Desde luego, la hegemonía de la lucha a escala estatal la llevaban los trabajadores manuales, albañiles, ferroviarios, mineros, organizados políticamente en partidos obreros y sindicatos clandestinos; pero el Movimiento Estudiantil, junto con el Vecinal, se convirtieron en imprescindibles a la hora de derrocar al franquismo en las calles y en los barrios. A ello, los estudiantes añadieron su ulterior influencia profesional, abogados, arquitectos, politólogos, científicos, médicos, ingenieros…en la esfera de los valores y del sentido común, que consiguieron generalizar impregnándolos de anhelos democráticos. Y ello pese a los 40 años de franquismo, con una alienación impuesta a los pueblos españoles durante cuatro décadas tan rara y difícilmente dribladas por el empuje de todos aquellos.
La forma más eficaz de actuar para cambiar las cosas y salir de la dictadura consistía en la militancia, un tipo de compromiso que implicaba desenvolverse en la clandestinidad; es esta una forma de acción secreta, que exige casi siempre nombre de guerra o alias, para evitar la entonces omnipresente vigilancia policial, acompañada de altos riesgos punitivos que abarcaban desde el expediente académico hasta la detención en ocasiones rubricadas por la tortura, la prisión y, a veces, el fusilamiento simulado o la muerte.
Soldados políticos
Empero, al militante se le exigía priorizar la lucha política, teórica y práctica, organizada y disciplinada, por sobre todo otro tipo de actividad, incluso la lectiva y académica. El militante clandestino podía ser asimilado a un soldado político. Las jerarquías orgánicas estaban dadas y en su cúspide se ubicaban los altos cuadros políticos, generalmente profesionales precariamente remunerados, insertos en órganos o comités centrales que definían la línea política a seguir en congresos clandestinos celebrados entre enormes medidas de seguridad interna y, en ocasiones, en el extranjero, para poder garantizarla.
La militancia conllevaba cometidos a desarrollar que pasaban por la asistencia ineludible a reuniones formativas y orgánicas, donde el militante adquiría conocimientos teóricos que daban sentido ético y práctico a su compromiso político. La regularidad de estas reuniones, habitualmente semanales, se convertían pronto en informativas o analíticas de las coyunturas políticas y otorgaban al militante una ventaja evidente con respecto a otros estudiantes no comprometidos; y ello porque en esas tenidas se recibía información e instrucciones políticas de actualidad, guía práctica para la acción, ya contextualizada dentro de la lucha en sentido general y a escala nacional. A ello había que añadir la práctica militante directa con actos que abarcaba desde la convocatoria de paros, el reparto y distribución, cuando no la hechura directa, de propaganda escrita en panfletos, carteles o bien pintadas, hasta la asistencia del militante a huelgas, manifestaciones y mítines convocados siempre con extrema sorpresa. El anticapitalismo, el antifascismo y el antibelicismo eran el denominador común de aquellas luchas, así como la solidaridad con las clases asalariadas y con los pueblos oprimidos.
A los más comprometidos —y también a los más corpulentos— se les encomendaba la defensa de los actos de protesta, marchas y arengas, o en los piquetes de huelga, integrados en servicios de orden cuidadosamente seleccionados, mientras que a los que se mostraban elocuentes y persuasivos se les asignaba la tarea de dirigir las asambleas y mítines no solo en las aulas sino, también y según las necesidades de la lucha, en colegios mayores, mercados, cines y salas abiertas al público. De igual modo, eran cooptados para hacer proselitismo.
Las dificultades más espinosas para los y las estudiantes comenzaban en el seno de la familia. Los desgarros emocionales de las madres, las furibundas broncas de los padres, el temor compasivo de los hermanos y hermanas, partían de los riesgos que, ante la brutalidad de la Policía, sus hijos o hermanos estudiantes corrían, además de la posibilidad de ser expulsados de las aulas. Sortear aquellos valladares emocionales era una prueba siempre dura y dolorosa.
“Jaraneros y alborotadores”
El régimen franquista comprobó la extensión y enraizamiento del Movimiento Estudiantil en las universidades —“jaraneros y alborotadores” los definió un preboste franquista (*)—, tras descubrir que el silenciamiento de las reivindicaciones reales de los estudiantes desde el oficialista Sindicato Español Universitario, de corte falangista, era barrido de las aulas por la impugnación estudiantil organizada, ya a partir de 1956. Desde entonces, con distintos avances y repliegues, la lucha estudiantil sería una constante en la escena política española, con hitos en 1964-65, 1968, 1972 y 1976-77, con chispazos en los años 80 y 90 y siguientes.
El movimiento estudiantil entonces reprimido —hubo casos de estudiantes condenados judicialmente a dos años de prisión al no haberse autodenunciado por la tenencia en casa de un ejemplar de la publicación comunista Mundo Obrero— se reactivó durante las importantes huelgas mineras de 1963. A partir de entonces, en el Congreso de Múnich, personalidades e incipientes organizaciones, monárquicas y liberales, burguesas, como a la sazón los estudiantes las definían, comenzaron a plantear tímidamente reivindicaciones democráticas, con cierto temor a que la lucha la hegemonizara la clase obrera.
Pánico en el régimen
Las autoridades franquistas entraron en pánico cuando los estudiantes franceses, en mayo del 68, pusieron en jaque la V República Francesa; y al régimen franquista no se les ocurrió otra incongruencia como la de poner aquí, humillándoles, a militares, incluso oficiales y mandos, a vigilar al Movimiento Estudiantil. Así fue como, a demanda de José Luis Villar Palasí, entonces ministro de Educación —y Ciencia Ficción, decían los estudiantes— pidió al dictador la creación de una unidad antisubversiva, la Organización Contrasubversiva Nacional, remedo de un servicio de espionaje militarizado, dedicada al seguimiento de las actividades estudiantiles.
Pese a la dureza de la represión, con caídas intermitentes de militantes y de células en manos de la ominosa Brigada Político Social, el ingenio estudiantil se lo puso difícil a sus represores: desde el adiestramiento de aves a las que se pegaba un panfletillo o consigna revolucionaria en una patita que exhibían durante su vuelo, hasta la activación de un silbato ultrasonar, imperceptible para la Policía pero no para sus caballos que, al escuchar sus ultrasonidos, se encabritaban simultáneamente y derribaban a sus confusos jinetes provistos de alargadas e hirientes porras para cargar, ya frustradamente, contra manifestantes.
Boicoteo de exámenes finales
El pueblo de Madrid asistió en 1973 a un hecho político insólito: en el distrito universitario complutense, así como en la flamante Universidad Autónoma, se siguió, con todas sus consecuencias, un boicoteo a los exámenes finales de junio para exigir la expulsión de la Policía Armada: ésta ocupaba desde meses atrás cuartelillos con numerosos agentes y policías de paisanos en el interior de Facultades de los campus, contraviniendo ilegalmente los tradicionales fueros universitarios. La Policía abandonaría al poco tales recintos y, si bien la represión se acentuaría histéricamente, la conciencia de que el fin del régimen se aproximaba arraigaba ya en las filas de los cuadros del franquismo y de su policía política.
No obstante, la brutalidad represiva no amainó: los estudiantes políticamente comprometidos, no más del 7%, aproximadamente del total del estudiantado, más de 100.000 matriculados en Madrid, bien que con el apoyo de 70 de cada 100 estudiantes en las Universidades españolas, recibieron el grueso de la represión. Detenciones, torturas, condenas, acusaciones falsas de terrorismo, expedientes académicos a perpetuidad… Los campus de Barcelona, Cádiz, Salamanca, Valladolid, Santiago, Valencia, La Laguna o Murcia…, registraron huelgas y revueltas innumerables, duramente reprimidas. El tópico de que la represión fue decreciente desde la posguerra española hasta la extinción del franquismo mostró ser un mito.
Fichas policiales a la vista
De los aproximadamente 350 estudiantes considerados policialmente como auténticos líderes y docentes, comunistas, PCE, LCR, PCI, PT y ORT, así como algunos socialistas y anarquistas, el espionaje militar de entonces acopió sus expedientes: de aquellos documentos, algunos de los que se salvaron de su premeditada quema en la histérica antesala de la democracia, permanecen archivados en crípticas fichas en el Archivo Histórico Nacional de la calle de Serrano, junto al entonces Instituto Ramiro de Maeztu. Allí, al menos hasta hace unos años, se podían consultar.
Viendo lo que luego hemos visto a escala mundial, como las guerras coloniales desde Vietnam a Iraq y Palestina y su saldo de muerte y destrucción, lo sucedido entonces en España pareciera un episodio menor. Sin embargo, aquel formidable fogonazo emancipador, por la palabra y el ejemplo de miles de estudiantes y profesores, se instaló en otros miles corazones e iluminó, entonces, las mejores mentes anhelantes de solidaridad, libertad e igualdad. De los otros miles de ellos que participaron en la lucha con sus apoyos de todo tipo: sus exámenes en las prisiones a los presos para que no perdieran sus estudios; sus cobijos a los compañeros y alumnos perseguidos; sus escondites de panfletos; su adhesión a las huelgas, asambleas y manifestaciones…, de todos ellos apenas queda un hilo titilante en una memoria que cada día se apaga un ápice más… Antes de que se extinga, dediquemos tan solo un minuto a recordar lo que tan valiente y generosamente apoyaron y defendieron.
(*) “Jaraneros y alborotadores”. Libro de Roberto Mesa Garrido. UCM. 2ª edición. 2006.
Fuente: elobrero.es
Fuente → mundoobrero.es
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