Hospital psiquiátrico de la Cadellada (Asturias), 17 miembros del personal asesinados por las tropas franquistas / Paco Barreira
Emilio
Molina comandante de la 6ª Brigada Navarra carlista, el 19 de octubre
de 1937 en Caravidales dio orden de matar a bayonetazos a 70 prisioneros
republicanos.
La tarde del 22 de octubre, estos asesinos
encontraron al personal del Hospital Psiquiátrico ovetense de La
Cadellada evacuados en el monasterio de Valdediós (Asturias): Enfermos,
médicos, enfermeras, mantenedores, cocineros y limpiadoras, todos, o
casi, afiliados a sindicatos y lo colaboradores del Socorro Rojo.
Asesinarían a 17 de sus miembros.
-El 13 de octubre
los combatientes republicanos consiguieron tomar el hospital, pero
tuvieron que abandonarlo cinco días después, a resultas de una
contraofensiva de sus adversarios. Se llevaron con ellos a los enfermos
que no habían sido recogidos por sus familias y a los trabajadores que
permanecían en el centro, algunos de ellos reincorporados cuando el
equipamiento se resituó en zona republicana y, según parece, bastante
comprometidos con la defensa de la legalidad vigente. En Gijón,
convertida provisionalmente en capital de la provincia al encontrarse
Oviedo en manos de los golpistas, decidieron que la mejor solución
pasaba por trasladar a médicos, profesionales y enfermos a un lugar
apartado en el que pudieran mantenerse a salvo. Eligieron para tal fin
el monasterio de Santa María de Valdediós, que entonces desempeñaba las
funciones de seminario diocesano y había sido abandonado al inicio de la
contienda.
Parece que, durante una larga temporada, la vida
allí fue plácida. Los médicos y el personal de enfermería se instalaron
en las dependencias del propio convento y en los pueblos vecinos. Los
internos ocupaban las celdas del convento. Los hijos de los empleados
acudían a una escuela cercana. Algunas fuentes creen que no toda la
plantilla se mantuvo estable y hubo profesionales que se incorporaron
más tarde y otros que sólo permanecieron allí un tiempo. También se cree
que al monasterio llegaban personas que no poseían ningún trastorno
psíquico, pero necesitaban esconderse o curar las heridas sufridas en
los combates del frente. Mª Paz Pérez, hija de uno de los trabajadores,
recordaría muchos años después que hasta allí llegaron heridos
procedentes de los hospitales instalados en la zona de Covadonga. La
vida transcurrió con relativa tranquilidad hasta que en octubre de 1937,
aproximadamente un año después de la mudanza, comenzaron a llegar
noticias desalentadoras. Las tropas franquistas avanzaban y la defensa
republicana apenas existía.
Por aquellas fechas
hubo profesionales del hospital que optaron por huir, debido al miedo
que tenían a las posibles represalias. Otros se quedaron porque pensaban
que, al fin y al cabo, no habían hecho más que cumplir con su
obligación de funcionarios dependientes de un Gobierno legítimo. Los
primeros temores fundados aparecieron el 22 de octubre, cuando hacia las
tres de la tarde llegaron a Valdediós los soldados del IV Batallón
Arapiles 7, perteneciente a la 6º Brigada Navarra, bajo la tutela del
comandante de caballería Emilio Molina y acompañados por un capellán.
Celebraron una misa y luego se acomodaron en el monasterio. Estaban allí
para quedarse. La convivencia, pese al estupor inicial y contra todo
pronóstico, se desarrolló con normalidad. Los soldados respetaban a los
trabajadores y a los enfermos. Dada la cordialidad imperante, hubo
quienes se confiaron y llegaron a albergar la esperanza de que los
militares sólo quisieran asegurar el control del psiquiátrico. Para su
desgracia, no tardarían demasiado en percatarse de su equivocación.
El
27 de octubre se presentó en el monasterio un hombre vestido de negro,
cuya identidad jamás pudo verificarse, que hizo entrega de una lista al
mando del batallón. Éste, tras leer en voz alta los nombres que
figuraban en ella, detuvo a cinco personas, que fueron trasladadas a la
cárcel de Villaviciosa, y mantuvo confinado en el cenobio a otro grupo.
Por la tarde, alguien ordenó a las enfermeras que preparasen una cena
que habrían de servir a los soldados en una dependencia conocida como la
sala de física, seguramente debido a las lecciones que allí se
impartían cuando el monasterio funcionaba como seminario. Fue en ese
espacio donde se desencadenó el horror. Esa noche los militares,
avivados por el alcohol y la impunidad, obligaron a bailar a las
enfermeras, las desnudaron, las violaron y, por último, las condujeron
junto a otros compañeros del psiquiátrico a un terreno situado a
espaldas del monasterio y conocido en aquellos lares como el prau de don
Jaime. Allí les obligaron a cavar su propia fosa y después les
dispararon. Unas horas después, con la del alba, el batallón abandonaba
Valdediós. En una casa próxima al cenobio vivía Anita Rodríguez,
entonces una niña, que aquella misma mañana bajó con su padre para
averiguar el porqué de los gritos que habían podido escuchar durante la
noche. Se encontraron la tierra movida y vieron cómo sobresalían entre
el barro las extremidades de los muertos. Los verdugos ni siquiera se
habían preocupado de enterrarlos decentemente. Su padre fue expeditivo:
"Esto no puede quedar así". Regresó con una pala y los cubrió. El relato
a media voz de cuanto había ocurrido aquella desgraciada noche en
Valdediós se propagó por la comarca. Los niños de la zona dejaron de ir
por allí a coger castañas.
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