La interpretación más extendida en la opinión pública actual de los acontecimientos de octubre de 1934 está muy condicionada por una identificación unívoca con la «revolución de Asturias», o mejor aún con los mitos que se crearon a consecuencia de ella, y por el debate acerca de los orígenes de la Guerra Civil española. Lo primero, enmascara la diversidad de estrategias, objetivos y formas de protesta y de lucha, que se dieron en sus distintos escenarios. Lo segundo, distorsiona la comprensión de su contexto, sus causas y de sus consecuencias. Analizado como un acontecimiento autónomo, octubre de 1934 aparece como un fenómeno heterogéneo y de enorme complejidad.
Jesús Jiménez Zaera
El 4 de octubre de 1934, el líder histórico del Partido Republicano Radical (PRR), Alejandro Lerroux, figura destacada en el advenimiento de la República en 1931, formó un nuevo Gobierno en el que daba entrada a tres ministros de la derecha accidentalista representada por la Confederación Española de Derechas Autónomas (CEDA). Ese paso sirvió de detonante para un llamamiento del Partido Socialista Obrero Español (PSOE) a la huelga general en todo el país. Cumplían así los socialistas una amenaza que, contra toda lógica insurreccional, llevaban aireando en intervenciones públicas, ya fuera en artículos de prensa, mítines o intervenciones parlamentarias, desde finales de 1933, cuando los resultados de las elecciones generales de diciembre dieron la mayoría a las candidaturas del centro republicano y de la derecha posibilista.
El acceso de la CEDA al Gobierno era lo que hoy llamaríamos una «línea roja» para determinados sectores de la izquierda. Ya desde la derrota en los comicios de 1933 de las candidaturas republicanas y socialistas que habían formado el Gobierno durante el primer bienio del régimen dichos sectores entendían que el nuevo gabinete liderado por los radicales, y por ahora netamente de centro-derecha republicano, alejaba a la República de su esencia transformadora, vaciada del carácter reformista que le daba sentido. Más aún cuando dependía en las Cortes de una minoría parlamentaria de la CEDA liderada por José María Gil Robles, con un programa beligerante contra las reformas y con una estrategia definida para hacerse en el medio plazo con el poder y, con ello, con el destino de la República. Que esta última formación accediera al Consejo de Ministros suponía para ellos la liquidación del régimen.
En esta percepción pesaban de manera decisiva, como parece trasladar la prensa del momento, los acontecimientos que se estaban viviendo en países de nuestro entorno como Alemania o Austria, en los que se estaban produciendo drásticas liquidaciones de sus respectivas democracias de la mano de la extrema derecha.
Fue ante todo la izquierda obrerista, compuesta por un amplio abanico de organizaciones, la que concluyó que la respuesta a aquella línea roja debía traducirse en un desafío a la legalidad vigente. En particular, el PSOE consideró el ingreso de la CEDA en el Gobierno como la irrupción de la amenaza fascista en una República en la que, en esas circunstancias, no se podría avanzar hacia el socialismo. También lo entendió así la izquierda catalanista, en la que convivían dos estrategias: la de profundizar en la radicalidad del régimen republicano y la del separatismo.
El resultado, lo que popularmente se denomina «revolución de octubre», fue, sin duda, un momento determinante de la historia de la España republicana: un hito en las cotas de violencia política del periodo alcanzadas hasta entonces –tanto por el abanico de repertorios de protesta empleados como por el número de víctimas, si se tiene en cuenta el efecto distorsionador de la experiencia asturiana–, así como un catalizador de la polarización política.
Este prólogo no pretende adelantar valoraciones acerca de las motivaciones, los objetivos, las estrategias y los recursos de quienes protagonizaron los acontecimientos de octubre. Sí sabemos que estos tuvieron especial repercusión en Madrid, Cataluña, el País Vasco y, sobre todo, en Asturias, donde por la magnitud, la profundidad de las aspiraciones insurreccionales y sus consecuencias, adquirió un sentido de auténtica revolución social.
Cualesquiera que fueran las aspiraciones individuales o colectivas de los protagonistas de octubre –rebelarse primariamente contra sus condiciones materiales, rectificar la composición del Gobierno, conquistar el poder, construir una nueva sociedad…–, la intentona se saldó con una derrota que permitió a la derecha sentirse legitimada para exigir severidad contra la izquierda y para demandar políticas más profundas de rectificación de las grandes reformas del bienio anterior. El espectro político ahondó en la polarización. La derecha accidentalista y la extrema derecha –esta última conformada por monárquicos alfonsinos y tradicionalistas, Falange, etc.– ahora tenían la posibilidad de acelerar su programa contrarrevolucionario, aunque lo hicieron desde sus respectivas coordenadas. El centro-derecha republicano sufrió un proceso de progresiva descomposición por el desgaste político y por la corrupción. La izquierda republicana vio la necesidad de tejer las alianzas para recuperar el poder y, con ello, la obra reformista de la «República de 1931». En la izquierda obrera, mientras formaciones minoritarias como el Partido Comunista ganaban protagonismo, el PSOE tuvo que abordar las heridas internas abiertas por la decisión de desencadenar la huelga revolucionaria y posicionarse en cuanto a su papel en la gobernabilidad del régimen. Así las cosas, cuando asomó en el horizonte una nueva cita electoral, prevista para febrero de 1936, daba la impresión de que lo que estaba en juego era mucho más que el rumbo de la República. Era, quizá, su propia existencia. Es aquí donde Octubre 1934 concluye el recorrido por los antecedentes, el desarrollo y las consecuencias del movimiento insurreccional que nació aquel día 4.
En el largo plazo, la gravedad y trascendencia de los acontecimientos han provocado lecturas encontradas persistentes en el tiempo en torno a los acontecimientos de octubre de 1934, de los que, en las fechas en las que se escribe este prólogo, se cumple el nonagésimo aniversario. Las efemérides, en general, son propicias para la reflexión y para revisitar momentos históricos. Esta en particular se justifica por la extraordinaria importancia que aún tienen los principales acontecimientos del siglo XX español en los debates científicos, políticos y culturales actuales, dentro de los cuales el que nos ocupa tiene un papel relevante. La sociedad tiene todo el derecho a plantear dichos debates echando mano del pasado y los historiadores tienen, por su parte, la obligación de proporcionar materiales académicamente sólidos para sostenerlos.
En este sentido, se detecta que una interpretación rigurosa de los acontecimientos que aquí tratamos se enfrenta a cuatro dificultades acerca de las cuales conviene alertar: la identificación de todo el proceso con una de sus partes, la «revolución de Asturias»; la conexión como objeto de estudio y como problema con la Guerra Civil; la tendencia al particularismo español; y el sospechoso habitual de todo análisis histórico: el presentismo.
Los acontecimientos en Asturias acapararon la memoria posterior de octubre de 1934 y los mimbres para que así fuera son indudables, lo que dio lugar a un mito heroico revolucionario contestado por su correspondiente contramito de barbarie revolucionaria. Quizá solo los sucesos del 6 de octubre en Barcelona y la proclamación del Estado catalán por parte de Companys desde el balcón del palacio de la Generalitat hayan logrado romper ese férreo monopolio asturiano. Lo cierto es que los acontecimientos de octubre, como veremos, fueron un proceso mucho más complejo, diverso y descentralizado. Se desplegaron estrategias que, según los territorios y los protagonistas, transitaron entre la huelga pasiva, los actos insurreccionales limitados, los intentos de sublevar unidades militares, los sabotajes o la auténtica revolución social. Del mismo modo, se persiguieron objetivos igualmente variados que oscilaron entre la mera presión hacia el Gobierno, la rebeldía institucional o la abierta subversión del orden social y económico. Es por ello que resulta tan complejo esquematizar las causas, motivaciones, transcurso y consecuencias de los acontecimientos de octubre.
En general, la interpretación de la Segunda República ha adolecido en numerosas ocasiones del «mito del fracaso», que consiste en que todo lo sucedido durante el quinquenio 1931-1936 condujo, necesariamente, hacia la Guerra Civil por el simple hecho de que esta al final se produjo, o, lo que es lo mismo, que todo el periodo no es más que el antecedente de la contienda y se analiza de una forma determinista mediante las lógicas de la misma. En las últimas décadas ha reflotado, sobre todo fuera del ámbito académico –aunque también hay autores que lo sostienen desde dentro–, la idea de octubre de 1934 como el comienzo de la Guerra Civil, o, al menos, su antesala: un punto de no retorno hacia el conflicto. Esto suele conllevar el uso de argumentos retrospectivos, trasladados de 1936 a 1934, lo cual invita a tergiversaciones. En todo caso, al margen del grado de afinidad de cada uno con esta idea, uno de sus posibles efectos secundarios es olvidar la necesidad de estudiar la revolución de octubre como un hecho histórico autónomo, con las circunstancias y los objetivos específicos de su momento.
Los acontecimientos que se estaban viviendo en la Europa de entreguerras tuvieron mucho que ver en el ambiente político español y en la percepción que los actores políticos tenían de los riesgos, amenazas y oportunidades que se les presentaban en 1934. Los estudios comparados con otros países ya han orillado, en buena medida, la querencia a ver la historia de España como algo diferente y ajeno a las tendencias de su tiempo. Los años treinta del siglo XX comprendieron en toda Europa un periodo de crisis de los sistemas democráticos, que fueron sustituidos por regímenes autoritarios, cuando no totalitarios. El aumento de la violencia política, la paramilitarización de los partidos y la polarización de la retórica que acompañaron –no olvidemos– al contexto de crisis económica derivada del crac de 1929 se dieron, con distintos niveles en cada caso, a lo largo de todo el continente y tuvieron como resultado fenómenos diferentes que no tenían por qué desembocar en una guerra civil, como sí sucedió en España.
Si regresamos un momento de nuevo al siglo XXI, es habitual leer y escuchar alusiones en los medios de comunicación a aquel convulso mundo de entreguerras para establecer paralelismos con problemas globales que empezamos a percibir con una cierta perspectiva histórica, como podrían ser el cuestionamiento del consenso social vigente, la creciente polarización ideológica o el auge de distintas formas de extrema derecha que, a menudo, se engloban bajo el concepto –cuyo origen cronológico ya conocemos– de «fascismo». El lector de Octubre 1934 encontrará que, para el caso español, algunos «ingredientes» de entonces suenan a presente: organizaciones políticas, composiciones y alianzas parlamentarias, suspensiones de estatutos de autonomía, recursos a leyes de amnistía, formación de frentes populares… En efecto, muchas de las divisorias que han caracterizado el conflicto político en España a lo largo del siglo XX y hasta hoy son pertinaces: aquellas que separan ejes izquierda y derecha, capital y trabajo, laicismo y confesionalidad, identidades nacionales y encajes territoriales, por citar algunas. Pero hay que tener cuidado de no abusar de la conocida máxima –en gran medida cierta– de que «la historia no se repite, pero rima», porque muchas otras variables de la trama son inconcebibles en la actualidad y ni siquiera podemos afirmar sin matices que las que sí se parecen tienen hoy y tenían entonces el mismo sentido.
No obstante, son estas dificultades las que hacen estimulante tratar de divulgar la historia a un público lo más amplio posible y, para ello, Octubre 1934 propone una mirada colectiva en la que trece de los especialistas más reconocidos en el periodo ponen de relieve las claves interpretativas de octubre de 1934 y proporcionan, al mismo tiempo, una síntesis de aquellos acontecimientos decisivos. El lector apreciará considerables consensos entre ellos, aunque también divergencias. Este libro no pretende ofrecer una interpretación unívoca pues el impacto regional fue muy desigual.
El llamamiento tuvo una acogida sobre todo urbana, aunque en la mayor parte del país se limitó a una huelga pasiva con conatos insurreccionales en determinadas poblaciones. En el campo tuvo muy escasa incidencia incluso donde el sindicalismo agrario era fuerte, porque el anarcosindicalismo se había inhibido y porque la FETT socialista sufría la desarticulación de la organización tras el fracaso de la huelga campesina de junio. Madrid, el País Vasco, Cataluña y, naturalmente, Asturias fueron los escenarios donde la revolución tuvo repercusión, aunque con notables diferencias.
En Madrid, el paro tuvo un considerable seguimiento y obligó a la militarización de servicios públicos, pero la acción insurreccional, protagonizada ante todo por las juventudes socialistas, fracasó pronto hasta quedar reducida a esporádicos paqueos y altercados mientras se mantuvo la huelga. En el País Vasco, las organizaciones socialistas, de tendencia mayoritariamente prietista, tenían una considerable fuerza y también se sumaron los comunistas. La huelga general, con un carácter revolucionario, prendió por las zonas industriales y mineras de Guipúzcoa y Vizcaya, y en los casos de Eibar y Mondragón lograron hacerse por breve tiempo con el poder local.
Cataluña presentó claras diferencias derivadas de las particularidades de su sistema político. En este caso, la insurrección social la protagonizó una Alianza Obrera en la que el socialismo no era el elemento hegemónico. Más importante aún, a ella se sumó una rebelión de corte catalanista desde las propias instituciones, desde la Generalitat, cuyo fracaso tuvo como consecuencia la suspensión del autogobierno hasta febrero de 1936.
En cambio, la gran insurrección revolucionaria sacudió durante dos semanas Asturias y se saldó con un millar y medio de víctimas. Para comprender esta escalada, sin parangón en ninguna otra parte del país y en sí mismo heterogénea, no debemos perder de vista algunos factores específicos de la realidad asturiana que se suman a los condicionantes del conjunto, como por ejemplo, dentro de una suma de fracturas sociales, años de conflictividad laboral en el sector minero que habían dado lugar a una clase obrera organizada combativa y, en este caso, unida –socialistas, anarquistas y comunistas–. El desafío obligó a medidas sin precedentes: la llegada de refuerzos de la Legión y los Regulares para sofocar la revolución.
Las dimensiones y las secuelas del octubre asturiano alimentaron dos mitos contrapuestos para el futuro: el de la épica revolucionaria y el de la barbarie revolucionaria, ambos con sus mártires, que terminaron laminando la complejidad de los sucesos de octubre de 1934, los cuales han aflorado por su potencial movilizador durante estos noventa años en distintos momentos y que aún dificultan su comprensión histórica.
El franquismo sostuvo, para justificar la sublevación militar de julio de 1936, que este había sido el comienzo de la Guerra Civil. No en vano, la Ley de Responsabilidades Políticas, que dio cobertura jurídica a la represión de posguerra, enjuiciaba con carácter retroactivo los acontecimientos desde el 4 de octubre de 1934. En realidad, la marcha hacia la guerra no era irreversible y 1935 fue un año de reacción a octubre desde el Gobierno por cauces perfectamente constitucionales y de realineamiento de las fuerzas políticas a izquierda y derecha que se acabarían midiendo en un proceso electoral en 1936. Lo cierto es que octubre de 1934 se entiende mal desde sus mitos y mejor desde sus causas, que se remontan a la conflictividad sociolaboral de 1932-1933, a la pugna política por un programa reformista y a un contexto internacional en el que sobre las frágiles democracias europeas de entreguerras se cernían poderosas amenazas.
***
La primera parte de la obra aborda los antecedentes y el contexto de octubre de 1934. Desde un punto de vista propiamente español, estos orbitan en torno al cambio político que se operó a finales de 1933, con la victoria electoral de las candidaturas radicales y de la derecha posibilista, y sus implicaciones en el curso de las reformas que la República había emprendido hasta la fecha, ya fuera modulándolas o revirtiéndolas, así como en la percepción de los actores contemporáneos de cómo se estaba alterando el sentido y la esencia misma del régimen republicano. Sin embargo, en términos comparados no se sostiene una explicación de los acontecimientos de octubre que no tenga en cuenta el conflictivo contexto europeo de entreguerras, en el que aquí se insiste.
En el Capítulo 1, Leandro Álvarez Rey traza una visión de conjunto del devenir de los primeros Gobiernos radicales tras los resultados electorales de noviembre/diciembre de 1933 que sirve de trasfondo político e institucional a los acontecimientos de octubre. Al análisis de las grietas que se abrieron en el Partido Radical con la reconfiguración de fuerzas del republicanismo, y con el alcance de las políticas de rectificación de las reformas aplicadas durante el bienio republicano-socialista, se suma el del alcance del proceso de fascistización de la CEDA y la estrategia de José María Gil Robles para la conquista del poder.
Francisco Sánchez Pérez, en el Capítulo 2, aborda la evolución política y doctrinal del PSOE desde la colaboración gubernamental hasta la asunción de la necesidad de la insurrección. Si este decurso se ha explicado habitualmente como una radicalización ideológica achacada al ala izquierda del partido o, directamente, al dirigente Francisco Largo Caballero, Sánchez Pérez propone que se trató de un auténtico malestar social extendido entre las bases y los cuadros medios socialistas a consecuencia de las resistencias a la labor socialista desde el gabinete y a los incumplimientos de su legislación. A la sensación de «traición» y «expulsión» que conllevó su salida del Gobierno. Una percepción que, en el camino hacia octubre, se destiló en forma de antifascismo.
Para ilustrar la importancia del contexto europeo y su influencia en la experiencia española, Eduardo González Calleja repasa en el Capítulo 3 los tres grandes ejemplos de violencia involucionista que compartieron año con la revolución española. Hablamos de los disturbios del 6 de febrero en París promovidos por distintas organizaciones de extrema derecha contra el Gobierno de Édouard Daladier; la «guerra civil austriaca», también de mediados de febrero, en la que las milicias socialdemócratas se midieron con el Gobierno de Engelbert Dollfuss y los paramilitares nacionalistas de la Heimwehr; y la «noche de los cuchillos largos» del 30 de junio al 1 de julio en Alemania, la purga sangrienta de las SA de Ernst Röhm. Tres acontecimientos que no solo se describen en detalle, sino que se explican dentro de un proceso de aparición de una miríada de organizaciones de signo contrarrevolucionario en Europa y de un proceso de paramilitarización de la política de entreguerras.
Francisco Cobo Romero, por su parte, estudia en el Capítulo 4 un antecedente inmediato a octubre en lo que a conflictividad se refiere: la gran huelga campesina de junio de 1936. Un movimiento desencadenado por la Federación Española de Trabajadores de la Tierra de la UGT, marcado también por la defensa de las reformas iniciadas en el bienio anterior y la percepción de amenaza hacia la naturaleza transformadora del régimen republicano por parte del sindicalismo campesino socialista, que actuó de forma autónoma a la estrategia que partido y sindicato sostenían en aquel momento. El fracaso de la huelga campesina golpeó al movimiento jornalero, que podría haber desempeñado un papel en la apuesta socialista de octubre, y abrió la puerta a una política «contrarreformista» más profunda y descarnada en el campo de inspiración patronal.
La segunda parte de Octubre 1934 recoge el transcurso de los acontecimientos, con especial atención a los escenarios en los que alcanzaron mayor repercusión: Madrid, Cataluña, el País Vasco y, por supuesto, Asturias. La experiencia en cada uno de ellos presentó rasgos específicos en su desarrollo, antecedentes y consecuencias, que dan cuenta de un fenómeno complejo y diverso.
La llamada a la insurrección de octubre, así como su detonante, debía proceder del centro del poder político: Madrid. Sandra Souto Kustrín, tras ofrecer una visión sintética del alcance y las limitaciones de la movilización en el conjunto del país, examina en el Capítulo 5 los acontecimientos en la capital y su entorno. Si el llamamiento a la huelga general fue amplio y dio lugar al paro más prolongado de la historia de la ciudad, las acciones insurreccionales fracasaron, aunque fueron de mayor intensidad de lo que habitualmente se ha sostenido. Sus protagonistas fueron, en gran medida, las juventudes socialistas, de ahí que Souto dedique en este capítulo particular interés a su organización, preparativos y evolución doctrinal, por contraste con los cuadros «adultos» del Partido Socialista.
De estudiar el caso de Cataluña se encarga Manel López Esteve, que traza un octubre catalán en el Capítulo 6 con dos dimensiones: la rebelión de corte catalanista, desde un ámbito político-institucional, y la insurrección social. La primera de ellas ha merecido mayor atención, pero no por ello debe dejar de aclararse, como hace el autor, su naturaleza, en la que convivieron –y compitieron– las «dos almas» del catalanismo: la separatista encabezada por Josep Dencàs y la que pretendía radicalizar el compromiso autonomista republicano, de la mano del presidente Lluís Companys. Además, López Esteve presta particular atención a la gran olvidada del octubre catalán: la movilización obrera y campesina en y más allá de Barcelona.
Para el caso vasco, José Luis de la Granja Sainz y Luis Sala González abordan en el Capítulo 7 algunas cuestiones específicas de este ámbito territorial, como son las peculiaridades del socialismo vasco, de corte mayoritariamente prietista, y el papel del Partido Nacionalista Vasco, para el que octubre supuso una grave crisis por los duros ataques de las derechas, que le acusaban de ser cómplice de la revolución. Se situó en el centro político, entre los bloques que se enfrentaron en las elecciones de 1936. Por lo demás, los acontecimientos de las jornadas revolucionarias se describen con detenimiento, localidad a localidad, y siguen una clasificación ya clásica de lugares donde solo se decretó la huelga general, aquellos en los que hubo acciones insurreccionales y, por último, los casos, como Eibar y Mondragón, donde el movimiento tuvo un marcado carácter revolucionario.
Asturias fue el territorio donde, sin lugar a dudas, los acontecimientos adquirieron una dimensión revolucionaria más profunda y donde las consecuencias humanas fueron más devastadoras en víctimas de los combates, procesadas por vía judicial y asesinadas impunemente por ambas partes, de ahí que se le dediquen dos capítulos diferenciados. En el Capítulo 8, Javier Rodríguez Muñoz, tras repasar el panorama previo de la conflictividad laboral en Asturias en los años precedentes, que explican en buena parte las particularidades del caso asturiano, hace un amplio recorrido por las jornadas de lucha revolucionaria y las fuerzas gubernamentales destinadas a sofocar la insurrección. Añade, además, unas interesantes reflexiones en cuanto a los aspectos organizativos del movimiento revolucionario y traza los comienzos del despliegue de la represión del movimiento revolucionario.
Por su parte, en el Capítulo 9, Pablo Gil Vico analiza las diferentes tipologías de violencias, en plural, que se concitaron al calor de los acontecimientos en el octubre asturiano, en un texto que desafía cualquier tipo de interpretación simplificadora. Cuantitativa y cualitativamente, la violencia en Asturias superó con diferencia a la del resto del país. Buena parte de los móviles, no solo políticos, que explican que se desatara con esa intensidad venían larvándose tiempo atrás: conflictos de clase, anticlericalismo, rechazo hacia la fuerza pública o el espíritu corporativo de esta, rencillas personales… y la revolución proporcionó la oportunidad para que detonaran y dieran lugar a distintas expresiones de violencia en un entorno de combates, asesinatos de víctimas inermes y formas de escarmiento y represión extrajudicial.
La tercera parte de Octubre 1934 aborda las consecuencias y el legado de los sucesos en dos escalas temporales. Por un lado, en el corto plazo, en el que cristalizaron los alineamientos políticos, cada vez más polarizados a izquierda y derecha del espectro ideológico, que se iban a medir en las elecciones de febrero de 1936. Por otro, en el largo plazo, en el que ubicaremos la experiencia de octubre en las coordenadas de la memoria y del discurso históricos.
Julio Gil Pecharromán estudia en el Capítulo 10 las lecturas que de la revolución se hicieron desde el ámbito del centro y de la derecha. Para la sociedad conservadora, octubre de 1934 había confirmado que el sistema constitucional vigente representaba una amenaza constante a la unidad nacional y al orden social, pero fracasó el proyecto de crear una gran alternativa contrarrevolucionaria que aglutinara a todos los que compartían esa percepción. Tal fue la pretensión del Bloque Nacional, al que, a la postre, ni Falange ni –más importante aún– la CEDA se adscribieron. Esta última, desde su posición en las Cortes y en el gabinete tuvo los instrumentos para condicionar la labor gubernamental, lo que condujo a las correspondientes disensiones con los sectores liberales y conservadores republicanos que, en última instancia, llevaron a las elecciones de febrero de 1936.
En el otro lado del espectro político, la experiencia de octubre y, en particular, de la posterior represión gubernamental, supuso un acicate para el viaje de la izquierda obrera y republicana hacia la confluencia frentepopulista para conseguir revertir la derrota electoral de 1933, recuperar el poder y, conforme a su percepción, retomar la naturaleza de la República. Pilar Mera Costas analiza en el Capítulo 11 este proceso de confluencia que encontró en la represión sufrida un argumento legitimador y que, para la autora, dependió de tres elementos fundamentales. El primero, la consagración de un líder que pudiera encarnar el proyecto, que se materializó en la figura de Manuel Azaña. El segundo, el reagrupamiento del fragmentado republicanismo en torno a dicha figura y a dos partidos, la Izquierda Republicana de Azaña y la Unión Republicana de Martínez Barrio. Y tercero, lo que considera el cambio de rumbo del PSOE para subirse a ese proyecto común en defensa de la República.
En el último capítulo, Francisco Erice Sebares recorre y hace balance de la memoria, la producción bibliográfica y la historiografía acerca de octubre de 1934. Como es lógico, la articulación del relato no se puede disociar del momento histórico en el que se está construyendo. Así, el itinerario que propone Francisco Erice pasa por los años inmediatamente posteriores a los hechos, cuando surgieron los primeros mitos glorificadores o demonizadores de octubre; por el franquismo y las obvias dificultades para desarrollar una historiografía crítica con el discurso oficial del régimen; por la Transición y el notable incremento del interés hacia este acontecimiento y de la calidad de la producción historiográfica, y por el desafío que en el siglo XXI ha supuesto para el debate el surgimiento de lo que denomina como «revisionismos»; hasta alcanzar, por último, las aportaciones más recientes de la investigación. Todo ello aporta un retrato completo del estudio y la reflexión –también la disensión– que ha merecido hasta la fecha el objeto al que dedicamos este libro.
Acompañan a la edición de Octubre de 1934 una serie de anexos y materiales complementarios que merece la pena mencionar. El más destacado de ellos es la transcripción de un documento que creemos inédito, la «Memoria de mi actuación en la revolución de 1934» del dirigente socialista en Asturias Luis Oliveira Romero, en el que relata los comienzos de la insurrección y los avatares de su detención y los malos tratos recibidos durante el mismo. La intrahistoria de este interesante testimonio de primera mano los analiza y contextualiza Pablo Gil Vico, quien descubrió este documento en una de sus investigaciones y al que agradecemos la oportunidad de publicarlo en este libro.
También se han incorporado varios anexos con información relativa a los Gobiernos, resultados electorales y sistema de partidos del periodo que nos ocupa para orientar al lector en los vericuetos de la política republicana –a menudo complicados y confusos– que, inevitablemente, menudean en esta obra. A continuación de este prólogo se incluye una cronología del quinquenio 1931-1936, que no pretende ser sistemática, pero sí recoger aquellos acontecimientos que se consideran íntimamente relacionados con los antecedentes, desarrollo y consecuencias de octubre de 1934.
[Este texto es una adaptación extendida de la introducción a Octubre 1934 (Madrid, Desperta Ferro Ediciones, 2024), editado por Jesús Jiménez Zaera]
Índice de la obra
Introducción
Cronología
Parte I – La hora más grave, la más dramática
1 El dilema de los primeros gobiernos radicales – Leandro Álvarez Rey
2 Proa a octubre: los socialistas y la insurrección – Francisco Sánchez Pérez
3 Perspectivas exteriores de 1934: el año de la involución – Eduardo González Calleja
4 La huelga general campesina de junio de 1934 – Francisco Cobo Romero
Parte II – Con todas sus consecuencias
5 Las diferentes movilizaciones de octubre. El caso madrileño – Sandra Souto Kustrín
6 El octubre catalán – Manel López Esteve
7 Octubre de 1934 en el País Vasco – José Luis de la Granja Sainz y Luis Sala González
8 Asturias: la explosión revolucionaria – Javier Rodríguez Muñoz
9 Una violencia (en) plural – Pablo Gil Vico
PARTE III – El prestigio de la autoridad, el imperio de la ley
10 Orquestando la contrarrevolución – Julio Gil Pecharromán
11 La resaca de octubre – Pilar Mera Costas
12 Historiografía, interpretaciones, mito y memoria de octubre de 1934 – Francisco Erice Sebares
Anexos
I «Memoria de mi actuación en la revolución de octubre 1934≫, por Luis Oliveira
II Resultados de las elecciones generales durante la Segunda Republica
III Presidentes del Consejo de Ministros (del 14/IV/1931 al 17/VII/1936)
IV Composición de los gabinetes (12/VI/1933 al 7/IV/1936)
V Presidentes de la Generalitat (1932-1939) y gabinete de Lluís Companys en octubre de 1934
La evolución del sistema de partidos
Abreviaturas utilizadas en este libro
Fuentes y bibliografía
Relación de autores
Índice analítico
Introducción (ampliada para Conversación sobre la historia) e índice del libro Octubre 1934 (Madrid, Desperta Ferro Ediciones, 2024), editado por Jesús Jiménez Zaera
Portada: Barricadas construidas con adoquines en el barrio de El Llano, en Gijón, en una imagen de Foto Klark. Muséu del Pueblu d’Asturies.
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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