Un marzo entre memorias, antídoto frente a ‘la neolengua’
Un marzo entre memorias, antídoto frente a ‘la neolengua’
María García Yeregui 
 
‘El Gran Hermano’ continua con la peligrosa deformación y banalización de las realidades encerradas en la palabra ‘terrorismo’. 
  
Estamos inmersas en la travesía de marzo, y desde la memoria presente que empuja otro futuro posible, nos volvimos a manifestar, un año más, el simbólico día 8 de Marzo por los derechos de las mujeres. Una jornada internacional de empuje a nuestras luchas feministas por el fin de la dominación patriarcal. Nos acompañó, en esos días, la emoción por la declaración del aborto como derecho constitucional en Francia y la angustia por el incremento continuado, en nuestros territorios, de la violencia ejercida por la reacción machista —durante el año pasado se registraron en este país 102 femicidios, y en lo que va de año (hasta el día 8), han sido asesinadas 14 mujeres más—. 
 

Nos manifestamos, por tanto, este 8M después de haber vivido la movilización del ‘se acabó’, espetado al poder impune del abuso en sus diferentes formas —que se lo pregunten a Luis Rubiales—, y con el consentimiento en el centro de la sentencia judicial condenatoria a Daniel Alves. Pero lo hicimos también teniendo que escuchar, primero, a Javier Milei, en la apertura del curso en el Congreso como presidente argentino, tras sus declaraciones persecutorias contra el derecho al aborto legal, seguro y gratuito conseguido en Argentina el inolvidable diciembre de 2020, y, después, a Isabel Díaz Ayuso, en la convención del Partido Popular europeo de Rumanía, confundiendo los diversos legados históricos de la vieja Europa y expresando su deseo de obligar a las mujeres a tener hijos indeseados. 

Un aniversario indeleble en la memoria del antifranquismo: el 2 de marzo de hace 50 años, la dictadura reaccionaria y nacional-católica del General Franco mataba a Salvador Puig Antich

En ambos referentes de la conjunción actual entre el nacionalismo derechista fascistoide y el neoliberalismo post2008, pudimos observar cómo su manoseada ‘libertad’ se esfumaba. Una libertad evaporada cuando no es adulterada en y por el mercado, desaparecida cuando no es sinónimo de éxito y privilegios sin límites para los exitosos. Por supuesto, a dúo y con el fin de ganar protagonismo sin descanso, lanzaron su demagogia específica para el 8M, con el fin de alimentar y recoger los votos de la reacción machista, a través de la figura del “hombre discriminado” como consecuencia de los avances del movimiento feminista por la igualdad.

Y, así, atravesamos marzo, el sexto mes consecutivo del exterminio que está siendo perpetrado, ante nuestros ojos, por el Estado israelí en Gaza. Un marzo con el vigésimo aniversario del 11M y las elecciones de aquel 14 de marzo en nuestra memoria colectiva, mientras la ley de amnistía al procés se aprueba en el Congreso. 

Hubo, no obstante, una tercera memoria que se activó al arrancar el mes, cuando no quedó en el olvido un aniversario indeleble en la memoria del antifranquismo: el 2 de marzo de hace 50 años, la dictadura reaccionaria y nacional-católica del General Franco mataba a Salvador Puig Antich. Fue el último preso ejecutado a garrote vil, aquel método de muerte que marcó la historia del país, junto a otros compartidos con el mundo: la hoguera, primero, el fusilamiento, después… como cantara a rebosar de humor negro Javier Krahe en 1980 —el disco Valle de lágrimas—, tras la última década del régimen franquista y sus presos condenados a muerte —desde el juicio de Burgos en 1970 hasta las últimas ejecuciones de septiembre de 1975, a menos de dos meses de la muerte del dictador—.

“Qué putada”, exclamó el militante del MIL (Movimiento Ibérico de Liberación), con sus 25 años, cuando vio los artefactos del verdugo. Él, su vida y su muerte, se convirtieron en uno de los últimos hitos de la lucha por la libertad —repitámoslo ahora que el paradigma neoliberal recargado la adultera con mayor fuerza—. La muerte de Puig Antich fue una de las últimas sentencias capitales de la sangrienta dictadura cívico-militar que terminó sus días matando, fiel al pacto de sangre con que comenzó sellado en la última guerra civil, tras el parcial fracaso del golpe de Estado de 1936. 

Hijo de la clase trabajadora barcelonesa, Antich era anticapitalista, antifascista y anarquista colectivista. Tengámoslo presente en estos tiempos en los que, a través del neocolonialismo norteamericano —la influencia cultural acrítica que nos explicara Eduardo Galeano, desde el cono sur, el siglo pasado— la reacción ultraneoliberal se ha apropiado hasta del término ‘libertario’ y ha inventado eso del “anarcocapitalismo”. 

A Salvador Puig Antich lo condenó a muerte un consejo de guerra. Fue la justicia militar la que lo juzgó —tras ser detenido herido de bala— con el fin de ejemplificar el poder dictatorial, en su declive, y volver a disciplinar con la muerte, como tantas veces desde julio del 36. La dictadura lo hizo responsable de la muerte del policía que falleció por las balas cruzadas en el tiroteo que tuvo lugar entre el comando de la brigada político-social y los militantes del MIL que querían detener. El franquismo iba a morir como había nacido, matando —lo había demostrado en el Proceso de Burgos y lo confirmaba tras el atentado de ETA que acabó con el presidente del gobierno dictatorial, el almirante Carrero Blanco, el 20 de diciembre de 1973—. Debido a todo ello, la imputación de Puig Antich fue por ‘terrorismo callejero’, lo que impidió que fuera juzgado por un tribunal penal civil y motivó su proceso militar.

Tenemos presente la memoria cuando Aznar, en los aniversarios de sus infamias, continúa con la indecente mentira: “Ningún documento afirmó la responsabilidad yihadista”

Cincuenta años después del crimen de Estado legalizado del catalán anticapitalista, lo cierto es que, en esta democracia liberal en la que vivimos, el país tiene un problema con el derecho a la protesta y ‘el derecho penal del enemigo’. Lo tenemos legislativamente —ley Corcuera, ley Mordaza, leyes antiterroristas aplicadas a delitos de opinión— y lo tenemos en la justicia, un poder del Estado cuyos cuerpos no vivieron un proceso de ruptura democrática, ni durante ni después de la transición. No es la única causa pero la misma genera dinámicas profundas que el resto de la vieja Europa nos recuerda sin tregua. Contamos con muchos ejemplos. El último, la resolución del Supremo, después del dictamen de los Fiscales, que elevó a juicio el caso de Tsunami Democràtic por ‘terrorismo callejero’, con imputación incluida a Puigdemont, una semana antes del segundo y definitivo intento de aprobación de la ley de amnistía al procés.

En este caso, ‘el ministerio de la verdad del Gran Hermano’ (1984, G. Orwell) continua con la peligrosa deformación y banalización de las realidades encerradas en la palabra ‘terrorismo’. Primero fue de la mano de instancias judiciales como García-Castellón, a las que se sumaron los fiscales del Supremo, para terminar siendo la sala de lo penal del tribunal Supremo a cargo del juez Marchena. Todo en el contexto de una reacción en diversas instancias del poder judicial afirmando que con la ley de amnistía al procés “la democracia puede estar en peligro”. 

Era aventurado pensar que el corporativismo estructural del poder judicial del ‘régimen del 78’ iba a llegar tan lejos, incluso con la sentencia del Constitucional respecto a la inconstitucionalidad del Estado de Alarma durante la pandemia. Podíamos inferir que en cuestiones tan de concepto la marca problemática generalizada se quedaba para cuestiones del pasado: la impunidad de los crímenes de lesa humanidad de la dictadura; en los problemas que nos da el patriarcado en la ‘normalidad’ de este poder del Estado —sentencia de la Manada— y en su ‘reacción’, con la aplicación de la ley del sólo sí es sí; o en las numerosas cuestiones particulares que comprenden multitud de casos de la vida de militantes y sindicalistas, las impunes torturas denunciadas —especialmente en Euskadi—, la inmunidad del racismo y clasismo policiales en actuaciones sobre jóvenes politizados, de sectores populares, población gitana y migrantes. 

Pese a todas esas realidades, costaba imaginar, cuando Feijóo era entrevistado en Espejo Público —antes de que Puigdemont descubriera, al afectado público olvidadizo, que él sí podría otorgarle un indulto o, quién sabe, hasta una amnistía, pero de las constitucionales— que el corporativismo judicial conservador, hiperventilando para defender el resultado de la judicialización del procés, iba a legitimar la instrucción de García-Castellón con la imputación de ‘terrorismo callejero’. 

El líder del PP, aún sin la fortaleza de la mayoría absoluta en Galicia, ante las preguntas de Susana Griso, continuó con la adulteración de las palabras que nos contienen como sujetos: “el terrorismo es terror, y en Cataluña hubo días de absoluto terror”. Unas palabras adulteradoras que fueron avaladas por el tribunal Supremo un mes después. Vuelve entonces a la memoria ‘la neolengua del ministerio de la verdad’ en el gobierno del ‘Gran Hermano’, según la cual “la guerra es la paz, la libertad es la esclavitud y la ignorancia es la fuerza”. 

Da para mucho esa triada mirando al mundo hoy: pienso de nuevo en ‘la libertad’ dentro del discurso de Milei, en el uso occidental de ‘guerra’ respecto al exterminio en Gaza, en la utilización israelí de ‘terroristas’ respecto al pueblo palestino, en el concepto de ‘genocidio’ distorsionado y monopolizado por el Estado ocupante mientras el sionismo lo ejecuta, matando a más de 31.000 personas registradas —datos del 13 de marzo—. 

‘Terrorismo’, dicen, a días del 20 aniversario de las bombas en los trenes de Atocha y la falsedad en la autoría por la cercanía de las elecciones generales del 14 de marzo. La realidad fue que para no perderlas, el PP pretendió hacer creer al país que había sido ETA, después de las grandes movilizaciones contra la guerra de Irak en la que nos había metido Aznar —“vuestra guerra, nuestros muertos” gritamos aquella noche, víspera de la jornada electoral ante la indignidad de aquellos días—. Mentir oficialmente sólo por seguir en el poder, y articular una trama de conspiranoia mediática durante años, con los 202 muertos del atentado de Al Qaeda por medio, para desacreditar las mentalidades rivales en una nueva apropiación histórica del país. 

No ha estado mal traerlo a la memoria en esta actualidad, cuando Feijóo hace referencia a la psicología patológica de Sánchez, arropado por la posverdad pandémica que puso a circular Ayuso sobre ‘la libertad’, a coro con una caricatura demonizada de la “tiranía y dictadura del gobierno social-comunista”, primero, y “sanchista” después. Lo tenemos presente cuando vemos a Aznar declarando que Sánchez hizo una “declaración de guerra ”, mientras en los aniversarios de sus infamias continúa con la indecente mentira a través de su think tank: “ningún documento afirmó la responsabilidad yihadista”. Desde aquellos polvos, resistiremos estos lodos.


Fuente → elsaltodiario.com

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