Iconoclastia anticlerical en la Guerra Civil
Iconoclastia anticlerical en la Guerra Civil 
Lucio Martínez Pereda   
 
Una cultura enlazada en las ancestrales manifestaciones anti clericales que existían en España- como en otros países europeos- antes de la llegada de la Edad Contemporánea: ruptura de los códigos rutinarios de deferencia que los dominados se veían obligados a mantener con los dominantes.

Dos de las tres fotos empleadas en este texto se han popularizado desde hace algunos años en las páginas de la ultraderecha y ya forman parte del conjunto de elementos propagandísticos incluibles dentro de lo que el aguerrido historiador José Tébar Gómez llama “populismo historiográfico”, destinado a presentar -desde medios ajenos al análisis histórico- la violencia revolucionaria anticlerical durante la II República como práctica de violencia política dirigida y protegida desde las instituciones estatales republicanas. Nada más alejado de la realidad. Las acciones de las que dejan constancia las imágenes seleccionadas estaban enraizadas en una cultura antirreligiosa tradicional y popular anterior a la existencia de los partidos políticos de izquierdas, una cultura enlazada en las ancestrales manifestaciones anti clericales que existían en España- como en otros países europeos- antes de la llegada de la Edad Contemporánea: ruptura de los códigos rutinarios de deferencia que los dominados se veían obligados a mantener con los dominantes, rechazo al tradicional papel de disciplinador de pobres y mujeres ejercido por la iglesia, ritos de compensación para invertir la jerarquía social establecida, y muestras de rechazo contra el carácter sagrado de los iconos religiosos. Fueron formas de disenso y protesta post-políticas que encajan en lo que James C.Sott llamó “discurso oculto”.
 
1. Una broma paródica sobre la Resurrección de los Muertos

Las exhumaciones jocosas se basaban en arraigadas tradiciones populares de desafío a la ritualidad católica. La desmitificación, mediante la risa, del culto sacral a los muertos era una acción simbólica destinada a purgar la desmesurada influencia social de la iglesia. Estos contra-rituales anticlericales buscaban romper los códigos rutinarios de deferencia que los dominados debían mantener con los dominantes. Eran un resarcimiento de compensación contra una iglesia que dirigía prisiones, reformatorios de menores, asilos, sanatorios mentales y conventos para la educación de los pobres.

2. Violencia revolucionaria simbólica

Desde la época de la Restauración , la clase trabajadora veía a la Iglesia como parte de las instituciones punitivas y una poderosa herramienta de control social y cultural. Con el paso de los años se fue acumulando un rechazo que estalló en forma de ira colectiva en el verano de 1936. Para las mujeres trabajadoras; adoctrinadas en los centros educativos de las órdenes religiosas femeninas para aceptar con resignación cristiana su papel de sirvientas, limpiadoras, y obreras en fábricas textiles; estas «exhumaciones» de cadáveres, sacados de sus criptas y expuestos al público, servían para minar el reverencial y ancestral respeto con el que las monjas eran percibidas.

Esta iconoclastia formaba parte de una pedagogía revolucionaria. Exponer públicamente, ante miles de mujeres, la vulnerabilidad de los restos corporales de las religiosas, era una forma de derrotar, al menos simbólicamente, el poder del catolicismo y desplazarlo por las nuevas ideas de transformación revolucionaria.
(Momias de las carmelitas del colegio teresiano de Barcelona expuestas públicamente el 8 de agosto de 1936. L’ILLUSTRATION. (Collection The Plumebook Café)
 
3. El rostro y la madera

En los años 30 la iglesia predicaba una organización social intemporal y universal, inevitable resultado de la voluntad divina. No es una casualidad que una parte significativa de las tallas religiosas e imágenes atacadas por la violencia anticlerical revolucionaria del verano de 1936 fueran amputas en el rostro. Estas mal llamadas mutilaciones de «Odium Fidei» pretendían producir humillación, pero también invertir el orden tradicional del que se consideraba victima la clase obrera. Se buscaba «hacer pedazos» ese orden, destruirlo para después reconstruirlo por otro nuevo. Pero con la mutilación también se exhibía la fuerza que evidenciaba la impotencia sobrenatural de la imagen para defenderse de la agresión. Una vez perdido su poder sagrado de icono, la imagen quedaba restituida a su básica materialidad de trozo de madera. La restitución se operaba en la parte más humanizada de su cuerpo: el rostro

Terminamos con las palabras de Etienne de la Boetie, en “Un discurso sobre la servidumbre voluntaria” retomadas citadas por James C.Sott: “El labrador y el artesano, a pesar de ser sirvientes de su amo, cumplen con su obligación cuando hacen lo que se les pide. Pero el Tirano ve a aquellos que lo rodean como si estuvieran rogando y pidiendo sus favores; y éstos deben hacer no sólo lo que él les ordena, sino que deben pensar lo que él quiere que piensen, y la mayoría de las veces también darle satisfacción y hasta adelantarse a sus pensamientos. No basta con obedecerle, ellos también deben agradarle; deben hostigar, torturar, qué digo, matar en servicio suyo; y […] deben renunciar a sus gustos por los gustos de Él, violentar sus inclinaciones y deshacerse de su propio temperamento natural. Deben observar atentamente sus palabras, su voz, sus ojos y hasta sus cabezadas de sueño. No deben tener ojos, pies, ni manos, sino que deben estar completamente alertas, espiando su voluntad y descubriendo sus pensamientos. ¿Ésta es una vida feliz? Más aún, ¿merece esto llamarse vida?”