por lo trasmitido por otros y aprendido; en cambio, el cercano es nuestra experiencia, lo que hemos vivido; y si olvidamos lo vivido, incluido lo que el poder ha querido ocultar, y me refiero en estas reflexiones expresamente a todo lo que ha sido le vida del “Emérito”, nos enfrentemos a un porvenir incierto y la incertidumbre política es mala consejera.

Afirmaba Noam Chomsky que quienes gobiernan o quienes controlan los medios de comunicación intentan moldear nuestras mentes, definir nuestros gustos o implantarnos sus ideas, además de utilizar las emociones más que la reflexión. Hacer uso del aspecto emocional es una técnica clásica para causar un corto circuito en el análisis racional y en el sentido crítico de los ciudadanos, induciendo en ellos determinados comportamientos o conductas, pues el ruido de la manipulación les impide reflexionar; está siendo tanta la avalancha de información manipulada que nos llega que cuando estamos intentando sacudirnos la anterior, nos llega otra aún más sibilina, y en el marco de la frivolidad actual, una frase ocurrente, una falsa verdad, unos bulos y una noticia escrita por un medio no fiable puede tener más valor para la ciudadanía que una información seria y contrastada. La ignorancia o desmemoria de algunos políticos a veces es asombrosa. ¡Cuántos se imponen un “alzheimer voluntario” para librarse u olvidarse de demasiadas palabras y hechos de su incómodo pasado! Uno de los mayores valores que tiene un político es su credibilidad y si ésta se pierde, ¿en qué lugar queda su palabra? ¡Cuántas lagunas silenciosas sobre sus fracasos y cuánta épica triunfalista contada en lo que ellos consideran “sus éxitos”!

La mejor corona que adorna a una persona no son sus joyas, sino sus valores, dejó dicho Calístenes de Olinto

En el Libro II de su ensayo Sobre los deberes, escribió Cicerón: “No hay vicio más repugnante que la avaricia, sobre todo en la gente principal y en los que gobiernan la República. Desempeñar un cargo público para enriquecerse no es solamente vergonzoso, sino también impío contra la patria”. Tenía claro que quien ejerciera la política debía contar forzosamente con una formación acompañada de valores para poder tener un gran sentido de justicia, además de la sinceridad con uno mismo para conocerse y ser consciente de hasta qué punto la imagen que uno tiene de sí coincide con su yo real. En realidad, no es más que el autoconocimiento según el aforismo griego escrito en el pronaos del templo de Apolo en Delfos "Conócete a ti mismo", atribuido a varios sabios griegos, entre otros, a Sócrates. El historiador griego, sobrino de Aristóteles y discípulo suyo, Calístenes de Olinto, que le acompañó a Macedonia cuando Aristóteles fue preceptor de Alejando Magno, nos dejó una frase memorable que en estos momentos conviene recordar: “La mejor corona que adorna a una persona no son sus joyas, sino sus valores”.

Esta es la frase que hoy podemos aplicar a lo que ya sabíamos del “Emérito”, pero se silenciaba; hoy, sin embargo, su conducta nada ética está siendo noticia permanente en todos los medios. Conocidos los acontecimientos producidos en la monarquía española, y analizando la historia de los “borbones”, como nos va ilustrando Edmundo Fayanás en diversos artículos en Nuevatribuna, estamos conociendo una muestra de lo que ha sido el papel de Juan Carlos I durante su reinado en nuestro país; sus últimos treinta años como monarca no nos han aportado mucho que pueda denominarse nuevo; siempre ha sido muy consciente de su impunidad e inmunidad, pero muy pobre en ética y moral.

Los ciudadanos no podemos blindarnos con la ignorancia y la desmemoria ante la clara falta de ética política

Los ciudadanos no podemos blindarnos con la ignorancia y la desmemoria ante la clara falta de ética política. Para lograr buenos resultados en la política y en la gestión pública se requiere contar con gobernantes y funcionarios que hayan interiorizado los valores y posean una conducta íntegra pues son estos servidores públicos quienes marcan las directrices y dirigen las instituciones. Para tener meridianamente clara su contradictoria conducta, es bueno recordar algunas de las normas a las que hacía referencia. En el discurso de la Navidad de 2011, decía que “la corona ya no se heredará simplemente por la sangre, sino que habrá que conquistarla todos los días con un comportamiento adecuado y ejemplar”. Y, en un gesto sin precedentes, cuando pidió disculpas en una breve comparecencia grabada en el hospital USP San José, momentos después de recibir el alta clínica tras permanecer cinco días ingresado por una fractura de cadera por su viaje de caza a Botsuana, antes de abandonar el centro, dijo por televisión: “Lo siento mucho. Me he equivocado y no volverá a ocurrir”. Y en su último discurso de Navidad, antes de dimitir, aprovechó su intervención para recordar que “la justicia es igual para todos… Las conductas censurables deben ser sancionadas… Necesitamos rigor, seriedad y ejemplaridad en todos los sentidos. Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar... Cuando se producen conductas irregulares que no se ajustan a la legalidad o la ética es natural que la sociedad reaccione".

Hoy, cuando han empezado a hacerse públicas conversaciones grabadas e informaciones sobre su conducta, su dudosa fortuna y su género de vida, que muchos medios de información y el entramado del poder ya conocían, tenemos que manifestar que las anteriores palabras de Juan Carlos I no dejan de ser más que una sarta de frases vacías, pronunciadas, pero no practicadas, ya que, según la frase de Calístenes de Olinto, el rey emérito ha tenido, sí, corona y joyas en abundancia, pero no valores, porque el concepto “valor” está relacionado con la propia existencia de la persona que configura y moldea sus ideas, afecta a sus sentimientos y condiciona, sobre todo, su conducta. Con sana ironía así escribió Benito Pérez Galdós en “Fortunata y Jacinta”: “La moral en política es como una capa de tantos remiendos que no se sabe ya cuál es el paño primitivo”. Y, analizando las correrías del Emérito, hoy podemos afirmar que su vida ha sido una capa con demasiados remiendos. El mayor activo de una institución monárquica, cuyos privilegios son inmensos, institución sostenida más por la opinión pública que por las leyes, no es otro que su ejemplo moral.

La democracia, incluso la monarquía cortesana, exige siempre dignidad, no servilismo

Aunque algo hemos avanzado, teniendo en cuenta el protocolo adulador que gran parte de la sociedad mantiene en todo lo relacionado con “la casa real, la monarquía y las personas que la componen”, aún no hemos superado ese cínico protocolo cortesano llamado “servilismo”, porque una cosa es ser servicial, pero otra muy distinta ser servil, o, como a veces se dice, “ser vil”. Por muchos aduladores que quieran justificar a “Su Católica Majestad”, se le debe aplicar los que San Lucas en su evangelio 12,48 escribió: “Porque al que mucho se le ha dado, también mucho se le exigirá; y al que mucho se le ha confiado, se le pedirá todavía más”. La democracia, incluso la monarquía cortesana, exige siempre dignidad, no servilismo.

Antiguamente se decía que la auténtica gloria de un gobernante depende del progreso moral que alcancen sus gobernados. El descuido de la ética en la formación de gobernantes ha generado por un lado que aquellos que ocupan cargos públicos, cuando carecen de principios éticos, desvíen los fines originales de la política al encontrarse demasiado obsesionados por sus intereses personales y partidistas. El mayor activo de una institución monárquica, cuyos privilegios son inmensos, institución sostenida más por la opinión pública que por las leyes, no es otro que su ejemplo moral. No sería admisible que desde tan alta institución solo se tengan en cuenta los innumerables privilegios de los que disfruta (enumerarlos sería excesivo) y no se consideren también las obligaciones que comporta. El mundo ético no es sólo el de los derechos; a la ética también se le exige el cumplimiento de los deberes, como es, y muy principal, el de la ejemplaridad. En mi opinión es discutible que, en pleno siglo XXI, podamos considerar como privada la vida del Jefe del Estado. Conocida ya su historia, resulta inexplicable, que nadie advirtiera el peligro físico, estético y ético de tantas aventuras como hoy conocemos del emérito rey. La Casa Real no está para satisfacer los caprichos de su inquilino, sino para servir a la Jefatura del Estado. Y menos si esos “caprichos” se pagan con dinero de los ciudadanos. Con inteligencia democrática hemos superado la mentalidad imperante de siglos pasados y de monarquías absolutas, cuyo principio era que el poder del Rey emanaba de Dios; desde ese “razonamiento” se construyó la teoría de la inviolabilidad de la persona del monarca, su irresponsabilidad e inmunidad.

Hemos sido testigos de que en la transición democrática hubo un énfasis trazado desde los poderes del Estado en construir mediáticamente una imagen blindada de la institución monárquica en general, y de Juan Carlos I en particular, que no se correspondía totalmente con la realidad. Hoy su persona y su gestión están en discusión. Defender el conocimiento de la historia debe hacerse desde la verdad no modificada ni manoseada de los hechos; y no porque nos importen en sí mismos los devaneos del monarca, pues carecen de interés sus relaciones sentimentales, sino por coherencia con lo que él mismo decía y exigía: “Todos, sobre todo las personas con responsabilidades públicas, tenemos el deber de observar un comportamiento adecuado, un comportamiento ejemplar”. El cumplimiento de las leyes es condición necesaria pero no suficiente para la convivencia. Se exige un plus extralegal que se define con el concepto de ejemplaridad.

En estos días se han analizado en exceso los devaneos del Emérito. La historia fielmente contada y escrita dejará constancia

En estos días se han analizado en exceso los devaneos del Emérito. La historia fielmente contada y escrita dejará constancia. Pero, en mi opinión, hay un hecho de su historia que dibuja su perfil y su ADN ético. Sucedió en Estoril (Portugal), el 29 de marzo de 1956, en un trágico accidente; a don Juan Carlos, de 18 años le habían regalado una pistola en Zaragoza y jugando con su hermano el infante Alfonso, de tan solo 14 años, a Juan Carlos se le disparó la pistola, el tiro le entró por la cabeza a su hermano. Terrible muerte en aquel 29 de marzo de 1956, jueves santo de luna llena. Juan Carlos, único testigo de la tragedia, jamás se ha referido públicamente a él y, sin quererlo, su silencio ha dado lugar a mil especulaciones. Pero desde el dolor de la historia, se puede sacar, en mi opinión, al menos una consecuencia: a alguien que le hubiese sucedido un hecho tan terrible, desde el arrepentimiento y la ética, jamás volvería a coger un arma. Y, sin embargo, uno de los grandes caprichos del rey Juan Carlos fue la construcción de su propio pabellón de caza en el recinto de la Zarzuela y su afición por las cacerías han dado lugar a innumerables titulares.

La coherencia en la vida es deseable y conveniente, pero en la vida de un monarca que ha protagonizado sin quererlo un hecho tan terrible como la muerte de un hermano, la ejemplaridad ética es exigible. Ya lo dijo Aristóteles: “No se enseña ética para saber qué es la virtud, sino para ser virtuoso”.


Fuente → nuevatribuna.es

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