Juan Antonio Molina
Los poderes fácticos que apoyaron y fueron apoyados para su prosperidad en los años de caudillaje se mantuvieron intactos
En un par de fines de semana encerrados en un hotel de El Escorial, los dos notables del franquismo, Laureano López Rodó y Gonzalo Fernández de la Mora, redactaron de corrido la Ley de Principios Fundamentales del Movimiento. Según sus autores se quiso componer un texto legal en el que “cristalizara el espíritu del ‘Alzamiento’ con perspectivas de futuro.” Años más tarde, y muerto el dictador, López Rodó y Fernández de la Mora fueron dos de los fundadores, entre los que se encontraba también Fraga Iribarne, de Alianza Popular, hoy Partido Popular. El primero representaba la tecnocracia y el segundo –autor del libro “El crepúsculo de las ideologías” – la desideologización y el apoliticismo.
Los poderes fácticos que apoyaron y fueron apoyados para su prosperidad en los años de caudillaje se mantuvieron intactos. Desde un primer momento fueron tenaces en la floración oculta del miedo a la libertad, una libertad que no había existido nunca teniendo en cuenta la duración del régimen franquista. Era necesario por el bien de todos reducir la libertad a algo ya existente. Reforma quiere decir no perder el contacto con el pasado, no dar un salto y que todo lo que dura está justificado hasta cierto punto. La incipiente y débil democracia sólo se abriría camino, como consecuencia, si el sistema se cambiaba sin cambiar los intereses del sistema. De esta forma, las élites económicas y financieras del franquismo pasaron a ser, como el racismo en el III Reich, los fundamentos no ideológicos, no opinables, no subjetivos de la nueva democracia.
Ilegalizar el franquismo supondría ilegalizar la actual monarquía como parte del franquismo sin Franco y abrir un proceso constituyente
Luego estaríamos hablando de un régimen de la Transición proveniente de la legalidad del 18 de julio y, como consecuencia, de una monarquía fundamentada en las leyes del Movimiento Nacional, que Juan Carlos jura mientras que la Constitución la sanciona, como ejercicio de que su poder está por encima de la libre concurrencia democrática. Como consecuencia, ilegalizar el franquismo supondría ilegalizar la actual monarquía como parte del franquismo sin Franco y abrir un proceso constituyente que debería comenzar por un referéndum donde la ciudadanía eligiera la forma de Estado. Es por ello, sumamente sorprendente que aquellos progresistas defensores de la Transición trasladen a la ciudadanía una lectura tan elemental de los procesos históricos y, singularmente, de las contradicciones estructurales de la actual Monarquía española, ya que al no ser el franquismo abolido, ni juzgado, ni condenado, y sustanciarse, como consecuencia, el régimen nacido de la Transición en un franquismo corregido, es una falacia que se pretenda, al mismo tiempo, que el régimen del 78 se defina como antagónico a su propia expresión estatal. Porque la Transición no fue el acceso de la voluntad popular al Estado, sino del Estado a la voluntad popular para corregirla y encauzarla. Como dijo Manuel Azaña de la “revolución desde arriba” de Costa, una revolución que se inaugura dejando intacto el Estado existente es un acto muy poco revolucionario.
De igual manera, la Transición supuso la imposición resignada de que no había otra opción, en un contexto de orquestado ruido de sables y maquinaciones financieras. La organización del pesimismo es verdaderamente una de las “consignas” más raras que puede obedecer un individuo consciente. Sólo han querido concedernos un derecho de descomposición bastante perfeccionado. Es decir, la vida como renuncia, convencimiento de que nada puede ser mejor.
La Transición supuso la imposición resignada de que no había otra opción, en un contexto de orquestado ruido de sables y maquinaciones financieras
Para ello en lugar de esa constitución que proclamaba Azaña: flexible, leve, ligera, adaptada al cuerpo español sin que le embarace ni moleste en ninguna parte porque un pueblo, en cuanto a su organización jurídico-política, es antes de la constitución, entidad viva, la que emergió de la Transición en el 78 se hizo geométrica, rígida, para conservar el régimen de poder articulando un proceso de tránsito asumiendo la legalidad franquista y con ella el estatus de los grupos sociales, económicos y financieros de la dictadura. Se configuró un ambiente psicológico en que cualquier actitud de ruptura con el pasado vaticinara un vértigo. Franco fue finalmente vencido por la biología, derrota que padeceremos todos, pero el Estado, los intereses y las influencias fácticas a las que cobijaba la arquitectura del régimen, superó el trance con ese enjalbegado llamado Transición.
Todo ello es la causa de la extremosidad a la que la derecha intenta llevar la esgrima de la vida pública española. El franquismo reformado en el que se instala el conservadurismo carpetovetónico utiliza todo su arsenal de dialéctica autoritaria y obscenidad verbal ante una mayoría parlamentaria que es el reflejo de una España muy diferente a aquella que la derecha sepia quiere volver a reunir en la Plaza de Oriente. Derogar el “sanchismo”, no era sino derogar las urnas que configuran mayorías antitéticas al franquismo reformado del régimen del 78. Una solución política autoritaria requiere con anterioridad un caos necesario aunque sea inexistente, crear una ficción de país que suponga una distopía para esa España real que la derecha niega. La beligerancia crispante e inmoderada del PP y VOX abren un camino inextricable en la vida pública y la sociedad española de consecuencias imprevisibles. El enfrentamiento sin reservas contra la pluralidad democrática del país, la negación violenta del adversario político, la posición ideológica propia como única posible son elementos seminales de escenarios donde la democracia es impracticable.
Fuente → nuevatribuna.es
No hay comentarios
Publicar un comentario