Libertad de expresión, para qué
Libertad de expresión, para qué 
Prudenci Vidal Marcos
 

La libertad de expresión es un derecho fundamental reconocido por la Constitución Española y por los tratados internacionales, pero no es un derecho absoluto ni ilimitado. La libertad de expresión tiene sus límites en el respeto a otros derechos fundamentales, como el derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, que también están protegidos por la Constitución y por la ley.

El insulto, la injuria o la calumnia no son formas legítimas de ejercer la libertad de expresión, sino que constituyen intromisiones ilegítimas en el derecho al honor de las personas, que pueden ser sancionadas civil o penalmente. Así lo ha establecido el Tribunal Constitucional en varias sentencias, en las que ha afirmado que el artículo 20 de la Constitución no reconoce un derecho al insulto, que sería incompatible con la norma fundamental.

El Tribunal Supremo también ha reiterado que el derecho a la libertad de expresión no ampara el insulto, la descalificación grave o la vejación gratuita, ni siquiera cuando se trata de personajes públicos o cuando se invoca un supuesto derecho de réplica en el Parlamento o de crítica. El Tribunal Supremo ha condenado a indemnizar a personas que han sido objeto de insultos y ofensas en programas de televisión, redes sociales o medios de comunicación, al considerar que esas expresiones no tienen ningún valor informativo, cultural o artístico, sino que solo buscan la ridiculización, el menosprecio o el descrédito de las personas afectadas.

Por tanto, la libertad de expresión no es una carta blanca para insultar, sino que debe ejercerse con responsabilidad y respeto a los demás. Como dijo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la libertad de expresión no solo lleva aparejados privilegios e intereses, sino también deberes y responsabilidades.

Y allí donde se expresa la voluntad popular no puede ser el paradigma del insulto de la hipérbole y de las descalificaciones personales. El Parlamento, lo dice la misma palabra, es el lugar del diálogo, de la crítica argumentada, de exposición de prioridades y de un largo etc. que está muy alejado del actual panorama político.

Sufrimos con vergüenza los continuados improperios lanzados como proyectiles de una bancada a otra. La competición de “a ver quién la dice más gorda” quien usa el calificativo más hilarante para que, convertido en un teatro de plaza de pueblo, se ofrezcan los aplausos de aprobación a la peor imagen que ya tienen de por sí los parlamentarios de nuestro país. Ellos que deberían ser un ejemplo de educación, de respeto, de tolerancia y de práctica democrática, echan por tierra los principios más elementales del parlamentarismo.

Se pone de moda, desde hace un tiempo, la expresión “NO EN MI NOMBRE”. Pues bien, la recojo como parte pequeña para decirles que en mi nombre no esta forma de utilizar la libertad de expresión en el Parlamento. Y debería haber alguna forma de paralizar esta verborrea maleducada ya sea con advertencias, con sanciones económicas, o con expulsiones temporales del arco parlamentario.

La desafección por la política tiene muchas causas, pero la que se denuncia en este artículo, es una de ellas, porque no querer escuchar aquello que se dice en el Parlamento por la mala educación de quien tiene la palabra es de un hartazgo incalificable.

Será que a la falta de argumentos (que son su trabajo, para preparar las exposiciones y réplicas) les lleva a ser pregoneros de la mala educación, de la verborrea vacía de contenidos. El argumento “ad hominem” ni prueba ni argumenta absolutamente nada. Y, como dice la filosofía, de la nada no surge nada. Y en esta nada política estamos viviendo la mayor desafección de todo aquello que representa lo público. Sólo un puñado de viejos rockeros defienden en las plazas y en las calles de todo el país la sanidad, las pensiones, la educación y la dependencia con la argumentación de que sin ellas no hay democracia que valga la pena.


Fuente → kaosenlared.net

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