La literatura del exilio republicano de 1939
La literatura del exilio republicano de 1939
Fernando Larraz
Ilustración: _artelen

 

En ocasiones, tomamos decisiones que no parecen importantes y que, sin embargo, marcarán nuestro destino. Me ocurrió cuando, en mi último año de la licenciatura en Filología Hispánica, me matriculé en una asignatura titulada “Literatura del exilio republicano de 1939”. Acababa de llegar a la Universidad Autónoma de Madrid procedente de Salamanca gracias a un programa de intercambio Séneca. En aquellas clases descubrí que, después de tres años de carrera, ignoraba la existencia de un corpus de textos y autorías que ponía del revés todos mis esquemas de la literatura española del siglo XX. Junto a ello, se desveló también una problemática a la que más de veinte años después sigo dándole vueltas.

Al final del cuatrimestre, decidí pedir al profesor de aquella asignatura, Francisco Caudet (Castellón, 1942), que dirigiera mi tesis y avalara mi candidatura al programa FPU de ayudas de investigación predoctoral. Tampoco podía entonces imaginar que, con el tiempo, aquel profesor sería no solo el director de mi tesis, como yo deseaba, sino un maestro y un amigo en el sentido más pleno de ambas palabras. Hoy sé que también ha sido una de las personas que más ha influido en mi biografía profesional y personal. Era 2003 y, por entonces, aún vivían algunos exiliados, a quienes alcancé a conocer en las primeras conferencias, cursos y congresos a los que asistí. Después de doctorarme y trabajar en universidades del extranjero durante algún tiempo, en 2008 conseguí un contrato postdoctoral en la Universidad Autónoma de Barcelona, dentro del Grupo de Estudios del Exilio (GEXEL), del que soy miembro desde entonces. Allí aprendí a trabajar en grupo bajo la dirección de Manuel Aznar Soler (Valencia, 1951), por cuyo magisterio y amistad me siento también inmensamente agradecido. Dudo que alguien haya tenido más suerte que yo con sus maestros y no me refiero solo a la sabiduría de ambos, sino a una forma modélica de ser universitario que he intentado seguir como docente e investigador.

Cuando di los primeros pasos en mi tesis, todavía quedaba mucha información por conocer: textos inaccesibles, autorías de las que nada se sabía, noticias contradictorias. Pero me pude beneficiar del trabajo de exhumación que, desde los años setenta, se había llevado a cabo primero, individualmente, por algunos investigadores inconformistas, como el propio Caudet, y luego, colectiva y sistemáticamente, por el GEXEL desde su fundación en 1993 bajo la dirección de Aznar Soler. También nos ha ayudado la labor de fundaciones, como la de Max Aub en Segorbe, que cuando aún era joven e inexperto me concedió una beca de investigación. De hecho, tengo la impresión de que mi generación ―quienes comenzamos a estudiar el exilio en la primera década del siglo― hemos participado de un cambio: de una fase enciclopédica, en la que era preciso sobre todo divulgar registros (ediciones, diccionarios, nombres, biografías, facsímiles, epistolarios, fondos archivísticos…), se pasó a otra más analítica, en la que hemos focalizado nuestros esfuerzos en dar con métodos y preguntas que proporcionen vías de interpretación del corpus del que disponemos.

En todos estos años, he aprendido y reflexionado acerca de múltiples aspectos relacionados con la narrativa, las revistas, el campo editorial y las redes intelectuales del exilio republicano de 1939; sobre su recepción en España y sobre su lugar en la historia literaria; y sobre los conceptos centrales de la condición exílica tal como aparecen en su producción cultural: nación, tiempo, modernidad, memoria, historia… Estas líneas de fuga han centrado mi interés; les he dedicado tiempo, palabras, lecturas y viajes. Sin embargo, tengo la sensación de que, después de los años, he acumulado más preguntas que certezas.

Puedo decir, con todo, que he llegado a fijar algunos principios que van dejando de ser hipótesis para convertirse casi en axiomas para mí. El primero es que el exilio intelectual es una pieza clave para ajustar los debates acerca de los proyectos de nación en la actualidad, ya casi en el segundo cuarto del siglo XXI. Nunca he tenido la sensación de hacer erudición, ni de tratar con un objeto ajeno a mi mundo, a un pasado consumado como si fuera la batalla de Salamina. Paradójicamente, a medida que celebramos aniversarios del exilio, me parece que las cuestiones que suscita son más actuales. De la interpretación que damos al exilio republicano de 1939 depende, en gran medida, nuestro diagnóstico del presente y viceversa. Esa interpretación no solo sirve para demarcar límites entre las opiniones seudodemocráticas de las derechas postfranquistas y los distintos proyectos progresistas, sino también entre las posiciones de una progresía conformista y celebratoria de nuestra democracia y de una izquierda inquieta que seguimos aspirando a un Estado laico, igualitario y republicano. Por eso, nada más ajeno a la neutralidad del exilio literario de 1939. Su mera consideración como objeto de estudio genera controversias y sigue teniendo unas profundas connotaciones políticas, deseables para avivar, desde la academia, debates honestos, complejos y necesarios. Para mí, conocerlo implica reivindicarlo como un proyecto posible de país que, con todas sus contradicciones, quiso mantener vivas tras la guerra las más dignas tradiciones intelectuales de finales del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX. Implica también defender que la mayor parte de lo mejor del país ―intelectual y políticamente― se fue para salvar su vida, pero también para perseverar en sus principios. Por el contrario, quienes se quedaron se vieron obligados a someterse con más o menos agrado a los presupuestos dictados por el régimen y a participar de esa ruptura con la cultura republicana impuesta mediante la represión.

Otro aspecto del que cada vez estoy más convencido es la necesidad de resistirse a que el exilio literario sea integrado como una pieza más de la cultura española del siglo XX. La discriminación fue una condena a la que la dictadura sometió a quienes fueron expulsados de España por sus ideales. Pero la expulsión también los benefició con la independencia, la legitimidad y la perspectiva que otorgan los márgenes y las periferias. Me he opuesto con tanta vehemencia al olvido, el estigma y la negación que sufrió el exilio durante el franquismo y la transición como a la normalización de la literatura del exilio dentro de “una” literatura española. Me parece fundamental defender su especificidad y su diferencia. Si me interesa el exilio es porque permite estudiarlo como otra cosa distinta de la literatura del interior, infectada por la propaganda, la intervención estatal y la censura.

En consecuencia, considero importante no cejar en la apelación al valor que tiene la cultura y el pensamiento del exilio como un conjunto que es, al mismo tiempo, heterogéneo y coherente. Aquella fascinación que sentí cuando me asomé por primera vez a la lectura de Max Aub en primavera de 2003 sigue intacta después de muchas otras lecturas. Claro que no todo lo publicado en el exilio es excelente, ni mucho menos, pero creo que los valores literarios del conjunto se basan en una literatura responsable que apela a la resistencia, la memoria y el testimonio, a cuyo servicio se ponen grandes dosis de imaginación, novedad y libertad creativa y de diálogo con la tradición. Nada de ello era posible en la literatura del interior.

No obstante, es preciso distinguir entre los ideales republicanos que representa el exilio, con cuya base general simpatizo, y la necesaria objetividad con la que debemos afrontar un objeto de estudio y respecto de la cual es imprescindible mantener una sana distancia. No debe obviarse que, de nuevo como conjunto, el exilio ha de ser entendido como un fracaso, un fracaso trágico, porque su trabajo por pensar contra la dictadura no devino en la España que propugnaban. Si miramos de cerca los registros del exilio, además, descubrimos que, entre las mujeres y hombres de letras hubo no pocas renuncias, mezquindades, abusos, enfrentamientos, transacciones, errores… Sobre todo ello prevalece el hecho de que la crítica a la República y al exilio está en la misma producción cultural del exilio republicano, que lejos de ser de ser complaciente consigo misma, entiende la crítica como una forma de lealtad a sus principios.

Considero también que la historia cultural del exilio es un campo profundamente interdisciplinar, que necesita de las herramientas de la historia literaria e intelectual, la teoría literaria y los estudios culturales, pero también debe internarse en la historia política, la sociología, la filosofía… He sido testigo de cómo su conocimiento se ha enriquecido con las perspectivas de los estudios postcoloniales y de género. En la práctica, esto nos ha permitido entablar diálogos entre colegas de diversos campos. De acuerdo con mi experiencia, el exilio no solo pone a quien lo investiga ante una diversidad de puertas, sino que también le otorga herramientas metodológicas con las que penetrar más cabalmente en otras líneas de investigación.

En este sentido, debo al estudio de la literatura del exilio el privilegio de formar parte de una comunidad científica amplia e interdisciplinar, especialmente capacitada para colaborar en proyectos colectivos, en la que nos encontramos gentes de varias generaciones que tenemos lazos estrechos de amistad y compromiso. Muchas de mis mejores amigas y amigos integran, de hecho, esta comunidad: coincidimos con frecuencia en congresos, jornadas y seminarios, en publicaciones colectivas, en proyectos de investigación. Objetivamente, los trabajos que producimos son cada vez más interesantes y mejor informados, más audaces, inteligentes y complejos. La investigación sobre la literatura del exilio en los últimos tres o cuatro lustros muestra un vigor extraordinario. Es una comunidad que no cesa de ampliarse con la incorporación de jóvenes y brillantes investigadoras ―como la directora de esta revista― dotadas de una estimulante inquietud intelectual y de una admirable vocación por saber; personas a quienes nos importa el pasado y escuchar las voces de quienes lo sufrieron para orientarnos mejor en nuestro presente.


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