Profesor de historia. IES Inventor Cosme García. Logroño
A veces la historia se concentra en un lugar como si fuera un imán. Suceden tantos acontecimientos en poco tiempo que parece que se amontonan. El Palacio Chaillot de París, situado entre la plaza y los jardines de Trocadero, con las mejores vistas sobre la Torre Effiel, al otro lado del Sena, es uno de esos lugares.
El Palacio fue inaugurado en la primavera de 1937 como sede de la Exposición Internacional de las Artes y las Técnicas. Era la exhibición inconsciente de una civilización europea que caminaba sin freno hacia la Segunda Guerra Mundial. Allí, en el pabellón español, se vio por primera vez el Guernica de Picasso, el grito de ayuda de la República que se convertiría en un símbolo universal contra la violencia bélica. Apenas tres años después, en junio de 1940, Adolf Hitler se fotografió en el mismo escenario, triunfante, con media Europa rendida a los pies de la esvástica nazi. En el verano de 1944 las imágenes de la fiesta de la liberación de París dieron la vuelta al mundo como el principio del fin de aquella pesadilla. Y cuatro años más tarde, el 10 de diciembre de 1948, la tercera sesión plenaria de la Asamblea General de la ONU, nacida sobre las ruinas y el espanto de aquella barbarie de sesenta millones de muertos, culminaba 82 días de debates en el Palacio Chaillot con la aprobación de la Resolución 217A (III): la Declaración Universal de los Derechos Humanos.
Allí, sobre la suave colina de los jardines de Trocadero, está todo el horror y toda la esperanza del siglo XX que hemos heredado.
Eran casi las 12 de la noche de aquel viernes 10 de diciembre de 1948 cuando, por fin, después de votar por separado cada considerando del preámbulo y cada uno de los 30 artículos, los delegados de los 58 países que entonces tenía la ONU aprobaron el texto entero de la DUDH. Se contaron 48 votos a favor, 8 abstenciones (sobre todo de los países del bloque comunista) y 2 ausencias. Era el final de dos años largos de debates, de comisión en comisión, en sesiones de trabajo interminables, discusiones, negociaciones y cientos de enmiendas sobre cada frase, alrededor de cada palabra. Un logro formidable si tenemos en cuenta la tensión política que se respiraba en el contexto internacional, el clima de división y enfrentamiento militar de las grandes potencias. 1948 fue el año del asesinato de Gandhi, la primera guerra Árabe-Israelí, los ensayos de bombas atómicas en el Pacífico, el comienzo del conflicto de Corea, el Plan Marshall, el puente aéreo para salvar el bloqueo de Berlín. La Guerra Fría estallaba con toda su crudeza y las Naciones Unidas declaraban, a contrarreloj, que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”. Vaya familia.
Para Carlos Sentís, periodista español enviado en aquellos días a París por la Agencia Efe, la DUDH había salido adelante porque en nada obligaba a los firmantes: “Nada cuesta votar resoluciones teóricas, y teóricas serán siempre estas resoluciones que protegen la libertad (…) del individuo humano, mientras a un paquete entero de países le suena todo esto a música de verbena”. Se refería a los países del bloque soviético. Al periodista, falangista de pro, se olvidaba mencionar en sus crónicas, publicadas en La Rioja, un pequeño detalle: que España no formaba parte de la ONU, que la Asamblea General había condenado a la dictadura franquista precisamente por violar los derechos humanos más fundamentales.
Han pasado 75 años desde entonces. Ya estamos en el lejano mañana que imaginaba Eleanor Roosevelt, protagonista destacada del logro de 1948: “el futuro pertenece a quienes creen en la naturaleza de sus sueños”. Y seguimos soñando. La DUDH tropieza con muchos Estados que le niegan cualquier valor jurídico. Los tribunales internacionales apenas pueden hacer frente a las violaciones de los derechos humanos que se producen cada día. En muchos lugares los artículos de la Declaración son poco más que un referente moral. Pero no todo ha sido en vano. Esos 30 artículos han servido de modelo para promulgar muchas normas, constituciones y leyes nacionales. Han contribuido a extender la conciencia de que los Estados no tienen un poder absoluto sobre sus ciudadanos, de que los seres humanos poseen derechos que están por encima de las organizaciones políticas, las fronteras y las banderas.
Tenemos que recordar que hemos nacido en un país sólo por casualidad. Recordar lo que escribía Tony Judt en el último libro que publicó, El refugio de la memoria, hace más de una década: “con el tiempo, esas lealtades fieramente incondicionales -a un país, a Dios, a una idea o a un hombre- han llegado a aterrorizarme. La fina capa de la civilización reposa sobre lo que bien podría ser una fe ilusoria en nuestra humanidad común. Pero, ilusoria o no, haríamos bien en aferrarnos a ella. Ciertamente es esa fe -y las restricciones que impone a la mala conducta humana- la que debe anteponerse en tiempo de guerra o de malestar social”.
Eso es la DUDH, algo parecido a un acto de fe. Una fe sin religión. Poco más que un papel escrito, sí. Pero no hay nada tan frágil y tan duro como un papel. Se rompe por nada y lo resiste todo. La humanidad entera es ese papel maltratado. En algunos sitios es un suelo sobre el que pisar firme; en otros, apenas un cielo al que aspirar. En todas partes, la línea del horizonte.
Fuente: La Rioja, 9 de diciembre de 2023
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Portada: Fryderyka Kalinowski (Polonia), Bodgil Begtrup (Dinamarca), Minerva Bernardino (República Dominicana) y Hansa Mehta (India), delegadas de la Subcomisión de la Condición Jurídica y Social de la Mujer, mayo de 1946 en Nueva York. ONU
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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