Campo de Concentración franquista de Orduña, un infierno por el que pasaron 50.000 prisioneros republicanos
Campo de Concentración franquista de Orduña, un infierno por el que pasaron 50.000 prisioneros republicanos / Paco Barreira
 
El Campo de Concentración de Prisioneros de Orduña fue uno de los primeros que Franco abrió. Se estableció en el antiguo colegio de los jesuitas.
 
Permaneció abierto durante 27 meses, entre julio de 1937 y septiembre de 1939, para recluir de forma preventiva, clasificar y "reeducar" a los prisioneros hechos por las tropas franquistas en los frentes de Bizkaia, Aragón y Cataluña, fundamentalmente.
 
Con una capacidad máxima asignada de 5.000 personas, Orduña fue uno de los campos más grandes. Por él pasaron 50.000 prisioneros, muchos de ellos fueron gudaris del Ejército vasco, el otro gran grupo de prisioneros estuvo compuesto por milicianos, catalanes sobre todo.
 
El traslado y el ingreso
 
Los prisioneros llegaban a Orduña en trenes de mercancías utilizados normalmente para el transporte de ganado, que iban y venían a cualquier hora del día o de la noche. Los traslados solían ser masivos. Sin agua, sin comida y sin conocer su destino, los prisioneros eran obligados a viajar durante infinidad de horas en condiciones deplorables, hacinados en el interior de vagones de madera cerrados, sucios y oscuros, que carecían de asientos, ventanas y retretes.
 
Fueron sometidos a unas condiciones de la más absoluta indefensión y sin ningún tipo de garantía judicial, apaleados y humillados sin cesar, sin ropa de abrigo, ateridos de frío, hacinados, enfermos, infestados de piojos, y medio muertos de hambre.
 
Como se reconoció oficialmente en varias ocasiones, la alimentación que se suministraba a los concentrados en Orduña era muy escasa y deficiente. Las carencias fueron tales que la población reclusa se depauperaba y debilitaba día a día, hasta el punto de que los propios guardianes advirtieron de la situación a sus superiores diciendo que ni con la mejor voluntad era posible mantener a los prisioneros debidamente.
 
Pero la principal amenaza —al menos durante el primer período— no fue el hambre. Ni el frío, ni la suciedad, ni los piojos. El mayor peligro era un guardián violento, cruel y siniestro a quien los prisioneros llamaban ‘El Manco’, porque era un lisiado de guerra al que le faltaban tres dedos de la mano derecha. Solo conservaba el pulgar y el índice, pero su discapacidad no le impedía dar palizas de muerte con el garrote. Su inseparable garrote blanco.
 
Entre estacazos, castigos, vejaciones, carencias e insultos, los derrotados empezaron a vislumbrar cuál sería el precio que iban a pagar por haber «traicionado a la Patria», y el lugar que ocuparían en la «nueva España» que estaba surgiendo. Su única obligación era obedecer y callar. Habían perdido la guerra y estaban a merced de su enemigo, sin derecho a nada.
 
El día a día en el Campo de Concentración de Prisioneros de Orduña se caracterizó por la rutina, el tedio y la falta de actividad de la inmensa mayoría de los cautivos. Su quehacer diario se limitaba a deambular por el patio o a buscar un rincón para resguardarse de la lluvia y el frío, matándose los piojos, huyendo de los golpes e intentando engañar al hambre.
 
La monotonía del cautiverio solía ser interrumpida por soflamas que difundían la propaganda social, política y religiosa del régimen. Lo que se perseguía, en definitiva, era doblegarlos por medio de la violencia física y psicológica, y reprogramar sus mentes.
 
Los únicos que podían ver medianamente alterado su cautiverio eran los que salían fuera del campo. Eran esclavos que trabajaron en multitud de obras públicas y privadas locales. Orduña, por otro lado, obtuvo un ingreso económico directo de su presencia, gracias a un acuerdo por el que el Ayuntamiento cobró 0,70 céntimos de peseta por prisionero al mes en concepto de arbitrios municipales.
 
Tan solo se registraron 24 fallecimientos en 27 meses. Aunque realmente cuesta creer que se produjeran tan pocas muertes entre las aproximadamente 50.000 personas internadas en Orduña en esas condiciones extremas, teniendo en cuenta, además, que los inviernos de 1938 y 1939 fueron especialmente duros. Los testigos, por su parte, afirman que las muertes eran muy habituales, sobre todo las producidas como consecuencia del hambre, del frío, de la falta de asistencia médica o de los golpes de los guardianes. Todas esas de las que no hay rastro en los registros.
 
-Joseba Egiguren, autor del libro "Prisioneros en el Campo de Concentración de Orduña (1937-1939)".
 



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