Podemos esperar sentados y hasta tumbados en un féretro a que un gobierno de la monarquía desclasifique lo que quede de los “papeles del 23F” y de las andanzas políticas de Juan Carlos de Borbón
De ciertas cosas se sorprenden los ingenuos o los hipócritas. Los primeros genuinamente, para su pesar. Los segundos como un episodio más de su comedia social. Pero nadie que haya prestado atención a los actos públicos, privados y secretos de Juan Carlos Borbón podrá sorprenderse hoy de las “revelaciones” de alcoba del ex jefe del Estado y sus correlatos políticos. No solo no se sorprenderá de su contenido supuestamente desconocido, sino que tampoco lo hará de la forma en que ha sido “revelado”. La Restauración borbónica de 1969 fue una operación de perpetuación del estado franquista y de sus sistemas, aparatos, grupos y familias de poder económico, ideológico, mediático, militar y policial. Entre 1969 y 1981 se superan los “escollos” que la fábula de la Transición modélica presenta como el resultado de la valentía, la audacia y la bonhomía de Juan Carlos de Borbón. Ese es el relato a proteger a toda costa, no solo y no sobre todo por los juancarlistas irredentos, sino por los partidarios del régimen monárquico cuya jefatura ostenta hoy Felipe de Borbón. Ese relato tiene que ser creíble, es decir, tiene que ser impuesto unánimemente por la clase política y los medios de comunicación del régimen, so pena de que el derrumbe del mito fundador del padre arrastre consigo la legitimidad y la aceptabilidad del hijo.
Que la monarquía, y por lo tanto el régimen del 78 —que para ser exactos habría que llamar el “régimen del 81”— no gozan de buena salud es una evidencia que solo la trifulca bipartidista y la propaganda de los medios que pagan bancos y administraciones consiguen a duras penas mitigar. Entre 2012 y 2014 la anemia perniciosa del régimen no anduvo lejos de convertirse en una septicemia, en una crisis de Estado. En ese intervalo, ya marcado por la impugnación destituyente del 15M, la imposible ocultación de la corrupción orgiástica de la familia real marcó el nadir de la legitimidad de “la Constitución que nos dimos todos los españoles”. Basta solo pensar qué hubiera ocurrido si la abdicación se hubiera retrasado meses o años y se hubiera producido en pleno momento ascendente de Podemos, por un lado, y del procés independentista, en el periodo 2015-2017 por el otro. En palabras de Elena Valenciano, ayudante de aquella cocina: “Era un momento muy políticamente convulso en España, con la irrupción de nuevas fuerzas políticas en el panorama nacional. Eso [la abdicación] fue una gestión bipartidista pura, con conocimiento por parte de la oposición de lo que el gobierno iba a hacer, trabajando al unísono con el conocimiento de muy pocas personas en cada uno de los [dos] partidos [...] todos sabíamos que estábamos trabajando con material radiactivo”. La Ley de abdicación y la “buena colocación” en su puesto de Felipe de Borbón fueron quizás el último gran servicio que Alfredo Pérez Rubalcaba rindió a la monarquía de partidos del 78.
La operación Felipe de Borbón tuvo que hacerse en condiciones que no estaban previstas en el plan de sucesión tranquila
Felipe de Borbón es un puntal en el ruinoso edificio monárquico, nada más. Este es el dato fundamental que necesitamos para entender el sentido profundo de lo siguiente: de que la intrahistoria que más define nuestro sistema de pluralismo político limitado, aquella que las Prego o los Cercas se han encargado de glosar y tergiversar ad maiorem gloriam Borboni, nos tenga que llegar hoy, más de cuatro décadas después, a través de referencias oblicuas en las grabaciones secretas realizadas por una de las relaciones extramatrimoniales del que aún hoy conserva, no solo la impunidad fiscal y penal, sino también el título oficial de “Majestad”.
La operación Felipe de Borbón tuvo que hacerse en condiciones que no estaban previstas en el plan de sucesión tranquila. Al lastre purulento que dejaba su progenitor se sumaba un cuadro de austeridad y corrupción, un socavón en el electorado bipartidista, una fuerza de ruptura desde dentro como Podemos y la mayor impugnación de la solución autonómica para Cataluña de toda la historia del régimen. En su discurso del 3 de octubre de 2017, Felipe de Borbón selló el carácter y la fragilidad de su reinado, uniendo su destino al estado de excepción y a la solución represiva del desafío soberanista de la mayoría del pueblo catalán, legitimando por añadidura la liberación de la hidra neofranquista que hasta entonces vivía su plácida inhibición en los aparatos político, militar, judicial y mediático del régimen.
Que el estercolero periodístico de Eduardo Inda publique los audios de Juan Carlos de Borbón con Bárbara Rey no puede ser solo el producto del afán comercial de un mercenario coprófilo, sino que responde, como todo lo que hace el gran amigo de Antonio García Ferreras, a las órdenes de sus amos
No se equivocan quienes han visto en toda la serie de “revelaciones” sobre las conductas privadas de Juan Carlos de Borbón, desde su insumisión fiscal y sus negocios sucios, pasando por su borbónicas pornofilia y erotomanía a costa del erario público, un intento deliberado por parte de la Casa Real y el PPSOE de insuflar vida a la nueva fábula del Borbón bueno, el hijo que rompe avergonzando con su padre y que, en contraste con la depravación de este, vive una vida decente, sobria y feliz de esposo fiel y padre de dos hijas que aseguran el futuro de la institución. Sin embargo, ni la propaganda babosa sobre la familia real, que repite los mismos patrones cortesanos del reinado de Juan Carlos, ni el Real Decreto de reestructuración de la Casa de su Majestad el Rey de abril de 2022, han conseguido eliminar el olor a podrido y a cadáveres mal sepultados en todo lo que concierne a la institución monárquica.
Que el estercolero periodístico de Eduardo Inda publique los audios de Juan Carlos de Borbón con Bárbara Rey no puede ser solo el producto del afán comercial de un mercenario coprófilo, sino que responde, como todo lo que hace el gran amigo de Antonio García Ferreras, a las órdenes de sus amos. No parece exagerada la tesis de que entre, por un lado, padre y hermanas e hijo y esposa, por otro lado, existe algo más que un distanciamiento y que no sería exagerado hablar de profunda hostilidad.
Pero el diablo se esconde en los detalles y las guarniciones de los platos de carnaza y de morbo. Hay que prestar atención a las palabras de Juan Carlos en las que contrapone el comportamiento de su preceptor, amigo, ex jefe de la Casa del Rey, coconspirador golpista y leal servidor hasta su muerte, Alfonso Armada, al del secretario general de la Casa del Rey entre 1977 y 1993, el ya fallecido Sabino Fernández Campo. Mientras uno, Armada, ha pasado “siete años en la cárcel, se ha ido a su pazo en Galicia y el tío jamás ha dicho una palabra. En cambio, este [Sabino] está largando”. ¿De qué puede estar hablando? A continuación, el fratricida rey emérito dice que Sabino está hablando con periodistas de “cosas de vida privada, de vida económica y tal”. El poco fiable Iñaki Anasagasti siempre recuerda el encuentro que que tuvo con el último Fernández Campo, en el que este supuestamente le dejó ver y tomar notas del manuscrito de una supuesta obra de “Recuerdos” que el conde de Latores por gracia real habría estado escribiendo y de cuya existencia no hay rastro alguno a día de hoy. La lectura de las “notas” que publicó Anasagasti, sorprendentes por su fidelidad y detalle, nos llevan a pensar que, si no hizo fotos del manuscrito, tiene que ser un as de la taquigrafía digno de récord mundial o bien que, ateniéndonos al contenido, se lo ha inventado todo, partiendo de la existencia misma de ese encuentro, aprovechando que Fernández Campo ya había fallecido. En el texto que nos presenta Anasagasti vemos a un Juan Carlos como director tan absoluto como atolondrado del golpe del 23F y a un Fernández Campo que con su, “[Armada] ni está ni se le espera”, habría salvado la democracia española al mismo tiempo que el reinado del pusilánime borbón.
Podemos criar telarañas hasta que quienes vieron, oyeron, leyeron y callaron rompan su silencio, por escrito o de palabra. Pero eso no impide la reconstrucción, lo más fiel y lo más pública posible, de la verdad histórica del régimen presente. Pasando de los chismes de corazón y alcoba a las tripas podridas del estado que supo adaptarse sin perecer, pasando “de la ley a la ley, a través de la ley
Chismes, “revelaciones”, alusiones, más que probables falsificaciones como la de Anasagasti. Aquí reside otro de los problemas que impiden un debate público eficaz sobre la democracia en España y el papel histórico de la monarquía borbónica. Por un lado, tenemos la franquistísima y aún vigente Ley de Secretos Oficiales de 1968, que impide que la ciudadanía conozca los registros oficiales existentes sobre todas las acciones y relaciones de Juan Carlos de Borbón y sus colaboradores. Por otro lado, está la activa y lacayuna apología de ese rey que “hizo posible la democracia en España y la salvó el 23F, pero luego se estropeó” que continúa repitiendo el personal político y mediático. Pero está también la supuesta “verdad alternativa”, que nos habla de un Juan Carlos que habría sido el verdadero responsable del intento de golpe del 23F. Lo cierto es que tales versiones son las versiones que desde el primer momento dieron casi todos los militares y civiles procesados por aquella tentativa, y que luego han repetido con distintas variantes periodistas y militares de extrema derecha, como Jesús Palacios, Pardo Zancada, Diego Camacho y otros y a la que se abona también Anasagasti.
Podemos esperar sentados y hasta tumbados en un féretro a que un gobierno de la monarquía desclasifique lo que quede de los “papeles del 23F” y de las andanzas políticas de Juan Carlos de Borbón. Podemos criar telarañas hasta que quienes vieron, oyeron, leyeron y callaron rompan su silencio, por escrito o de palabra. Pero eso no impide la reconstrucción, lo más fiel y lo más pública posible, de la verdad histórica del régimen presente. Pasando de los chismes de corazón y alcoba a las tripas podridas del estado que supo adaptarse sin perecer, pasando “de la ley a la ley, a través de la ley”.
De las tareas encomendadas al “golpe de timón” se encargó el PSOE de González, Guerra y Boyer y cumplió con creces. Entrada en la OTAN; recrudecimiento de la guerra sucia contra ETA y contra el movimiento popular vasco
Esa reconstrucción tiene que acometer el análisis del periodo 1969-1981 que hemos mencionado más arriba, para poder entender el “periodo feliz” del reinado juancarlista entre 1982 y 2012 y, fundamentalmente, para demostrar el peligro para las libertades y los derechos que representa ese apuntalamiento del edificio ruinoso del régimen que es el reinado de Felipe de Borbón. Tal vez solo las reconstrucciones de Gregorio Morán estén a la altura de esa tarea. En ellas, Juan Carlos aparece como lo que es y como aquello que, mutatis mutandis, sigue siendo su hijo. A saber: el jefe del estado de un estado nacido de un holocausto antipopular que, como tal, empleó con mayor o menor fortuna su facultad pre y postconstitucional de actuar por encima de la ley cuando la continuidad del estado lo requería. Su corrupción “privada” y sus intervenciones políticas son las dos caras de una misma moneda, la moneda del soberano schmittiano, el que decide sobre el estado de excepción y se cobra con creces su trabajo. Ningún Cercas ni ninguna Prego pueden refutar lo que, a falta de suficientes evidencias primarias de época que el candado franquista sobre los secretos oficiales continúa ocultando, resulta sumamente probable: que Juan Carlos de Borbón aupó a su preceptor y antiguo secretario, Alfonso Armada, a secretario personal del Rey entre 1975 y 1977. Y que, a raíz de la inesperada independencia de criterio del presidente Adolfo Suárez, recuperó a Armada y junto a este puso de acuerdo a todos los partidos de régimen, desde el PSOE a Alianza Popular (con la inclusión de la ERC de Tarradellas y aquella CiU de Pujol, así como la complicidad de parte del PCE con Ramón Tamames y otros) para organizar un “golpe de timón” de la Transición, echando del gobierno a Adolfo Suárez y poniendo en su lugar a un militar, Alfonso Armada precisamente, que obtendría el apoyo de la mayoría absoluta de las dos cámaras mediante la fórmula de un “gobierno de concentración nacional”. La prensa de la época, entre 1980 y el 23F, no ocultaba en absoluto tales iniciativas. Lo que la ocultación de la verdad por parte del gobierno de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz impide saber es cómo se habría producido ese “golpe constitucional”. Lo cierto es que la dimisión de Suárez el 29 de enero de 1981 hizo innecesario el método para dar ese “golpe de timón”. Pero la ambición del monárquico Armada produjo aquella tragicomedia llamada 23F. Sencillamente, quiso hacer, cuando ya no procedía, aquello que tantas veces había hablado con su discípulo y amigo Juan Carlos de Borbón. Es sabido que este hizo saber varias veces que había que tener comprensión y clemencia por aquellos militares golpistas que, al fin y al cabo, habían atentado contra la democracia movidos por su amor a España.
De las tareas encomendadas al “golpe de timón” se encargó el PSOE de González, Guerra y Boyer y cumplió con creces. Entrada en la OTAN; recrudecimiento de la guerra sucia contra ETA y contra el movimiento popular vasco; impunidad sustancial de los cuerpos policiales en sus prácticas de tortura, pero también en sus negocios ilegales; “enderezamiento” del proceso autonómico con la LOAPA; reestructuración industrial y destrucción integral de ecosistemas obreros e industriales en toda España, Ley Boyer sobre los alquileres de 1985, etc. La impunidad absoluta en sus negocios y vicios personales de todo tipo fue la recompensa soberana que se cobró Juan Carlos de Borbón. La otra cara de la misma moneda de la excepción y la impunidad.
La misma moneda, por cierto, que se ha cobrado Felipe de Borbón con su intervención golpista del 3 de octubre de 2017. Otro “golpe de timón” que contó con el respaldo entusiasta del PP y del PSOE de Pedro Sánchez. El “golpe de timón” que ha reintroducido la normalidad del franquismo, el golpismo, la guerra, el militarismo, la guerra sucia mediática y judicial y el revisionismo fascista en los parlamentos, los tribunales y los medios de régimen. Necesitamos unir los puntos que vinculan 1969, 1981, 2014, 2017 y nuestros días. Ninguna ciudadanía que se respete a sí misma puede tragarse, a la luz de la reconstrucción histórica, el cuento de que “este Borbón es distinto”. No, en España un Borbón es un Borbón y, aunque los surcos del destino de cada vástago real discurran por los meandros que determina la historia, convergen siempre en la misma sima de corrupción, impunidad y afirmación del estado autoritario contra las revueltas democráticas.
Fuente → diario.red
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