La lectura de «los grandes cementerios bajo la luna» de George Bernanos impactó profundamente en Simone Weil, que creía compartir con el veterano escritor una actitud afín ante la barbarie suscitada en la Guerra civil española contra víctimas civiles inocentes, si bien ella hablaba por su corta experiencia como miliciana de CNT en el frente de Aragón y Bernanos partía de sus vivencias como residente en una Mallorca controlada por los sublevados desde el primer momento.
Siendo las opiniones de ambos fruto de hondas creencias humanitarias y religiosas, no pueden ser muy distintos su horror y su pesar ante la violencia y el asesinato de inocentes, así como su indignación ante la indiferencia general (y, en el caso de Bernanos, especialmente ante el asentimiento de las personas de orden y del clero católico). Sería interesante saber la opinión de Bernanos sobre el mensaje de Weil, que, en todo caso, apreció mucho. Pero parece claro que uno y otra están hablando en contextos bélicos y políticos muy distintos.
Más adelante, como recuerda Southworth, Bernanos señaló que las masacres ocurrieron como consecuencia de la sublevación de los militares, que en zona republicana dejó las calles en manos de una multitud vengativa y de provocadores (tanto Weil como Bernanos mencionan a los anarquistas, que, sin duda, no fueron los únicos). «Por el contrario -añade Bernanos-, las matanzas en la zona rebelde, como en la isla de Mallorca, fueron organizadas con método, firmadas por militares y bendecidas por la Iglesia, y fueron mucho más numerosas”. (Cit. en El mito de la cruzada de Franco, p. 175).
Conversación sobre la historia
Simone Weil
Señor
Por ridículo que sea escribir a un escritor que siempre está, por la naturaleza de su profesión, inundado de cartas, no puedo dejar de hacerlo después de leer Los grandes cementerios bajo la luna. No es la primera vez que un libro suyo me conmueve; el Diario de un cura rural es a mis ojos el más bello, al menos de los que he leído, y verdaderamente un gran libro. Pero si me han gustado otros de sus libros, no tenía por qué molestarle diciéndoselo. Pero el último es otra cosa. He tenido una experiencia que corresponde a la suya, aunque mucho más breve, menos profunda, situada en otra parte y experimentada, en apariencia -sólo en apariencia- con un espíritu completamente diferente.
No soy católica, aunque -lo que voy a decir debe parecer sin duda presuntuoso a cualquier católico partiendo de un no católico, pero no puedo expresarme de otra manera-, y aunque no sea nada católica, nada cristiano me ha parecido nunca extraño. A veces me he dicho a mí misma que si tan solo pusieran en las puertas de las iglesias que la entrada está prohibida a cualquiera que tenga un ingreso superior a esta o aquella pequeña cantidad, me convertiría de inmediato. Desde la infancia, mis simpatías se han dirigido hacia grupos que afirmaban pertenecer a los estratos despreciados de la jerarquía social, hasta que me di cuenta de que estos grupos son de tal naturaleza que desalientan toda simpatía. La última que me inspiró alguna confianza fue la CNT española. Había viajado un poco por España -no mucho- antes de la guerra civil, pero lo suficiente como para sentir el amor que es difícil no sentir hacia este pueblo. Había visto en el movimiento anarquista la expresión natural de su grandeza y de sus defectos, de sus aspiraciones más o menos legítimas. La CNT y la FAI eran una mezcla asombrosa en la que se admitía a cualquiera y donde, en consecuencia, se codeaban la inmoralidad, el cinismo, el fanatismo, la crueldad, pero también el amor, el espíritu de fraternidad y, sobre todo, la reivindicación del honor tan bella en los hombres humillados; me parecía que los que llegaban animados por un ideal prevalecían sobre los que estaban impulsados por el gusto por la violencia y el desorden. En julio de 1936 estaba en París. No me gusta la guerra. Pero lo que siempre me ha horrorizado más en la guerra es la situación de los que están en la retaguardia. Cuando comprendí que, a pesar de mis esfuerzos, no podía dejar de participar moralmente en esta guerra, es decir, deseando cada día, cada hora, la victoria de unos y la derrota de otros, me dije a mí misma que París era para mí la retaguardia y tomé el tren a Barcelona con la intención de alistarme. Fue a principios de agosto de 1936.
Un accidente me ha obligado a acortar mi estancia en España. Estuve unos días en Barcelona; luego en medio de la campiña aragonesa, a orillas del Ebro, a unos quince kilómetros de Zaragoza, en el mismo lugar donde las tropas de Yagüe habían cruzado recientemente el Ebro; luego en el palacio de Sitges transformado en hospital; luego de nuevo en Barcelona; en total unos dos meses. Salí de España en contra de mi voluntad y con la intención de volver: después, no lo he hecho. Ya no sentía la necesidad interior de participar en una guerra que ya no era, como me había parecido al principio, una guerra de campesinos hambrientos contra los terratenientes y un clero cómplice de los terratenientes, sino una guerra entre Rusia, Alemania e Italia.
He reconocido el olor a guerra civil, a sangre y a terror que desprende su libro. Lo había respirado. No he visto ni oído nada, debo decirlo, que llegue a la ignominia de algunas de las historias que usted cuenta, esos asesinatos de viejos campesinos, esos «ballilas» que hacen correr a los viejos a porrazos. Sin embargo, lo que escuché fue suficiente. Estuve a punto de presenciar la ejecución de un sacerdote. Durante los minutos de espera, me pregunté si me iba a quedar solo mirando, o si me dispararían tratando de intervenir. Todavía no sé qué habría hecho si una afortunada casualidad no hubiera impedido la ejecución.
Cuántas historias se agolpan bajo mi pluma… Pero llevarían demasiado tiempo; ¿Para qué? Con una bastará. Yo estaba en Sitges cuando los milicianos de la expedición de Mallorca regresaron victoriosos. Habían sido diezmados. De los cuarenta jóvenes que salieron de Sitges, nueve estaban muertos. No se supo hasta el regreso de los otros treinta y uno. La misma noche que siguió se realizaron nueve expediciones punitivas, nueve fascistas o llamados fascistas fueron asesinados en esta pequeña ciudad donde, en julio, no había pasado nada. Entre estos nueve, un panadero de unos treinta años de edad, cuyo delito era, según me dijeron, haber pertenecido a la milicia del «somatén». Su anciano padre, de quien era el único hijo y el único apoyo, se volvió loco. Otra más: en Aragón, un pequeño grupo internacional de veintidós milicianos de todos los países se llevó a un niño de quince años, que luchaba como falangista. Tan pronto como fue capturado, temblando por haber visto a sus camaradas asesinados a su lado, dijo que había sido reclutado a la fuerza. Lo registraron, y se le encontró una medalla de la Virgen y una tarjeta falangista; fue enviado a Durruti, el jefe de la columna, quien, después de haberle expuesto durante una hora las bellezas del ideal anarquista, le dio a elegir entre morir o alistarse inmediatamente en las filas de los que lo habían hecho prisionero, contra sus camaradas del día anterior. Durruti dio al niño veinticuatro horas de reflexión. Al cabo de veinticuatro horas, el niño dijo que no y le dispararon. Durruti fue, sin embargo, en algunos aspectos un hombre admirable. La muerte de este pequeño héroe nunca ha dejado de pesar en mi conciencia, aunque solo me enteré de ella después de los hechos.
Otra historia: en una aldea que rojos y blancos habían tomado, perdido, retomado, perdido no sé cuántas veces, los milicianos rojos, habiéndola retomado definitivamente, encontraron en los sótanos a un puñado de seres demacrados, aterrorizados y hambrientos, entre ellos tres o cuatro jóvenes. Razonaron así: si estos jóvenes, en lugar de ir con nosotros la última vez que nos retiramos, se quedaron a esperar a los fascistas, es porque son fascistas. Así que les dispararon de inmediato, luego alimentaron a los demás y pensaron que eran muy humanos. Una última anécdota, esta de atrás: dos anarquistas me contaron una vez cómo, con unos camaradas, habían llevado a dos sacerdotes; Uno fue asesinado en el acto, en presencia del otro, con un disparo de revólver, y luego le dijeron al otro que podía irse. Cuando estaba a veinte pasos de distancia, le dispararon. El que me contó la historia se sorprendió mucho de no verme reír.
En Barcelona, por término medio, mataban a unos cincuenta hombres por noche en expediciones punitivas. Esto era proporcionalmente mucho menos que en Mallorca, ya que Barcelona es una ciudad de casi un millón de habitantes. Además, allí había tenido lugar una cruenta batalla callejera durante tres días. Pero los números quizás no sean lo más importante en estos asuntos. Lo esencial es la actitud hacia el asesinato. Nunca he visto, ni entre los españoles, ni siquiera entre los franceses que han venido a luchar o a pasear -estos últimos la mayoría de las veces intelectuales torpes e inofensivos- a nadie que exprese, ni siquiera en privado repugnancia, disgusto o incluso desaprobación con respecto a la sangre que se ha derramado innecesariamente. Habla usted del miedo. Sí, el miedo tuvo algo que ver en estos asesinatos; pero donde yo estaba, no vi la parte que le atribuye. Hombres aparentemente valientes -hay al menos uno cuyo coraje he visto con mis propios ojos- en medio de una comida llena de camaradería, contaron con una amable sonrisa fraternal cuántos sacerdotes o «fascistas» habían matado, un término muy amplio. Tenía la sensación, para mí, de que cuando las autoridades temporales y espirituales han puesto a una categoría de seres humanos al margen de aquellos cuyas vidas tienen un precio, no hay nada más natural para el hombre que matar. Cuando se sabe que es posible matar sin correr el riesgo de ser castigado o culpado, se mata. O al menos los que matan están rodeados de sonrisas alentadoras. Si por casualidad uno siente un poco de disgusto al principio, se queda callado al respecto, y pronto lo sofoca por miedo a parecer que carece de virilidad. Allí hay un impulso, una embriaguez a la que es imposible resistirse sin una fortaleza de alma que debo creer que es excepcional, ya que no la he encontrado en ninguna parte. Por otro lado, he conocido a franceses pacíficos, a los que hasta entonces no había despreciado, que no habrían tenido la idea de matar ellos mismos, pero que se bañaban en esta atmósfera empapada de sangre con visible placer. Por ellos nunca podré tener ninguna estima en el futuro.
Semejante atmósfera borra inmediatamente el propósito mismo de la lucha. Porque el objetivo sólo puede formularse reduciéndolo al bien público, al bien de los hombres, y los hombres no valen nada. En un país donde los pobres son, en su mayoría, campesinos, el bienestar de los campesinos debe ser un objetivo esencial para cualquier agrupación de extrema izquierda. Y esta guerra fue quizá sobre todo, al principio, una guerra a favor y en contra de la división de la tierra. Pues bien, estos miserables y magníficos campesinos de Aragón, que permanecían tan orgullosos bajo la humillación, no eran ni siquiera objeto de curiosidad para los milicianos. Sin insolencias, sin insultos, sin brutalidad -al menos yo no he visto nada parecido, y sé que el robo y la violación en las columnas anarquistas se castigaban con la muerte-, un abismo separaba a los hombres armados de la población desarmada, un abismo muy parecido al que separa a los pobres de los ricos. Esto era evidente en la actitud siempre algo humilde, sumisa y temerosa de algunos, en la facilidad, la indiferencia y la condescendencia de otros.
Vas como voluntaria, con ideas de sacrificio, y caes en una guerra que se asemeja a una guerra mercenaria, con mucha crueldad además y con escaso sentido de consideración al enemigo. Podría prolongar indefinidamente estas reflexiones, pero debemos limitarnos a nosotros mismos. Desde que estoy en España, desde que he oído y leído toda clase de consideraciones sobre España, no puedo nombrar a nadie, excepto a usted, que, hasta donde yo sé, haya estado inmerso en la atmósfera de la guerra española y la haya resistido. Usted es un monárquico, un discípulo de Drumont, ¿qué me importa? Está más cerca de mí, sin comparación, que mis camaradas de la milicia de Aragón, esos camaradas a los que, sin embargo, yo quería.
Lo que dice usted sobre el nacionalismo, la guerra y la política exterior francesa después de la guerra también me llegó al corazón. Tenía diez años cuando se firmó el Tratado de Versalles. Hasta entonces había sido una patriota con toda la exaltación de los niños en tiempos de guerra. El deseo de humillar al enemigo derrotado, que se desbordó por todas partes en ese momento (y en los años siguientes) de una manera tan repugnante, me curó de una vez por todas de este patriotismo ingenuo. Las humillaciones infligidas por mi país son más dolorosas para mí que las que este puede sufrir. Me temo que le he molestado con una carta tan larga. Sólo me queda expresarle mi profunda admiración.
Simone Weil
Respuesta de Georges Bernanos
Srta. Simone Weil,
3, rue Auguste-Comte, París (VIème).
P.D.: Le di mi dirección maquinalmente. Porque, en primer lugar, creo que debe tener mejores cosas que hacer que responder cartas. Y luego voy a pasar un mes o dos en Italia, donde una carta suya tal vez no me seguiría sin que me detuvieran en el viaje.
Fuente: Lettre de Simone Weil à Georges Bernanos, 1938
Simone Weil, Carta a Georges Bernanos, 1938, en Oeuvres, Quarto Gallimard
Traducción: Luis Castro
Portada: Georges Bernanos y Simone Weil, montaje de Religión Digital
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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