Las instrucciones de Moscú sobre cómo debían llevarse los asuntos de España no dejan lugar a dudas. Ya en una carta escrita por Stalin a Largo Caballero, fechada el 21 de septiembre de 1936, le recomienda que se atraiga a la pequeña burguesía, impidiendo las confiscaciones y respaldando sus intereses. Igualmente, le exhorta a tomar medidas que tranquilicen al capital extranjero así como a proteger a la iglesia católica y sus ministros.
A las pocas semanas del golpe militar del 18 de julio de 1936 el PCE no daba abasto para expedir carnets de afiliación. En Cataluña ocurría igual con su filial, el recién inventado PSUC (Partit Socialista Unificat de Catalunya). En unos meses, y ante la oleada de incautaciones y colectivizaciones que estaban llevando a cabo los anarcosindicalistas de la CNT y parte de la UGT ligada a ellos, el Partido Comunista se convirtió en el refugio, sólo en Barcelona y según sus propios datos, de 76.700 propietarios y 15.485 miembros de la clase media urbana. Para defenderlos a ellos (y a sus propiedades e intereses), constituyeron la Federación Catalana de Gremios y Entidades de Pequeños Comerciantes e Industriales, en la que se inscribieron más de 18.000 comerciantes, artesanos y fabricantes, algunos de ellos no tan pequeños y otros bien conocidos por ser patronos intransigentes y feroces antiobreristas hasta aquellos días de conversión en masa.
En el campo se obró de la misma forma, aglutinando a los pequeños y medianos propietarios contra el impulso colectivizador de los anarquistas y ugetistas. Sólo en Valencia 50.000 ingresaron en la Federación Provincial Campesina como forma de asegurar sus fincas particulares de la marea colectivizadora.
Burnett Bolloten, que cubrió como corresponsal de guerra el conflicto, escribió en The Grand Camouflage. The Communist conspiracy in the Spanish Civil War: “Constituye una obviedad y resulta casi superfluo decir que estos nuevos miembros no habían sido atraídos, en absoluto, por los principios comunistas, sino por la esperanza de salvar algo de las ruinas del antiguo sistema social”.
Tanto el PCE como el PSUC, a través de sus representantes estatales y de la prensa afín (Mundo Obrero y Trevall), pusieron todo tipo de trabas para estrangular la experiencia colectivista, llegando, por último, al boicot, a la requisa y destrucción de las colectividades anarquistas. Horacio Martínez Prieto, en su obra Posibilismo Libertario insiste: “Fue, sin duda, la única gesta de reforma social que hizo el bolchevismo en España: reorganizar y proteger a los burgueses como clase y destruir militar y policialmente a las colectividades”. Así, por ejemplo, el gobierno de Madrid se negó a encargar los nuevos uniformes del ejército popular a las fábricas colectivizadas de Cataluña, y los encargó en Valencia y, en parte, en el extranjero. Tampoco la Generalitat se quedaba atrás en su afán de aislar y acabar con la industria colectivizada, a la que combatió negándole créditos, suministros y torpedeándola con su maquinaria fiscal y administrativa. La situación en Barcelona no puede ser más extraña, de un lado está la gigantesca masa proletaria con su larga tradición revolucionaria y del otro lado estaban los empleados y la pequeña burguesía de la ciudad, organizados y armados por los comunistas para exterminarla.
En junio de 1937 las columnas de Líster destruían la obra del Consejo de Aragón, devastando un tercio de las colectividades y deteniendo a más de mil anarcosindicalistas. A pesar de que la CNT tenía tres divisiones en ése frente no hicieron nada para evitar romper la unidad antifascista. En su libro Stalinismus und Anarchismus in der spanischen Revolution, Duerr y Souchy reconocen que, una vez retirada la división de Líster, muchas colectividades volvieron a rehacerse. Un mes después, en julio, les tocó el turno a las colectividades extremeñas. Ricardo Pachón, comandante del batallón anarquista “Pio Sopena” y después jefe de la 37 División, en su libro Recuerdo y consideraciones de los tiempos heroicos. Testimonio de un extremeño, nos cuenta cómo: “En Extremadura los comunistas han tenido muchos auxiliares en su tarea de destruir la única obra revolucionaria que se había realizado: las colectividades agrícolas. No sólo el Instituto de Reforma Agraria (IRA)… sino el Gobernador Civil y otros personajes se movilizaron para estropear la marcha revolucionaria… Higuera de la Sierra con sus tierras asaltadas… Castilblanco con su colectividad despedazada”. También Pachón, como Duerr y Souchy, reconoce que muchas colectividades se reconstruyeron y otras por no haber sido importunadas, continuaron la empresa de “mejoramiento decisivo de su vida moral y económica” en colectividad frente a las tendencias individualistas y propietarias defendidas por el PCE.
Sin embargo, son muchos los historiadores que coinciden en señalar que, a pesar del escaso margen de movimiento que tuvieron y las circunstancias tan adversas en que se desarrollaron, las colectivizaciones fueron todo un éxito, incrementando y mejorando la producción tanto en el campo como en las industrias. Es de destacar el esfuerzo de transformación de la industria catalana de la siderurgia y la química, en manos del Sindicato Metalúrgico de la CNT, en una potente industria de guerra para la que trabajaban más de 150.000 obreros. Proyectiles de cañón, bombas marinas, espoletas, cartuchos de fusil, ametralladoras, bombas de aviación, fusiles, cartuchos, vehículos acorazados, ambulancias, aviones y máscaras antigás saldrán de ellas. Sin estas armas la resistencia antifascista hubiera sido imposible de sostener. La empresa colectivizada del transporte público de Barcelona, que daba trabajo a 7.000 obreros, no sólo mantuvo las líneas en funcionamiento sino que incrementó en cien tranvías más los ya existentes, reduciendo los precios del viaje a la mitad y mejorando el servicio. También ampliaron los talleres, produciendo sus propios vehículos que antes, al igual que las piezas de repuesto, tenían que ser importados, y con todo, consiguieron aumentar los beneficios netos de la empresa en un 20%. Sólo en el campo catalán se pusieron en cultivo hasta un 40% más de terrenos hasta entonces no laborados. Pier Vilar, en su libro La guerra civil española, admite: “Resulta sorprendente la rápida reanudación de la producción y de los servicios públicos, sobre todo teniendo en cuenta la ausencia de los dueños y directores de las empresas”. A pesar de los muchos errores, la colectivización no fracasó pues por incompetencia de los colectivistas sino por la acción conjunta de las dificultades de abastecimiento y comercialización, las intrigas políticas entre nacionalistas, la burocracia, el autoritarismo gubernamental, la distancia que se iba abriendo entre la base anarconsindical y quienes pretendían representarlo y, finalmente, la situación bélica general.
El fenómeno se volvió a repetir durante los años de la transición. A la euforia de los estudiantes comunistas se opone la seriedad de sus dirigentes. Desde finales de los años sesenta los juicios y expulsiones se suceden. Ni la dirección del PSUC ni la del PCE están porque sus militantes practiquen orgías sexuales, consuman drogas o pongan en peligro la seguridad de la organización cuando se emborrachaban por las Ramblas y cantaban canciones revolucionarias, así, por la cara. La desbandada no tarda en producirse, el hasta entonces sólido bloque comunista acaba escindiéndose en un sinfín de grupúsculos izquierdistas que ya no hablan de democracia y sindicato sino de revolución y barricada. Cuando Franco sentencia a muerte a Salvador Puig Antich, la izquierda oficial apenas se movilizará. En la Universidad Autónoma, son los marginales quienes proyectan un acto de protesta por la ejecución. El PSUC boicoteó el acto y tildó a sus organizadores de provocadores.
La respuesta de a dónde estaban los hijos de la burguesía española en los confusos años de la transición política la tenemos en el segundo gabinete de gobierno de José María Aznar, formado, entre otros, por cuatro ministros excomunistas, algo insólito incluso en los peores momentos de la España republicana.
¿Historias de ayer? Cualquiera que haya estado siguiendo las revueltas griegas sabe que no. Mientras tenía lugar la multitudinaria protesta del 20 de octubre en la ciudad de Atenas, el Partido Comunista de Grecia (KKE) permitía, con sus votos, la aprobación del Decretazo dentro del Parlamento; y en la calle, el PAME, su brazo sindical, y sus Juventudes Comunistas (KNE), protegían el Parlamento junto con la policía de los ataques de los manifestantes. Tal vez alguien se acuerde que fue también el KKE quien llamó fascistas y provocadores incitados por la CIA a los millares de personas que ocuparon la Escuela Politécnica de Atenas en 1973, en protesta contra la dictadura de los coroneles. Aquella acción fue la primera de otras muchas que terminaron haciendo caer la dictadura contra la opinión del KKE. Años más tarde, consolidado el olvido, el KKE empezó a conmemorar, cada 17 de noviembre, aquella rebelión. No hay que sorprenderse por ello. Fuera y lejos de cualquier movimiento combativo, los partidos comunistas vuelven a aparecer cada vez que el Capital los necesita para sacrificar la lucha de millones de personas y ofrecerlas, a modo de presente y holocausto, al poder político y económico. Si el capitalismo nos roba la vida, los partidos comunistas nos roban los sueños cada vez que estos se perfilan con su inquietante materialidad libertaria.
Fuente → portaldeandalucia.org
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