Artículo del último Cataluña Resistente, 114. Os animamos a leer el boletín entero , lleno de memoria y valores democráticos.
Por Maria Freixanet Mateo, politóloga, investigadora del Instituto de Ciencias Políticas y Sociales
Los días 29, 30 de septiembre y el 1 de octubre tuvo lugar en Villanueve-sur-Lot, Francia, la XIIª Jornada de la Memoria histórica, democrática y antifascista. María era la primera vez que participaba en un encuentro sobre temas de memoria. Su artículo contiene las emociones que ese encuentro le suscitaron. Un privilegio poder incorporar su firma y colaboración a las páginas de Catalunya Resistent.
Acababa septiembre cuando cerramos varios días y sus noches, con un programa repleto de puntos de contacto con el pasado (y futuro) colectivo, en los encuentros transfronterizos de las entidades de memoria histórica, en su edición número doce. En Francia. La vida allí me convocó.
Después, hace unas semanas, me pidió Domènec un regreso de lo vivido a Villeneuve pero no hay manera, la verdad. Imposible. No hay forma de relatar lo vivido, porque él ya lo ha hecho maravillosamente aquí. Concreto, exacto y detallado. Y no hay manera de reportar tampoco lo pensado, colectivamente organizado, porque ha quedado plasmado estupendamente en este otro aquí , que esto es lo concluido. Ordenado y politizado.
Me llevo pues este texto a otro sitio. Un lugar parcial, y las disculpas van antes por este hablar particular. Voy, claro, a lo aprendido. O preso. Lo que tomó en mí.
Fuego primero: La falta de una historia propia.
Acudir a un encuentro entre entidades de memoria histórica significa que te permites instalar en tu presente, en medio de tu actual tiempo, la presencia de un recuerdo. Pero no es un recuerdo concreto, pequeño y particular, sino un recuerdo de recuerdos, un recuerdo de hechos mayúsculos, verdades, dolores, violencias, de un peso intensísimo, de un impacto colectivo enorme, que pese a las mantas de olvido nos construye y nos define y nos explica hasta el día de hoy.
Me estremeció en repetidas ocasiones la gravedad de los hechos explicados, la brutalidad de este pasado nuestro, no por no saberlo sino por cómo es presentado así, directo, exhibida la realidad, ocupando la centralidad de la atención y el tiempo, y por cómo se transforma en batalla de presente y de futuro.
Esto, sumado a que hay golpes que impactaron en piel de quien te habla, de quien te escucha, de quien comparte habitación contigo. Me veo por ejemplo en radical silencio, mientras Isabel y su fuerza llaman, pero de paso, colateral a otra cosa, el haber sido ella detenida, encarcelada, y se le devuelve otro yo también. También. Y yo les miro y siguen. Viven y sonríen. Y sueñan fuerte, mucho mejor que yo. Percibo la gravedad y al mismo tiempo un optimismo genuino.
Asimismo, acogiendo se hallaba la contraparte francesa. Una contraparte absolutamente consciente de sí misma. Hijas y nietos de exiliados españoles. Totalmente arraigados en lo que son, totalmente informadas de dónde vienen y con esta herencia intacta, estructurada, agradecida.
Y de repente la vergüenza. Al darte cuenta de que tú no conoces la tuya, de historia particular. Que no la tienes. Que mi abuelo caminó entre las bombas a sus doce años, dejando atrás a su padre y su madre. Cruzó Cataluña entera para terminar en el campo de Argelès, y nunca le pregunté nada. Cuando hablaba no escuché. Cuando recordaba yo atendía a otras cosas. Nada sé de cómo sobrevivió, de cómo regresó ni de cómo esto lo constituyó. O mi abuela, sus ojos aterrorizados el día que vio la forma en que yo amaba la política.
Ella susurraba y lloraba, me pedía que no, que no. Dejaba caer, entre el trasiego de los fogones, anécdotas rumiadas que eran horrores, sueltas, matanzas, la denuncia del vecino, tal hombre que llegó con tres cabezas colgadas de su cinturón. Nunca le pregunté nada. Nada sé de cómo la Historia la configuró. De cuánta de la alegría que me cuentan que tenía se le murió. La vergüenza de darte cuenta ahora, a media vida tuya, que la Historia les modeló, a él, a ella (viví con ellos y su miedo); y por tanto a mí misma.
Segundo fuego: cuyo antídoto tienen custodia.
Poco podía pensar yo, cuando me llamó Consol invitándome a la expedición (su envidiable entusiasmo no me pareció tampoco que dejara otra opción), que un encuentro entre entidades de memoria españolas y francesas podía tomar para mí el lugar de raíz que enseguida empezó a tener. Algo así como notar que te trasladas a un sitio sólido. Cimentado. Con sentido. Donde habita verdad. Y bondad. Y de alguna forma extraña, anhelo y posibilidad de futuro. De ensueño. De la sociedad posible que podríamos tener. De las ideas fuertes, rojas, que una vez estuvieron disponibles para el mundo. Un contacto con aquella gente que podría desplegar otro programa para convertirse en la vida compartida. Otro destino.
Lo cierto es que vivimos tiempos extraños, teñidos de una especie de confusión y desesperación, falta de sujeción, en demasiados sentidos. Una soledad abismal. Una sensación, si no de fin de mundo, al menos sí de fin de época. Y uno de sus rasgos claros es la fragmentación social y el debilitamiento de las democracias. El pensamiento antidemocrático haciendo agujero. El auge del neofascismo, dígasele como una quiera.
Algo que tomó sentido para mí durante estos días es la idea repetida de que las democracias son solo fuertes cuando lo son socialmente los valores de igualdad y libertad que las sustentan. Y es que, poco a poco, de mesa en mesa, de exposición a documental y de conversación a homenaje, me fui dando cuenta de que esa gente custodia un antídoto. Algunas de ellas, mayores, en propia piel. Otros, simplemente en apuro. Y el compromiso es exactamente una decisión.
Ellas custodian un antídoto, esto es. Un tesoro público. Que la memoria democrática y el cultivo de sus valores es la garantía de no repetición de la barbarie. Ellos son la garantía democrática, esto es así; son un ancla, son la conciencia histórica, lo único que podría mantener a una sociedad alejada de repetir el horror. La red frente al abismo. El freno del fascismo.
Y voy al último quemar: la invocación de lo común.
Fue Luis quien me habló, con esa claridad suya, sobre cuál es el paso que debemos dar, que nos toca dar, como sociedad. Éste es el paso de la memoria histórica a la memoria democrática, dice. Éste es el paso de tener, cada uno o cada grupo sus memorias históricas particulares, y aquí hay de todo signo -la derecha también tiene su memoria histórica, dice-, a construir una memoria democrática común.
Una conciencia de lo que hemos vivido. Un conocimiento de cuáles son aquellas etapas, aquellos hechos, aquellas experiencias históricas, y sobre todo aquellos valores e ideas que, una sumada a la anterior, son las escaleras que nos permiten, llegadas a un momento, instalar lo que llamamos democracia, que una organización social merezca el valor de tal nombre.
Cuidar esa memoria y sus valores nos es obligación como sociedad, ya no digamos como Estado – estas son sus palabras. Cuidar esa memoria y sus valores es lo que haría que el nieto de un fascista pueda ser demócrata.
Cuidar esa memoria y sus valores es lo que nos permitiría ser de verdad un pueblo maduro, que se hace cargo de sí mismo. De su pluralidad, de su bienestar, de su devenir.
Tres días fueron, de corazón enrojecido. Por la conciencia de los vacíos en la propia historia. Para darte cuenta del tesoro, del antídoto, que esta gente tiene en su frágil guarda. Y por la comprensión de lo importante que es esta convocatoria a construir una memoria democrática sólida, conjunta, ni particular ni fraccional sino común. Así, le envío a Domènec las dos páginas que me pidió, sabiendo que no es exactamente eso lo que me pedía.
Lo que le envío tiene la forma de un texto pero es un gracias. Por la invitación, por la esperanza que mantienen, por la posiciones sólidas y arraigadas, y por acercarme a esos corazones sobrantes, aquellos con los que nunca, pero nunca, ni por un momento, pudieron las bombas.
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