Ricardo Robledo
Centrar cualquier balance sobre el período republicano principalmente en el número de muertos o heridos graves nos devuelve una realidad amputada. El libro ‘Fuego cruzado’ plantea un sujeto histórico sin adherencias, encerrado en una burbuja donde se ha congelado el tiempo
El libro Fuego cruzado, de Manuel Álvarez Tardío y Fernando del Rey, plantea un sujeto histórico sin adherencias, encerrado en una especie de burbuja donde se ha congelado el tiempo. Todo se limita al paréntesis entre el 17 de febrero y 19 de julio de 1936. Sin embargo, esta opción plantea algunos puntos ciegos. Como ya se preguntaba el socialista Rodolfo Llopis en las Cortes del 15 de abril de 1936: “¿Por qué todo debe empezar el 16 de febrero como si antes de esa fecha no hubiera existido nada?”. En efecto, la violencia de la etapa del Frente Popular no se entiende sin el precedente del Bienio Negro, desaparecido o soslayado del escenario. Al fin y al cabo, son las experiencias vividas las que sirven para definir las actitudes y adecuarlas a las expectativas que crecieron radicalmente tras la alternancia política fruto de las elecciones de febrero (Robledo, 2022).
Con esta metodología se altera la importante responsabilidad como victimarios atribuida a las fuerzas de orden público para pasar a un lugar secundario: las izquierdas serían cinco veces más responsables por número de víctimas que las derechas si nos fijamos en el total de intervenciones policiales. Un giro radical que permite subir peldaños en el descrédito del periodo republicano. Sin embargo, en cuanto a las víctimas, las de izquierdas supondrían un 70 por ciento más que las de derechas, pero no, como uno pensaría, por la mayor eficacia del armamento, sino debido al mayor empuje inicial de las izquierdas y su combatividad.
Las dudas metodológicas se basan también en las fuentes. Ciertamente el relato se sustenta en documentos, si bien el recurso a la prensa es más importante de lo que los autores admiten. El documento por sí solo, como es obvio, no concede garantía de objetividad. Por ejemplo, y no es un caso aislado, los disturbios del 31 de mayo en Aranda de Duero están basados exclusivamente en la carta privada de un amigo monárquico a Calvo Sotelo, recreándose en el relato de “la turba” de “desarrapados del campo, incultos, borrachos y soliviantados ahora por las prédicas de agitadores forasteros”.
Algunas de estas críticas ya las anticipaba Nicolás Sesma, al incluir Fuego cruzado en una corriente de opinión en la que criticar cualquier aspecto de la República es hacer historia objetiva y reivindicar alguna de sus medidas y reformas hacer historia ideológica. Como señala el profesor de la Universidad de Grenoble, tres grandes problemas ponen en cuestión el conjunto del estudio y lastran sus conclusiones: los sesgos interpretativos, la metodología y la ausencia de perspectiva comparada. Sin embargo, los autores se limitan a un alegato genérico desde una fortaleza que se siente asediada. En la réplica se desdeña al profesor Sesma: “(…) No caben las trampas en la Historia (…) El objetivo ha sido contar y analizar la primavera de 1936. Quien nos atribuya otros fines, miente”. Debate imposible: la discrepancia intelectual se toma como ataque personal.
No busque el lector en Fuego cruzado términos como la desigualdad. La medida más importante del periodo para corregirla, la reforma agraria, solo es contemplada desde el ángulo del desorden o el de la presión sindical ‘ilegal’. No se tiene en cuenta que la gran propiedad podía asentarse en el despojo de los comunales, irregularmente adquiridos, es decir, usurpados. Sin embargo, la opinión que vale a sus autores es que la reforma fue “un caos”, un desafortunado juicio de Malefakis en 1970 sin tener en cuenta cómo la mayor movilización de miles de campesinos en la edad contemporánea se pudo hacer sin apenas víctimas graves en Extremadura.
Los autores de Fuego cruzado —que declaran no estar comprometidos ni con los vencedores ni con los perdedores de la Guerra Civil— opinan que el fracaso en frenar la violencia generada por extremistas de la izquierda obrera generó un pánico antirrevolucionario que debilitó el discurso posibilista de la CEDA, empoderó a los monárquicos y falangistas y alentó el golpe de estado. Es decir, la movilización social de izquierdas aparece al final como compañera de viaje de un golpe gestado en abril de 1931 que ya se propuso el 16 de febrero al perderse las elecciones. ¡Ah, la imparcialidad, ese noble ensueño!
Fuente → elpais.com
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