
Tras graduarse en ESCAC, Patricia Font (Barcelona, 1978) empezó a trabajar en el equipo de dirección de diversas producciones de cine y televisión. Al cabo de varios rodajes se le presentó la oportunidad de dirigir cuatro episodios de la segunda temporada de la exitosa serie Polseres Vermelles (2013). Desde entonces, su actividad no se ha detenido: Café para quitar (2014), cortometraje ganador de un premio Goya y nominado a los Gaudí, que trata sobre la historia de (des)amor entre Alicia y Javi; Cites Barcelona (2015), una serie coral que aborda la complejidad de las relaciones de pareja, o Gente que viene y bah (2019), una comedia romántica, cuya protagonista es una arquitecta que decide volver a su pueblo y replegarla en su familia excéntrica, una vez se entera de la infidelidad del hombre con quien estaba prometida.
En su último filme, El maestro que prometió el mar –basada en el libro Desenterrando el silencio: Antoni Benaiges, el maestro que prometió el mar (Blume, 2013), que surgió de una investigación conjunta por parte del periodista Francesc Escribano, el fotógrafo Sergi Bernal, el antropólogo Francisco Ferrándiz y la historiadora Queralt Solé–, la directora se adentra en Bañuelos de Bureba (Burgos) en pleno 1935.
Sin embargo, la película no sigue un orden cronológico, sino que arranca en el 2010 cuando una chica llamada Ariadna, interpretada por Laia Costa, recibe una llamada de la representante de una asociación que agrupa a víctimas del franquismo de Bañuelos de Bureba, el pueblo en el que creció su abuelo, Carlos Ramírez. Mientras conversan, la representante le informa de que se ha encontrado una fosa común en el lugar conocido como La Pedraja y que se están exhumantando los cuerpos de víctimas republicanas, asesinadas al estallar el golpe de estado y la Guerra Civil española. Uno de los cuerpos puede que se corresponda con el del bisabuelo de Ariadna y padre de Carlos, Bernardo Ramírez. Por eso se le pide a ella –pues el abuelo, que ha perdido el habla y la memoria, está ingresado en una residencia– que aporte el ADN del difunto.
La película no sigue un orden cronológico, sino que arranca en el 2010 cuando una chica llamada Ariadna, interpretada por Laia Costa, recibe una llamada de la representante de una asociación que agrupa a víctimas del franquismo de Bañuelos de Bureba, el pueblo al que va crecer su abuelo
Antoni Benaiges, un maestro joven republicano de Mont-Roig del Camp (Baix Camp), destinado a una escuela rural de Bañuelos de Bureba en la que estudia Carlos niño, es ejecutado por las milicias falangistas en días posteriores al golpe de estado contra el gobierno republicano de julio de 1936. A partir de ahí, gracias a la revelación de un testigo –Emilio Martínez, quien también había tenido en Benaiges de profesor–, se despliega la hipótesis de que podría haber sido arrojado muerte a la fosa común de La Pedraja y, por tanto, estar enterrado con Bernardo Ramírez.
Ariadna, madre soltera, no parece feliz. La maternidad le produce insatisfacción y, de hecho, ayudar al abuelo a encontrar el cuerpo desaparecido de su padre le da un propósito vital. Desde el momento que intuye qué hilos hay que estirar no se lo piensa dos veces y se va al pueblo en busca de respuestas. Mientras, deja a su hija a cargo de su madre con la que no se aviene nada, porque siente que le ha castrado en el sentido de haberle negado una perspicacia y un ánimo inquisitivo que le eran intrínsecos.
Aulas sin cruces y con imprentas
Enric Auquer, que brinda una interpretación magistral al público, se convierte en el maestro republicano Antoni Benaiges. Característico para dejar fluir un acento genuino, el Benaiges del film es un intelectual idealista que ama su oficio y los niños de una forma inconmensurable. Es irreverente, aunque esta militancia de oposición a las oligarquías conservadoras y al lastre eclesial la ejerza desde la humildad y la inocencia. Por ejemplo, al llegar a la escuela, el profesor retira la cruz de Cristo de la pared como un acto político. "Esto es un aula, no una iglesia", argumenta.
Benaiges, al no ser un ilustrado y un pionero, implementa la metodología pedagógica de Célestine Freinet, que procede de la escuela moderna francesa y consiste en incorporar, en el itinerario educativo, la imprenta, la escritura creativa , la correspondencia interescolar y el asamblearismo. En definitiva, instruir a los alumnos de modo que pivoten en torno a la educación popular y experimental, la libertad de expresión, la cooperación y la creatividad.
“La herramienta principal que necesitamos para publicar nuestros cuadernos es la imprenta”, les asegura el maestro con los ojos húmedos y la ilusión de un niño, animando a que se conviertan en escritores, poetas, cronistas. El educador les pregunta si alguna vez han visto el mar y, ante la respuesta negativa de los niños, les propone llevarlos de excursión a su tierra para que puedan apreciarlo. Al mismo tiempo, les invita a imaginárselo ya describirlo en una redacción. Unos pensamientos manuscritos que culminan en un cuaderno monográfico, titulado El mar: Visión de unos niños que nunca lo han visto , sobre la inmensidad, la belleza y el misterio que encarna.
El protagonista es irreverente, aunque la militancia de oposición a la jerarquía eclesial la ejerza desde la humildad y la inocencia. Al llegar a la escuela, el profesor retira la cruz de Cristo de la pared como un acto político. "Esto es un aula, no una iglesia", argumenta
Desde el principio, las familias de su alumnado se muestran escépticas con el viaje que el profesor promete a sus hijos e hijas, ya que discrepan con los artículos que le publican ciertos diarios en los que vierte, sin tapujos ni equidistancia, una ideología de izquierdas. Ahora bien, los padres y madres acaban ablandándose por la vocación, junto con la pasión, que Benaiges desprende. Se dan cuenta de que tiene un don para contagiar una mirada crítica y una curiosidad insaciable, ingredientes que mantienen despiertos a los niños. Los verdaderos detractores son aquellos que boicotean sus métodos de aprendizaje y lo vetan por practicar el laicismo.
Teniendo en cuenta que la audiencia del filme de Patrícia Font percibe cómo se va agotando su tiempo de vida, justo después de ganarse la confianza de las familias, todo se paraliza y se remueve a la vez. El 19 de julio de 1936, el ejército sublevado toma el control de Bañuelos de Bureba y de Burgos. Todo el vecindario está obligado a deshacerse de cualquier libreto que esté relacionado con el “maestro comunista”. Paralelamente, la comunidad, incluido el alumnado, presencia cómo se llevan a Antoni Benaiges al calabozo, a gritos de rojo, ateo y enemigo de España y, al poco, lo matan, en sangre fría, de un disparo en la cabeza.
En prisión, bajo unas condiciones infrahumanas y de tortura, el joven republicano coincide con Bernardo Ramírez. Era como si ya le hubiera conocido antes; había oído tanto hablar de ello. Ramírez no llega a agradecerle en palabras lo que ha hecho por su hijo Carlos. Él lo había cuidado y había acogido, en su hogar, a una criatura recelosa y enfadada con el mundo, acostumbrada a convivir con la disidencia. Le había enseñado a escribir, para que pudiera responder a las cartas que su padre le enviaba recluido desde la cárcel.
El filme de Patrícia Font enfatiza cómo se va agotando el tiempo de vida de Antoni Benaiges, justo después de ganarse la confianza de las familias y cómo todo se paraliza y se remueve a la vez.
Las despedidas forzadas a las que Carlos está habituado exponen una carencia de amor. Una carencia que agobia y se hace llamativa, pesada. Al menos, Antoni Benaiges, capaz de trascender el muro de la hostilidad, abraza la vulnerabilidad del niño y lo ama como un hijo.
En el transcurso del metraje, lleno de contrastes emocionales, la candidez choca frontalmente con el odio y la violencia descarnada. El pragmatismo irracional avanza posiciones, aplastando los ideales, el romanticismo, la sensibilidad humana, y los personajes sobreviven a la derrota como pueden. Transitan por la culpabilidad, la tristeza, la soledad y la añoranza de la infancia hasta encontrar la paz.
La escena final enmarca al abuelo de Ariadna, que ha vuelto a sufrir un ictus, observando el paisaje marítimo. Ella le hace compañía y advierte su mirada perdida en el horizonte. Pero el rostro se ilumina cuando lee en El mar: Visión de unos niños que nunca lo han visto , uno de los cuadernos que se salvó de la barbarie. “El mar será muy grande, muy amplio y muy profundo. El maestro nos dijo que nos llevaría al mar”, escribía Carlos.
Fuente → directa.cat
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