
795 republicanos presos en el fuerte de San Cristóbal, el 22 de mayo de 1938, protagonizarán la mayor fuga penitenciaria / Paco Barreira
A
los 18 años Edmundo Méndez era profesor mercantil y condenado a cadena
perpetua. Como a todos los de entonces, su tiempo le arranco de la
adolescencia y de la vida en libertad. Las convicciones se le afilaron,
los acontecimientos se precipitaron y recién cumplida la mayoría de edad
concluyó que no tenía más remedio que levantar su fusil. Cursaba el
servicio militar en A Coruña cuando decidió tomar parte en un
contragolpe a la sublevación franquista de 1.936. Fracasó. Capturado,
fue enviado al monte de Ezkaba, al norte de Pamplona. Allí, junto a
otros 794 presos, protagonizaría el mayor intento de fuga de la historia
carcelaria europea. Nunca antes, y nunca después, tantos hombres
intentaron asaltar la libertad. Huían del que más tarde sería bautizado
como el Mathausen español.
La prisión
de Ezkaba puede verse desde la ciudad de Pamplona, un edificio ruinoso
que se alza sobre el monte a lo lejos y, sin embargo, su historia ha
permanecido sepultada durante décadas, como si la vegetación que ha ido
creciendo sobre la piedra hubiese bastado para ocultarla. Así, época y
silencio aplastaron un relato que fue noticia en el New York Times pero
leyenda de transmisión oral y clandestina en la España franquista. El
regreso de la democracia tampoco lo recuperó. "Una gran persecución ha
comenzado esta noche detrás de las líneas de la España insurgente para
900 de los 1.500 prisioneros que escaparon de la prisión de San
Cristóbal, en Pamplona, en un espectacular levantamiento", contaba el
diario del país norteamericano en su edición del 24 de mayo de 1.938. La
mayoría cumplían condena por ser comunistas, sindicalistas,
socialistas, nacionalistas vascos, simpatizantes de la izquierda...
"rojos". Partidario del socialismo, Edmundo estaba allí. Pero todo había
comenzado a gestarse mucho antes.
Ezkaba
fue el lugar elegido a finales del XIX por el gobierno de Cánovas del
Castillo para edificar un nuevo fuerte militar. Uno que completara la
protección de la zona próxima a los Pirineos después de las Guerras
Carlistas. Le llamaron Fuerte de San Cristóbal, aunque apenas tuvo
tiempo de ejercer como tal. La guerra no regresó hasta que la aparición
de la aviación lo convirtió en un edificio inútil para la batalla. Y
así, a medida que las brechas se ensanchaban y difuminaban las
conciencias, el fuerte, construido para otro fin, se fue convirtiendo en
una de las prisiones más terribles del país.
"Mire,
allí se despertaba uno por la mañana y el que tenía al lado aparecía
con la barriga totalmente hinchada", llena de la inflamación de la
muerte por inanición, contaba Ernesto Carratalá García, hijo del primer
teniente coronel muerto en Madrid por oponerse al golpe del 36, en el
documental "Ezkaba. La gran fuga de las cárceles franquistas" (Iñaki
Alforja, 2.006). Ernesto era también sobrino del poeta Luis Cernuda y un
joven soñador, a punto de unirse a la compañía de García Lorca, cuando
fue detenido. También acabó en San Cristóbal.
La
prisión de San Cristóbal estaba parcialmente enterrada en el monte de
Ezkaba. Contaba con celdas subterráneas en las que la luz solo entraba
por un minúsculo cuadrado superior, tal y como si se colara por el hueco
de una chimenea. El lugar era conocido como la Brigada Número 1.
En
aquel espacio la única cama era el suelo helado de piedra, las mantas
eran escasas y en los pasillos se acumulaban los orines, porque tampoco
había baños. La Brigada Número 1 se convirtió en el escalón más próximo a
la muerte, que borraba durante días la vista de los presos que pasaban
en ella una temporada, que mataba de tuberculosis, que precedía a veces
al fusilamiento.
Aunque en San
Cristóbal los fusilamientos parecían obedecer al azar, morir era una
constante. El investigador Fermín Ezkieta, autor del libro Los fugados
del Fuerte de Ezkaba, afirma que "había una muerte lenta en el interior.
Por hambre, por tuberculosis. Día sí, día también moría alguno." Meses
antes de que se ejecutara la fuga, el subdirector de la prisión había
sido destituido. Agravaba las penurias al quedarse con el dinero para la
comida de los reclusos y tejió una red corrupta, con un economato
interno, que promovía el mercado negro de productos. Fue así como los
días en la prisión semienterrada se fueron confirmando como
incompatibles con la superviviencia y la desesperación se fue
transformando en energía. La única salida era construir una salida. Pero
en la huida que inspiró la película La Gran Evasión trataron de escapar
76 presos. Ellos eran muchos más. Si todos querían salir, el plan debía
ser perfecto.
Durante meses los
presos gestaron un plan. El rumor se extendió por la cárcel. Algunos lo
habían oído, otros se sorprendieron tanto como los propios guardias. La
noche del 22 de mayo de 1.938, un grupo de reclusos asalta a los agentes
que les llevan el rancho y ponen en marcha la fuga aprovechando que a
la hora de la cena los pasillos están más despejados.
Leopoldo
Pico se disfraza de Guardia Civil con la ropa de uno de los asaltados,
sale de la celda y engaña a los vigilantes. Él será quien les convenza
de abrir el rastrillo, la enorme puerta metálica que echaba el cierre a
San Cristóbal. Los demás miembros se escabullen hasta la cocina y el
comedor, donde las armas de sus captores reposan en un armario. En un
giro rápido, los presos pasan a ser quienes tienen las armas. Llegar
hasta ahí ha sido un camino basado en el sigilo, tratando de no herir a
nadie, pero descubiertos por un guardia, antes de que grite, le golpean
en la cabeza con una herramienta. Será la única baja en ese bando.
"Mi
padre siempre contaba que le había impresionado mucho el valor que le
echó un grupo de presos de Pontevedra, que subieron por unas escaleras a
pecho descubierto. Ellos solo llevaban unas porras hechas con latas
contras guardias armados con fusiles", dice Fidel, hijo de Edmundo
Méndez. "Creemos que él (Edmundo) formó parte del grupo que actuó en las
cocinas".
Una duda recorre entonces a
los reclusos que encabezan la fuga. El pequeño grupo que ha tramado el
plan ya no domina por completo su ejecución, a la que se han ido sumando
muchos otros. No saben si liberar a todos los presos, incluidos los
comunes, o solo a los que, como ellos, cumplen condena por sus ideas,
tal y como habían pensado hacer en un principio. Deciden finalmente
abrir todas las puertas y con los vigilantes del comedor como rehenes
obligan al resto de guardas del fuerte a bajar las armas. Ha empezado:
las puertas están abiertas, es el momento de correr.
En
el frenesí algo más se tuerce. Un rehén logra esfumarse entre la
confusión y corre monte abajo, hacia el pueblo, para alertar a los
militares. Su voz pone en marcha la respuesta y camiones y guardas con
focos arrancan hacia la prisión. Los presos, que contaban con tener la
noche por delante para correr hacia la frontera, entienden ahora que
todo será aún más difícil de lo que esperaban. Y surgen las dudas.
Algunos ven el plan tan perdido que regresan a sus celdas, se
autoencierran; pero de los 2.500 reclusos, 795 se envalentonan y deciden
lanzarse a correr. La voz de un hombre resume el sentir de muchos:
"prefiero que me peguen un tiro en el monte a esta muerte lenta, esta
agonía", señalan los investigadores que exclamó un preso cuyo nombre no
conocemos. Después cruzó la puerta.
Se
desata la carrera. Tras ellos van requetés, militares, guardias civiles
e incluso algunos vecinos de los pueblos próximos que suman sus armas a
la persecución. Algo más de 50 kilómetros les separan de Francia.
La
huida precipitada desbarata las rutas iniciales. Ya solo se trata de
intentarlo. Los perseguidores cortan algunos puentes y bloquean el paso
por otros puntos en los ríos. El grupo de Edmundo, compuesto por
alrededor de una decena de hombres, se ve atrapado a unos kilómetros del
fuerte. En su camino se cruza un río. Buscan cómo cruzar al otro lado,
pero el rumor de sus perseguidores va creciendo a sus espaldas. Suenan
disparos, carreras, ladridos y gritos, cada vez más próximos. Rendido,
el grupo decide enterrar en el monte su único fusil y son detenidos de
nuevo. Todavía quedan centenares de fugitivos, pero llevan meses sin
apenas comer y muchos corren descalzos. Sus perseguidores abren fuego.
Matan a 206 reclusos y logran capturar a todos los demás. A todos, salvo
a tres.
En sus relatos a la prensa
francesa y estadounidense, estos tres jornaleros de profesión "cuentan
que alcanzan la frontera caminando por las noches y escondiéndose
durante el día. Se alimentan de lo que pueden: caracoles, babosas y
algunas plantas", narra el historiador Fermín Ezkieta. Su vida renacerá
al otro lado de la frontera.
De vuelta
a la prisión, los militares piensan cómo impartir una lección que nadie
olvide. Identifican a los 14 que consideran responsables de organizar
la fuga y deciden fusilarles en el centro de Pamplona, en público, para
enviar un mensaje. Según algunas fuentes, morirán cantando la
Internacional. "Mi padre se libró porque él era muy miope y usaba unas
gafas muy gordas. Corriendo por el monte las perdió y los guardas no le
reconocieron", aclara Fidel. Nunca una miopía enfocó con tanta precisión
tantas vidas. Salvó la de Fidel, sus hermanos y todos sus
descendientes.
Los demás que osaron
fugarse y no fueron tiroteados en la huida acabaron en la Brigada Número
1. Durante días no se les dio de comer, apenas unon mendrugos de pan
que les pasaban sus compañeros de fuera. Años después muchos lograrían
salir de prisión pese a sus condenas a cadena perpetua. Las hambrunas de
1.941 hicieron que la dictadura optara por liberar a presos de todo el
país al carecer de fondos para mantenerlos en la cárcel.
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