Los materiales históricos nos permiten hacer muchas reflexiones, además de inspirarnos. Así llevamos ya unos años investigando, leyendo y reflexionando sobre distintos aspectos que nos importan, además de creer que pueden ser importantes en el presente de muchos y muchas. Uno de esos temas es el servicio público desinteresado, la política entendida de esa manera, y también sobre la importancia de la obra bien hecha, en este caso en ese ejercicio público, y que podría ser considerada una suerte de patriotismo cívico no identitario ni folclórico. Así hemos dado con un trabajo del socialista Luis Araquistáin en la revista que dirigió, Leviatán, en su número de septiembre de 1934, y que tituló “La utopía de Azaña”. Aunque nos parece sumamente interesante todo el artículo, queríamos compartir con los lectores cómo Manuel Azaña consideraba el servicio público y cómo Luis Araquistáin lo interpretaba. Estamos ante un republicano fundamental en la Historia de España, y ante un intelectual sobresaliente del socialismo español.
Las reflexiones realizadas sobre la oratoria de Azaña habían llevado a Araquistáin a ver el rasgo más característico de aquel
Las reflexiones realizadas sobre la oratoria de Azaña habían llevado a Araquistáin a ver el rasgo más característico de aquel, que no era otro que el de la naturalidad o sinceridad, la pasión dramática por la “obra política”, o la “sinceridad del propósito”. Eso podría explicar el aislamiento en el que se había dejado a Azaña por parte de los hombres que por su cultura y su “pretendida emoción pública” deberían estar más cerca de él, es decir, por parte de la mayoría de los republicanos. No habría grandes diferencias de pensamiento entre ellos, pero sí se encontraría una “discrepancia de temperamentos y de caracteres”.
Para algunos la política era un juego intelectual donde no debían entrar pasiones ni intereses, sino ideas filosóficas y la técnica, creando una especie de República de pensadores y peritos ejecutores, cuyos frutos el pueblo debía esperar pacientemente, pero con alegría, y sin luchas. Otra cosa sería una República triste y desapacible. Para otros, en cambio, la República debía ser un régimen que debía estar gobernado por republicanos de abolengo. El cómo y el sentido no importaba, solo el gobernar, estar en el poder. Se podía prometer al pueblo en períodos electorales, pero luego no se cumplía lo prometido o si se cumplía se combatía encarecidamente a los que lo cumplieron por haberlo cumplido.
Pero Azaña tenía otro concepto tanto del Estado como de la política. El Estado no sería un montón de arcilla que se pudiera moldear como querían los pensadores con los técnicos. Pero tampoco sería un botín, ni un escenario, ni un asilo de amigos y compadres. Azaña había afirmado en un discurso en Valladolid en septiembre de 1932, que el servicio republicano delante del Estado era un servicio impersonal, como el Estado mismo. El servicio republicano del Estado no esperaba ni admitía recompensas. Se servía al Estado sin esperanza, sin derecho de recompensa alguna, sin más satisfacción que la interior personal de haber cumplido con el deber. Quien no tuviera esta abnegación y esta resolución no entendía del deber de republicano ni de su relación con el bien público.
Además, en Santander, en ese mismo mes y año, había afirmado que el jefe del Gobierno en política no tenía amigos ni los quería. La amistad acababa antes que la política o empezaba después de la misma. La mayor desdicha de un gobernante o de un hombre público que quisiera hacer algo útil en su país serían sus amigos.
Araquistáin reflexionaba sobre si esa idea del servicio impersonal y desinteresado al bien público era compartida por los republicanos
Araquistáin reflexionaba sobre si esa idea del servicio impersonal y desinteresado al bien público era compartida o no por los republicanos. Para el socialista el republicanismo español había heredado, sin darse cuenta, el concepto patrimonial o privado del Estado, aunque habría excepciones. Pero los partidos republicanos de los últimos treinta años no habrían querido tanto derribar la monarquía por un sentimiento de dignidad histórica y de justicia social como porque en el régimen no hallaban espacios a sus “apetitos personales y sus ambiciones de vanagloria”, y si lo hallaban, como podría ser claro en algún “prohombre republicano histórico” a su sombra vivían de forma parasitaria, como la “oposición republicana de Su Majestad”, es decir, que Araquistáin era demoledor con la mayoría del republicanismo español, una opinión, por otra parte, que era bastante común y venía siendo así desde el pasado en el seno del socialismo español.
Los problemas de la República vendrían en gran parte de esa concepción patrimonial del Estado y la política. La Monarquía había legado a la República sus vicios y taras. A la mayoría de los líderes republicanos les movía la “plataforma histriónica y las delicias del poder”. Azaña habría dicho que, si los ministros tuvieran que ir al parlamento disfrazados, es decir, gobernar sin publicidad y en absoluto desinterés, a lo sumo por un jornal, se quedaría casi solo, como, en realidad, así se encontraba en el presente, añadía Araquistáin. Por eso era la clase obrera la que más estimaba a Azaña porque en la misma era donde más vivo se encontraría el sentimiento de servicio a la colectividad. Los trabajadores estimaban a Azaña, a pesar de las discrepancias ideológicas, por su ética política, incluida su ética privada y por su carácter.
Los trabajadores estimaban a Azaña, pese a discrepancias ideológicas, por su ética política, su ética privada y su carácter
Pero también era estimado por el placer de actuar y de amar la obra hecha. Esa era la psicología del buen obrero, como la mayoría de los españoles, que serían amantes apasionados de la obra política y de la obra social. Azaña era un buen obrero. Para demostrarlo acudía a un fragmento de un discurso del político republicano en la Cortes del día 2 de octubre de 1933. En el mismo, Azaña proclamaba que su motivación, hasta su “pasión íntima” consistía en crear cosas, de sacar cosas que no existían pero que se necesitaban. Eso era hasta un placer, una especie de goce, como de artistas y también de artesanos, de hacer las cosas mejores que las que había antes de que uno llegaba a la política. Confesaba que hasta le habían asaltado las lágrimas de que una cosa que había hecho dejaba otras anteriores mejor que estaban. “Nadie sabrá que lo he hecho, per el que venga lo encontrará”.
Ese era el motor para servir porque ante el Estado, ante la República, no había más que eso, servir y llevar a los más humildes un “rayo de esa pasión republicana y española” que debería siempre brillar en “nuestras almas”. Si no brillaba esa pasión entonces la política, el Estado y el Gobierno no eran más que una “grotesca danza de apetitos personales”.
Fuente → nuevatribuna.es
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