Sobre la ilusión revolucionaria

Sobre la ilusión revolucionaria
Colectivo Todoazén
Réplica a las declaraciones del profesor Enrique González de Andrés
 

Estimado director de Contexto: hemos leído con especial atención la entrevista al profesor González de Andrés realizada recientemente por Hedoi Etxarte y publicada en su revista. La entrevista discurre sobre el papel del PCE durante los inicios de la Transición, asunto siempre interesante porque, queramos o no, somos todavía en buena parte herederos e hijos, naturales o bastardos, de ella. De la larga entrevista, cuyo pretexto es la publicación, hace ya más de un año, del libro 1976, el año que vivimos peligrosamente. Las instituciones provinciales franquistas y la conflictividad sociolaboral (Postmetrópolis, 2022), se desprenden dos conclusiones a la hora de abordar las relaciones durante aquel período del Partido Comunista Español con el movimiento obrero. La primera de ellas se correspondería con la manida cuestión, teórica y política, acerca de la naturaleza reformista o revolucionaria de este partido. La segunda, que indudablemente conlleva un juicio moral, tendría como centro la acusación al PCE de manipulación y engaño, cuando no traición, a la clase trabajadora Acusación ya también tópica y típica entre las interpretaciones dominantes provenientes de los espacios ocupados por las organizaciones autosituadas a la izquierda del PCE en sus versiones trotskistas, maoístas o anarquistas.

Sobre el primer punto nos gustaría señalar que en ningún momento el entrevistado define o aclara cuál sería el contenido del concepto de revolucionario aplicado a un partido, por lo que nos parece necesario aportar nuestra propia definición de partido revolucionario como todo aquel que pretende la toma del poder por parte de las clases trabajadoras para el acabamiento del sistema capitalista a través de la extinción de la propiedad privada de los medios de producción. Creo que esta definición podría ser aceptable aun no entrando en consideración sobre la necesidad de una temporal dictadura del proletariado a fin de poder llevar a cabo esa transformación básica. Pues bien, dicho esto, de la entrevista parece deducirse que González de Andrés solo entiende por revolucionarias aquellas organizaciones que tuviesen como objetivo inmediato alcanzar en el plazo más corto esa toma de poder, y parece deducir que cualquier otra estrategia temporal planteada para ese logro estaría abocada a caer fuera de lo revolucionario: “La cuestión es que una de las ideas que el PCE planteó en aquel periodo [...] es que en los setenta hubo movilizaciones, hubo luchas, pero que estas no fueron de la fuerza suficiente como para derribar el franquismo y darle una vuelta al orden social”. Es más, para el autor no se trata ya de que al PCE aquellas luchas no le parecieran suficientes, sino que, de partida, el PCE, según él, no estaba interesado ni a corto ni a medio plazo en cooperar para que esa revolución tuviera lugar, y lo acusa de tener un programa interclasista. Y sí, González de Andrés tiene aquí toda la razón: el programa del PCE era, y es, un programa interclasista.

El PCE, al menos desde su entrada en el Frente Popular, no tiene como objetivo en la lucha de clases el derribo inmediato del poder de la burguesía

Aquí el autor parece rasgarse las vestiduras ante lo que no deja de ser un descubrimiento del Mediterráneo, pues el PCE, al menos desde la derrota de “la revolución del 34”, su entrada en el Frente Popular y su posterior y fundamental papel en la Guerra Civil, no tiene como objetivo en la lucha de clases el derribo inmediato del poder de la burguesía. Su acomodamiento a las políticas de la III Internacional y sobre todo su defensa de la República le llevaron a inclinarse por una estrategia interclasista. El PCE, durante la Guerra Civil, que es el periodo que realmente “le imprime carácter”, es eso: un partido, al menos en primera instancia, reformista. Y lo sigue siendo en la postguerra, durante la cual, a pesar de la ruptura con el PSOE, sigue defendiendo gobiernos republicanos, azañistas para entendernos, en los que la izquierda republicana y otras fuerzas de derechas –PNV, Esquerra– están presentes. De ahí, por ejemplo, que en 1956 el Comité Central de ese PCE aprobase la nueva política de “reconciliación nacional” que buscaba el entendimiento con todas las fuerzas antifranquistas, independientemente de en qué bando hubieran combatido en la Guerra Civil. Esa estrategia interclasista es la que se pone en marcha durante el antifranquismo y la Transición, de ahí que denunciar el interclasismo (que conllevaba entre otras tácticas la búsqueda de acuerdos con aquella parte del empresariado objetivamente interesado en separarse del franquismo de cara a la integración en el Mercado Común) nos resulte simple y sesgadamente anticomunista.

Durante el franquismo, el PCE empleó gran parte de su esfuerzo en “armar políticamente”, orientar y conformar una fuerte resistencia en el espacio de las clases trabajadoras, pues pensaba que solo su hegemonía en ese campo le permitiría liderar la ruptura con el franquismo. De ahí el peso estratégico que tomó en su actividad el espacio sindical –con la punta de lanza de Comisiones Obreras–, o la relevancia otorgada al rol de las asociaciones de vecinos en los barrios obreros y populares.

Indudablemente, a principios de los años setenta el PCE era un partido interclasista pero que actuaba estratégicamente con la voluntad de que fueran las clases trabajadoras –lideradas por el propio PCE– las que impusieran una democracia “avanzada”, es decir, aquella donde, más allá del sistema parlamentarista de corte liberal se garantizase la participación directa de la ciudadanía en la gestión de los recursos económicos del Estado así como claras y concretas políticas de inversión y atención en el campo de lo social. Estrategia que a nuestro entender se mantendría al menos hasta que el frente sindical perdió peso, unidad y fuerza. Ante el fracaso de ese proyecto, que tenía en el desplazamiento del movimiento obrero desde lo sindical a lo político uno de sus ejes prioritarios, sería cuando, abdicando del leninismo y elaborando sus propias “Contratesis de Abril” el PCE, en su XXVIII Congreso de 1978, abandonó a su vez cualquier pretensión de “hacer revolución” en el corto plazo o medio plazo.

Sobre la cuestión acerca de la “moderación-traición-control de las masas revolucionarias”, el autor señala que en su libro se recopilan y analizan datos más que suficientes para dar prueba de ese hecho. Y no dudamos de lo que dice, sino del “carácter” de esos datos, es decir, de su significación respecto a lo que entra en juego: la capacidad revolucionaria actuante en aquellos años que esos datos homologarían. Permítanos hacer dos matices: nos da la impresión de que el autor tiende a otorgar a las luchas sindicales una relevancia revolucionaria excesiva, pues las luchas sindicales, por fuertes que hayan sido en algunos o muchos casos (la Seat, por ejemplo, El Ferrol, los sucesos de Vitoria), nunca se pueden traducir como proporcionalmente relevantes en las luchas políticas. Es más, diríamos que ese fue precisamente uno de los errores del PCE a la hora de analizar la realidad social y política de aquella España de los setenta. En aquellos tiempos, las luchas sindicales apenas traspasaban el ámbito laboral, por más que el PCE lo intentase, y por más que ese intento de convertir lo sindical en punta de lanza de su estrategia política también se viese cuestionado por la aparición interesada, además de la UGT, de sindicatos de corte nacionalista, como el ELA vasco, el SUT andaluz o la Intersindical galega, de vocación claramente antiComisiones, es decir, anti-hegemonía del PCE en el mundo del trabajo.

En aquellos tiempos, las luchas sindicales apenas traspasaban el ámbito laboral, por más que el PCE lo intentase

Habría así que rastrear cuantitativa y cualitativamente los enfrentamientos que tuvieron lugar en otros ámbitos de lo civil como manifestaciones o intentos concretos de asaltar espacios de poder. Aquí nuestra propia experiencia como militantes comunistas en aquel tiempo no es tan optimista: escasa capacidad de convocatoria, escasa resistencia frente a las actuaciones de las fuerzas de orden público (con acaso lo de Vitoria- Gasteiz como excepción). Que la conflictividad social y política forzó al régimen franquista a abrirse e inclinarse hacia posiciones más reformistas es algo indudable y que nadie niega. Ahora bien, que esa conflictividad tuviera la fuerza suficiente como para que se pudiera hablar de unas condiciones objetivas prerrevolucionarias nos parece una ilusión con la que convivieron las llamadas izquierdas radicales y que hoy sigue siendo una cantinela que se repite en muchos ámbitos de la progresía más o menos comunista.

De ahí que también demos la razón al autor cuando afirma que “en el fondo, el PCE creía que la clase obrera no podía derrocar al franquismo”, siempre y cuando se añada que en lo que exactamente no creía era en que la clase obrera sola pudiera derrocar al franquismo. La historiografía más o menos oficial comparte la idea de que esas condiciones objetivas prerrevolucionarias no se dieron, mientras que una amplia historiografía anti-PCE afirma que sí se daban.

Resultaría también interesante saber qué piensan quienes apoyan lo que nosotros hemos llamado la ilusión revolucionaria acerca de por qué las otras opciones revolucionarias presentes en el tardofranquismo –como la Liga, el PTE, la ORT, el MC o la CNT– no fueran capaces de canalizar ese “descontento no sólo contra el franquismo, sino también contra el pacto y la estrategia que el PCE mantenía”. A este respecto nos permitimos recomendar la lectura del reciente libro Jóvenes antifranquistas, del exsecretario general del Movimiento Comunista, Eugenio del Río, donde, entre otras muchas pertinentes reflexiones, se habla de las disonancias con el mundo real como una de las características de la extrema izquierda.

* Nos parece oportuno señalar que, de los tres miembros de este colectivo, dos militaron en el PCE desde 1972 hasta el abandono del leninismo en 1978.


Fuente → ctxt.es

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