Las anomalías constitucionales de la monarquía
Las anomalías constitucionales de la monarquía
Miguel Ángel Llamas 
 
La Constitución propicia interpretaciones sobre la monarquía que, a modo de válvula de seguridad para las élites, sirven para contrarrestar los avances democráticos 
 
Hace unos días Felipe VI celebró el décimo aniversario de su proclamación como rey y, como en tantas otras ocasiones, los medios de comunicación del establishment aprovecharon para dedicar loas a la institución monárquica. La determinación con que las élites económicas y sus brazos mediáticos apoyan a la monarquía revela hasta qué punto la Corona es un operador institucional al servicio de la oligarquía. Cualquier proyecto político que pretenda avanzar en democracia y justicia social en España debe ser consciente de la necesidad de poner fin a una institución esencialmente contraria a los intereses de la mayoría social. Y para ello hay que comprender su rol en el actual sistema constitucional, comenzando por la letra de la Constitución de 1978.
 

El contenido de varios artículos de la Constitución que se ocupan del rey resulta difícilmente compatible con lo que la comunidad de personas expertas (lo que en derecho solemos llamar “la doctrina”) y la propia norma suprema (artículo 1.3) denomina monarquía parlamentaria. Se trata de auténticas anomalías constitucionales que, durante décadas, la doctrina ha tratado de normalizar con operaciones interpretativas creativas del siguiente tenor: x no quiere decir x, sino y, para que x sea acorde con un sistema democrático. En los últimos años, en cambio, se han extendido otras interpretaciones más ajustadas a la literalidad.

Veamos algunos ejemplos. El artículo 99.1 de la Constitución española, que versa sobre la investidura del presidente del Gobierno, dice que “el Rey, previa consulta con los representantes designados por los Grupos políticos con representación parlamentaria, y a través del Presidente del Congreso, propondrá un candidato a la Presidencia del Gobierno”. Aunque es el Congreso el que elige (otorga la confianza) al presidente del Gobierno, la decisión de proponer al candidato tiene una enorme relevancia política, como se ha podido comprobar en los últimos años (por la gestión de los tiempos, por las percepciones de legitimidad que genera, etc.). A la vista está que una decisión que afecta de lleno al principio democrático no puede estar en manos de un jefe de Estado sin legitimidad democrática. El precepto, interpretado literalmente, conduce a la antidemocrática solución de que es el rey, no el presidente del Congreso, el que propone al candidato.

Más. Dice el artículo 62 h) de la Constitución que corresponde al rey el mando supremo de las Fuerzas Armadas, a la vez que el artículo 8 de la Constitución otorga a las Fuerzas Armadas una suerte de estatus de autonomía (la ubicación de este último precepto, al margen del título que regula el Gobierno y la Administración, es otra anomalía). Aunque es cierto que al artículo 97 de la Constitución atribuye al Gobierno la dirección de la Administración militar y de la defensa del Estado, no deja de ser inquietante que el rey ostente el mando supremo de las Fuerzas Armadas. Lo que se sabe (y lo que no se sabe a estas alturas) sobre el 23-F pone de relieve el alcance del problema.

Sobradamente conocida es la irresponsabilidad e inviolabilidad del rey que establece el artículo 56.3 de la Constitución. Las interpretaciones que han hecho el poder judicial y otros órganos constitucionales de este precepto en los últimos años son disparatadas: consagran la más absoluta impunidad y la ausencia de rendición de cuentas del jefe del Estado ante graves hechos que son públicos y notorios. Podríamos decir que, cuando pintan bastos, la carta de la aplicación literal de la Constitución es ganadora, aunque ello suponga pisotear los principios más básicos de un Estado democrático de derecho. Por cierto, también cabe preguntarse por el significado de que la Justicia se administre en nombre del rey (artículo 117.1 de la Constitución) y su impacto en el funcionamiento y la cultura organizativa del poder judicial.

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Tampoco debería pasar desapercibida la función atribuida al rey de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones (artículo 56.1 de la Constitución). Moderar supone evitar excesos (¿también los excesos democráticos?). Arbitrar implica resolver conflictos. ¿Con qué legitimidad democrática? ¿En qué supuestos? ¿Sin transparencia ni rendición de cuentas? El partidario discurso que Felipe VI pronunció el 3 de octubre de 2017 es un ejemplo de los problemas que plantea esta función constitucional.

Es verdad que algunas de las constituciones de otras monarquías parlamentarias también contienen elementos poco democráticos, pero quizás puedan explicarse por la evolución histórica de sus sistemas constitucionales. En este sentido, no hay que olvidar que la Constitución de 1978 configura la monarquía después de una dictadura, siendo republicana la última experiencia democrática en España.

Pareciera que la Constitución española de 1978 conserva no pocos resquicios de la denominada monarquía constitucional, un estadio evolutivo anterior a la monarquía parlamentaria en el que la soberanía era compartida por el rey y el parlamento. Analizar críticamente la regulación constitucional de la Corona sirve para comprender que el principio monárquico es una traducción institucional del principio oligárquico en el sistema constitucional español. Nunca hay que confundir el deseo con la realidad: la Constitución propicia interpretaciones sobre la monarquía que, a modo de válvula de seguridad para las élites, sirven para contrarrestar los avances democráticos.


Fuente → diario.red

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